La Niña Del Capo

Inés

Me afirmo contra la barra y levanto uno de mis pies para disminuir el dolor que siento.

–Ah –gimo suavecito al sentir como el dolor disminuye.

Luego de unos segundos hago lo mismo con el otro y un quejido sale de mis labios sin poder retenerlo.

–El primer día siempre es el más doloroso –me asegura Stephanie mirándome con simpatía–. Joseph es el mejor jefe de todo el puto mundo, pero estos zapatos del demonio –se queja mientras se acaricia la pantorrilla–, le quitan todo lo bueno y permisivo que pueda ser.

Me rio y miro la hora en la enorme pantalla donde varios hombres están viendo futbol mientras les gritan a los jugadores y al árbitro.

–Falta menos de una hora –digo aliviada al ver que son más de las tres de la mañana y Joseph me dijo que los días martes cerraban a las cuatro.

No puedo creer que lleve más de diez horas trabajando sin descanso. Ni siquiera me he podido sentar para descansar unos segundos.

–Sí, a las cuatro cerramos las puertas, pero luego tenemos que sacar a estos hombres de aquí –devuelve Stephanie antes de tomar la orden que le pasa Marco.

–No es fácil sacarlos –asegura Claire mientras me pasa mi orden lista.

–Siempre podemos rociarles gas pimienta –digo antes de caminar hacia la mesa que estoy atendiendo.

Los tres jóvenes que están en mi mesa celebran cuando me ven llegar con las jarras de cerveza.

–Gracias, cielo –dice el más regordete de todos–. Estábamos muriendo de sed.

–¿Necesita algo más?

–Sí. La tabla de la casa y otras tres cervezas –responde el chico moreno con un precioso cabello rizado.

–¿Seguros? –pregunto y todos levantan las manos al aire y gritan que sí.

–Qué resistencia tienen –digo admirada antes de caminar hacia la barra.

–Una tabla de la casa y otras tres cervezas –le digo a Claire.

–Si no quieren irse cuando cerremos puedes rociarlos con pimienta, Inés –devuelve haciéndome reír.

Sonrío. –Será un honor.

–Las chicas de la mesa seis quieren otra tabla vegetariana y tres Cosmopolitan más –le dice Stephanie a Marco, quien le guiña un ojo como respuesta.

–¿Por qué hay tanta gente? ¿Es que acaso no saben que es martes? –pregunto mientras coloco mis codos sobre la barra.

–Lo mismo me pregunto todos los putos días –dice Claire–. Y hoy es uno de los días tranquilos –agrega soplando uno de sus mechones rojizos que escapó de la cola de caballo.

–¿Puedes atender la mesa diez? –pregunta Stephanie–. Necesito ir al baño –agrega cruzando las piernas y saltando a la vez.

–Ve, no quiero tener que limpiar tu desastre si no alcanzas a llegar al baño –digo entre risas.

–¡No me hagan reír! –se queja Stephanie mientras avanza hacia al baño dando saltos.

–Y pide que no nos riamos –molesta Marco mientras sus ojos siguen a nuestra campeona en saltos.

Camino hacia la mesa diez, ignorando el dolor de mis pobres pies. Antes de ser consciente de lo que está pasando, mis pies se detienen bruscamente, como si sintieran el peligro. Levanto mi vista y me congelo al ver a Stefano con una chica, que imagino es la novia de la que me habló Dante hace dos años.

Maldigo a la parte de mí que sigue encaprichada con ese hombre. Siento como mis mejillas se encienden y mi corazón comienza a latir con fuerza en mi pecho.

Si he de morir joven ahora sería un excelente momento. Espero por el ataque al corazón o la aneurisma, pero estas no llegan.

Maldita buena salud.

Stefano se acerca a la chica y le dice algo en el oído que la hace temblar con violencia.

Qué afortunada.

Hace dos años hubiese matado por estar así de cerca de él. Pero hoy, después de pasar casi dos años sin verlo, creo que soy más fuerte que eso.

Cuando puedo escuchar a mi propio corazón en mi oído bombeando sangre tengo que admitir que quizá no soy tan fuerte como creí.

Respiro profundamente y me acerco los últimos pasos que quedan de distancia entre nosotros.

–Buenas noches, mi nombre es Inés, ¿en qué puedo ayudarlos?

Stefano se gira de inmediato al escucharme y sus ojos grises como el acero se clavan en los míos.

–Inés –susurra mi nombre, y no sé cómo lo hace, pero parece una plegaria.

–Stefano –devuelvo luchando para no tartamudear y quedar en vergüenza.

Su mirada recorre mi cuerpo lentamente y juro que puedo sentir el calor de su mirada en mi piel. Resisto su escrutinio, tratando de no perder mi sonrisa, pero con cada segundo se me hace más difícil mantener esta fachada de indiferencia.

Maldita sea, ¿dónde está mi puto ataque al corazón cuando lo necesito?