En su vida pasada, fue engañada por el hombre que amaba: falsamente acusada de adulterio el día de su boda, despojada de todas sus posesiones y llevada al suicidio por la traición de él y su amante.
Pero el destino le otorgó una segunda oportunidad: tres meses antes de aquella tragedia.
Decidida a cambiar su final, acepta el compromiso arreglado por su abuelo con un CEO en silla de ruedas, el mismo hombre que alguna vez rechazó y que fue humillado por todos a causa de ella.
Sin embargo, durante la ceremonia de compromiso, una revelación sacude a todos: él es el joven tío de su exprometido.
Esta vez, ella lo defiende, enfrenta las humillaciones y decide casarse con él, sin imaginar que aquel “inválido” oculta secretos oscuros y un plan de venganza cuidadosamente trazado.
Mientras ella lo protege de las burlas, él destruye en silencio a sus enemigos y le devuelve todo lo que le fue arrebatado.
Pero cuando la máscara caiga, ¿qué quedará entre ellos? ¿Gratitud, amor… o una nueva forma de traición?
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Capítulo 24
La noche siguiente a la revelación pública de Gael parecía más calmada de lo que debía. El hotel respiraba en silencio, la ciudad comentaba sin parar, y los periódicos estampaban en letras negras: “Gael Castellani expone a su propia familia”. Los titulares estaban a nuestro favor. Pero la experiencia ya me había enseñado: la calma antes de la tempestad es siempre la más traicionera.
Estaba acostada, el libro de poesía que él había comprado para mí abierto sobre el regazo, cuando Nina llamó a la puerta del cuarto. Su mirada bastó para helarme la sangre.
—Se han movido —dijo, directa—. Tenemos una orden de prisión preventiva contra tu abuelo.
El libro resbaló de mis manos.
—¿Qué?
Gael se levantó del sillón, el semblante inmediatamente transformado en piedra.
—¿Por qué acusación?
Lídia entró justo después, trayendo una carpeta. —“Asociación criminal, lavado de dinero y desvío de fondos públicos”. Todo basado en documentos falsificados, pero con el sello de un juez aliado de Domenico.
Mi pecho se apretó. Yo sabía que mi abuelo no resistiría una prisión injusta. No era solo la edad; era el peso del honor.
—No consiguieron destruirnos en público, así que van a asfixiarnos por el derecho —murmuré, con la voz temblorosa.
Gael sujetó mi mano con firmeza.
—No. No van a vencer. Pero necesitamos ser rápidos.
La madrugada fue entera consumida en reuniones. Nina rastreaba los documentos falsificados, identificando incongruencias: fechas que no coincidían, firmas copiadas digitalmente. Mateus coordinaba la seguridad de mi abuelo, que permanecía en casa, vigilado por dos guardaespaldas de confianza. Lídia trabajaba en recursos jurídicos de emergencia.
—El problema es que no basta con probar la falsificación después —explicó ella, cansada pero firme—. Necesitamos una medida cautelar que suspenda la orden antes de que se cumpla.
—¿Y quién tendría el valor de firmar eso contra Domenico? —pregunté.
Silencio.
Fue Gael quien respondió.
—Yo conozco a alguien —nos miró—. Un magistrado que me debe más que su propia carrera. Nunca le conté esto a nadie, pero fue salvado de un escándalo antiguo gracias a pruebas que yo enterré.
—¿Confiarías en él ahora? —cuestioné.
—Él sabe que, si se niega, yo también puedo desenterrar —la mirada de Gael se endureció—. El miedo puede ser un arma de doble filo.
Antes del amanecer, partimos en dirección al tribunal. El coche avanzaba por las calles aún oscuras, el silencio pesado entre nosotros. Yo observaba a Gael, el perfil firme, la respiración controlada. Él no temblaba, pero yo sabía que por dentro quemaba.
—Gael —llamé, bajito—. ¿Y si no lo conseguimos?
Él giró el rostro, y dejó que la muralla bajara.
—Entonces luchamos desde dentro —sujetó mi mano—. Pero no vamos a dejar que lleguemos a ese punto. Te lo prometo, Lívia.
Mi nombre en sus labios me dio la fuerza que no tenía.
En el tribunal, el magistrado aguardaba en su gabinete, nervioso. Era un hombre bajo, de cabello ralo, manos que temblaban sobre la mesa. Cuando vio a Gael, palideció.
—Sabía que un día aparecerías, Castellani.
—Ese día ha llegado —respondió Gael, con la voz grave—. Necesito una medida cautelar ahora.
—Sabes el riesgo… Domenico…
—Domenico no va a poder protegerte más cuando caiga —interrumpió Gael, seco—. Ya he hecho públicas pruebas suficientes para iniciar una investigación contra él. Si te niegas, estarás quemándote junto a él.
El hombre vaciló, pero sus ojos denunciaron el miedo. Y el miedo, como Gael había dicho, podía ser un arma.
—Trae los documentos —finalmente cedió—. Yo firmo.
Mi pecho se alivió, pero la tensión no cedió. La batalla estaba lejos de acabar.
Mientras tanto, Adrian jugaba sucio en otro tablero. Las redes sociales hervían con nuevas campañas contra mí: montajes de fotos, falsos testimonios de “funcionarios” de la fundación, insinuaciones de que yo manipulaba a Gael para ascender en la familia.
Yo ya conocía esa táctica. La misma de antes, la misma que me empujó a la desesperación en el altar de mi otra vida.
Pero esta vez, no retrocedí.
Grabé un vídeo corto, sin maquillaje elaborado, sin escenario lujoso. Yo, simple, encarando la cámara:
—No soy santa, ni criminal. Soy una mujer que heredó una guerra y decidió no morir en ella. Si quieren acusarme, traigan pruebas. Si quieren calumniarme, sepan: no tendrán mi rendición.
El vídeo se viralizó en horas. No era un ataque calculado, era verdad cruda. Y la verdad, percibí, tenía más fuerza que cualquier discurso ensayado.
Al final del día, volvimos al hotel exhaustos. Mi cuerpo pedía descanso, pero mi corazón aún corría. Gael me jaló hacia el cuarto, cerró la puerta, y por un instante dejó que toda la armadura cayera.
—Hoy casi te perdí por el miedo —confesó, apoyando la frente en la mía—. Y no voy a permitir eso de nuevo.
—Yo también tuve miedo de perderte —admití, las lágrimas finalmente escurriendo—. No de muerte… sino de verte apagarte por dentro, como vi en la otra vida.
Él me sujetó fuerte, como quien se ancla.
—No. Ahora somos dos. No hay espacio para apagar.
El beso que siguió no fue solo pasión; fue supervivencia. Una petición y una promesa al mismo tiempo. Nuestros cuerpos se encontraron con la urgencia de quien entiende que el tiempo puede ser demasiado corto. Cada gesto era un “aún estamos aquí”, cada suspiro, un “no vamos a ceder”.
Acostados después, respiré contra su pecho y oí su corazón latir firme.
—Gael… —llamé, somnolienta—. ¿Te has dado cuenta de que ya hemos vencido la mitad de la guerra solo por estar juntos?
Él rió bajo, acariciando mi cabello.
—Me he dado cuenta. Pero quiero vencerla entera, para poder vivir contigo sin trincheras.
Cerré los ojos, guardando aquella frase como quien guarda un tesoro.
A la mañana siguiente, los titulares estampaban: “Justicia suspende orden contra patriarca Soares”. La victoria era nuestra, pero el sabor era agridulce. Domenico y Adrian no pararían ahí. Estaban acorralados, y los animales acorralados siempre atacan más ferozmente.
Miré por la ventana, viendo la ciudad despertar. El futuro aún era incierto, pero dentro de mí había una certeza nueva:
Nosotros dos no éramos solo supervivientes. Éramos herederos de una historia que recomenzaba.