Una luna perdida. Un alfa maldito. Una marca que arde más fuerte que la sangre.
Cuando el reino de Nyra Veyra cae ante la brutal invasión de los clanes lobo, ella se convierte en botín de guerra. Sin títulos, atrapada en un templo de piedra, solo le queda su cuerpo… y un fuego desconocido que empieza a despertar bajo su piel.
Pero hay algo que ni ella ni su captor esperaban:una Marca antigua arde en su vientre. Una conexión salvaje la une a Varkhan, el alfa más temido del norte.
Y él está dispuesto a reclamar lo que el destino le ha entregado. Con placer. Con sangre. Con colmillo.
Entre rituales, deseo y magia dormida, El Alfa y su Presa es una novela de romance oscuro, brujería ancestral y erotismo salvaje, donde el mayor enemigo no siempre es el que te encierra… sino el que arde dentro de ti.
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Capítulo 4 - Lazo y Furia
La noche cayó sobre la fortaleza como una promesa y una trampa. Varkhan había partido antes del anochecer, convocado por un consejo de ancianos del clan del Este. Mairen no lo dijo abiertamente, pero Nyra lo supo por la forma en que la Guardiana evitaba mirarla directamente. Estaba sola.
El corazón de Nyra golpeaba con fuerza, no de miedo, sino de determinación.
Esperó a que las velas de los corredores se consumieran y a que el silencio del bosque lo llenara todo. Creía saber el camino: dos pasillos, la escalera, la salida de la despensa exterior. Se vistió con una túnica sencilla, robada del cuarto de las sirvientas, y envolvió su cabello en un pañuelo gris.
Caminó en puntas de pie, conteniendo la respiración con cada crujido de piedra bajo sus pies. Sabía que Mairen podía sentir los cambios en el aire, así que no se detuvo. Si dudaba, estaba perdida.
Al alcanzar el límite del bosque, su cuerpo se estremeció. La luna asomaba entre los árboles altos, y su luz la hizo titubear. Pero no era momento para flaquezas. Corrió. Corrió con todo el peso de su pasado y del deseo de un futuro diferente.
La espesura la envolvió en cuestión de minutos. La vegetación era espesa, las raíces traicioneras. El aire olía a savia y a tierra húmeda. Los ruidos del bosque, que durante el día eran sólo ecos lejanos, ahora parecían susurrarle que diera la vuelta.
Pero siguió.
No supo cuánto tiempo caminó, hasta que un claro se abrió ante ella, con una vieja cabaña abandonada al borde de un riachuelo.
Se acercó, exhausta, dispuesta a pasar la noche allí. Pero entonces lo oyó.
—Vaya, vaya… mírate, Nyra. Has cambiado… y parece que a mejor…
El tono le heló la sangre.
Se giró. Su estómago se encogió al ver al hombre que salía de entre las sombras. Alto, con la sonrisa torcida de siempre, y los ojos verdes y vacíos. Cassian.
—Pensabas irte sin despedirte de la familia —dijo él, acercándose—. No está bien eso.
Nyra retrocedió, tropezando con una raíz.
—¿Qué haces aquí?
—Te busco, desde hace semanas. El alfa lobo no es el único que cree tener derechos sobre ti.
El hedor a alcohol y sudor le llegó antes que sus manos. Ella gritó, arañó, pateó. Pero él era más fuerte. La empujó contra el tronco de un árbol, sujetándole las muñecas con una sola mano.
—¿Recuerdas lo que decía nuestro padre? Que las mujeres como tú solo servían para una cosa.
El miedo la paralizó por un instante. Hasta que, de pronto, el bosque tembló.
Un gruñido desgarrador atravesó la noche. Cassian levantó la cabeza, justo antes de ser embestido por una sombra.
Varkhan.
Transformado solo a medias, con los ojos encendidos como brasas, los dientes al descubierto. Lo apartó de Nyra de un zarpazo y lo arrojó al suelo con una fuerza brutal. El crujido de huesos se mezcló con el chillido del cobarde.
—No toques lo que no es tuyo —gruñó Varkhan, con voz inhumana.
Cassian intentó gatear, pero Varkhan le pisó el pecho. Le bastó presionar apenas para que el otro quedara inmóvil, gimiendo.
Nyra se había desplomado de rodillas, temblando. No por miedo a Varkhan, sino por la sensación abrumadora de que acababa de cruzar una línea invisible. Varkhan se acercó a ella. Sus ojos ya no eran los de un monstruo. Eran los de un hombre a punto de romperse.
—¿Estás herida?
Ella negó con la cabeza. Y entonces, sin pensar, se aferró a él. Como una presa que ha estado al borde de la muerte. Como una mujer que se ha enfrentado sola al abismo.
Él la sostuvo en silencio, hasta que su respiración se calmó.
—Te dije que no dejaría que nadie te hiciera daño —murmuró contra su cabello—. Aunque me odies. Aunque quieras huir de mí.
—No te odio… —susurró ella—. Solo me da miedo lo que me haces sentir.
Varkhan se tensó. Ella levantó la cabeza. Lo miró. Por primera vez, sin barreras.
—Lo que me despiertas.
Él se inclinó, despacio, como temiendo quebrarla. Sus labios rozaron los de ella, y fue como si todo lo demás desapareciera. El bosque, la sangre, el pasado. Sólo quedaban ellos.
Se besaron con hambre. Con furia. Como si el deseo hubiera estado enterrado bajo demasiadas capas de dolor.
Varkhan la sostuvo por la cintura y la alzó con suavidad, llevándola al interior de la cabaña. La apoyó sobre una manta polvorienta. Nyra jadeaba, con los ojos brillantes.
Él la miró. Acarició su mejilla con la punta de los dedos.
—Eres fuego. Y yo soy ceniza. No puedo tocarte sin arder.
Ella lo atrajo hacia sí, con las piernas rodeando sus caderas.
—Entonces arde conmigo.
Varkhan deslizó su boca por su cuello, por sus clavículas, con una devoción que dolía. Pero cuando llegó al borde de su túnica, se detuvo.
—Aún puedo parar —murmuró, con la voz quebrada.
—No quiero que lo hagas.
La tela cayó. Y no hubo prisa. Solo aliento, roce, temblor. Él recorrió su piel con los labios como si memorizara cada rincón. Ella lo exploró con manos inseguras, temblorosas, pero ansiosas. El cuerpo de Varkhan era piedra y fuego, y el suyo empezaba a despertar a un mundo nuevo.
Se unieron despacio, sin violencia. Pero con intensidad. Cada gemido fue una promesa, cada movimiento, un lazo sellado con la piel. Nyra no recordaba cuándo empezó a llorar. Tal vez cuando entendió que por primera vez en su vida no era posesión, ni prisionera. Era deseada. Elegida.
Varkhan la abrazó con fuerza tras el clímax, como si al soltarla pudiera desaparecer.
—Nunca más —susurró él—. Nunca más dejaré que te toquen.
Ella no respondió. Solo apoyó la cabeza en su pecho. Y escuchó su corazón, latiendo al compás del suyo.