Morir a los 23 años no estaba en sus planes.
Renacer… mucho menos.
Traicionada por el hombre que decía amarla y por la amiga que juró protegerla, Lin Yuwei perdió todo lo que era suyo.
Pero cuando abrió los ojos otra vez, descubrió que el destino le había dado una segunda oportunidad.
Esta vez no será ingenua.
Esta vez no caerá en sus trampas.
Y esta vez, usará todo el poder del único hombre que siempre estuvo a su lado: su tío adoptivo.
Frío. Peligroso. Celoso hasta la locura.
El único que la amó en silencio… y que ahora está dispuesto a convertirse en el arma de su venganza.
Entre secretos, engaños y un deseo prohibido que late más fuerte que el odio, Yuwei aprenderá que la venganza puede ser dulce…
Y que el amor oscuro de un hombre obsesivo puede ser lo único que la salve.
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Capitulo 24: Dolor en carne
El sótano nunca había sido un lugar secreto.
Dentro de la empresa militar de Lian, aquel espacio tenía un propósito claro: era una sala de retención psicológica, un cuarto sin estímulos, usado para miembros indisciplinados o para quebrar a infiltrados sin necesidad de violencia física.
Una habitación fría, insonorizada, diseñada para hacerle perder el norte a cualquiera.
Xiang estaba sentado frente a la lámpara colgante, atado a la silla, respirando rápido, con los ojos dilatados. Llevaba apenas un par de horas allí, pero el silencio era tan aplastante que le parecía que habían pasado días.
La puerta se abrió sin ruido.
Lian entró, pero no se acercó de inmediato.
Se mantuvo junto al umbral, con las manos en los bolsillos, observándolo como si estudiara un problema matemático. No había rabia visible, no había impulso de golpearlo ni de gritarle. La calma de Lian era, como siempre, más aterradora que cualquier amenaza física.
Xiang tragó saliva con dificultad.
—¿Qué… qué vas a hacerme? —preguntó, intentando mantener la voz firme, sin lograrlo.
Lian se detuvo frente a él, observándolo en silencio.
Xiang tragó saliva.
—L-Lian… por favor… yo… yo ya entendí. Te lo juro, hermano, yo—
—No eres mi hermano. —La frase cayó como una losa de cemento.
Xiang cerró la boca de golpe.
Lian se inclinó hasta quedar a la altura de su rostro, analizando cada reacción, cada tic nervioso, como si fuera un experimento que ya conocía de memoria.
—Dijiste que querías verme suplicar —murmuró, sin emoción—. Dijiste que querías verme perder la cabeza, ¿no es así?
Xiang tembló. La respiración le falló.
—Estaba enojado, Lian… no sabía lo que decía, solo—
Xiang abrió la boca para responder, pero la voz se le quebró antes de que el sonido saliera.
—¿No vas a… matarme? —preguntó.
Lian soltó una pequeña risa seca, apenas un suspiro.
—Matarte sería demasiado fácil. Un regalo, incluso.
Se enderezó, ajustó los puños de su camisa.
—Tú no mereces una salida fácil.
Xiang sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—Entonces… ¿qué vas a hacer?
—Tú tocaste a mi mujer —dijo Lian, seco—. Así que vas a aprender exactamente qué significa tocar lo que no debes.
Abrió la caja con calma.
Xiang intentó apartarse, pero la silla estaba fijada al suelo. La impotencia lo hizo temblar aún más.
Lian sacó un objeto pequeño, negro, con dos cables cortos y un interruptor. Era un dispositivo militar de entrenamiento, uno diseñado para pruebas de resistencia, no para castigos comunes. No dejaba marcas. Pero era capaz de reducir a un soldado entrenado al límite del colapso si se usaba sin medida.
Xiang abrió los ojos con horror.
—No… no, Lian, ¡por favor! Eso… eso es ilegal fuera de entrenamiento, ¿me oyes? ¡No puedes—!
Lian conectó el primer cable al sensor de pulso que colocó en el cuello de Xiang.
—Tranquilo —susurró—. No voy a usarte como a un soldado.
Sus dedos pasaron por el otro cable.
—Voy a usarte como al cobarde que eres.
Xiang empapado de sudor, movió la cabeza frenéticamente.
—¡No, no! ¡Lian, escúchame! ¡Escúchame, por favor! Yo no… yo no quería tocarla, fue un impulso, solo estaba—
—Probando mis límites —completó él, encendiendo el dispositivo—. Y descubriste que no tengo ninguno.
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El ambiente en el Hospital Central Zhao se había vuelto sofocante. La familia estaba reunida en el área privada de pacientes VIP, un pasillo silencioso, decorado con mármol blanco y lámparas demasiado elegantes para la tensión que se respiraba.
La madre de Xiang lloraba sin control, desfigurada por el llanto. Tenía los hombros temblorosos y el maquillaje corrido, aferrada a un pañuelo arrugado mientras repetía una y otra vez el nombre de su hijo como si eso pudiera traerlo de vuelta.
—¡¿Cómo que desapareció?! —sollozó, mirando al doctor con desesperación—. ¡Usted mismo lo atendió! ¡¿Cómo puede desaparecer un paciente de una habitación privada en un hospital familiar?!
El doctor estaba pálido, sudando, las manos juntas delante del cuerpo como si intentara protegerse de la tormenta.
—S-señora… la seguridad revisó las cámaras. El sistema tuvo fallas durante la madrugada. No sabemos… no sabemos qué pasó. Pero estamos buscando en todo el edificio.
—¡Buscar qué! ¡Buscar qué! ¡Mi hijo estaba conectado a un suero, no podía ni caminar! —gritó ella, sacudiendo la cabeza—. ¡Cómo va a irse solo!
Ren, apoyado en la pared, trataba de mantener la calma. Estaba serio, tenso, pero su voz sonó más controlada que la de todos los presentes.
Se acercó a su madre y le tomó los hombros.
—Mamá, cálmate. —Habló bajo, firme—. No te va a servir enloquecer ahora.
—¡Es mi hijo! —chilló ella, empujándolo levemente—. ¡Mi bebé! ¡Ren, haz algo! ¡Tú siempre resuelves todo!
Ren cerró los ojos un momento, respirando hondo para no perder la paciencia. Después miró al doctor.
—¿Qué dijo exactamente el personal? —preguntó con ese tono frío que usaba cuando empezaba a sospechar cosas que no quería admitir.
El doctor tragó saliva.
—Los guardias no vieron a nadie entrar o salir… pero la cama estaba vacía cuando hicieron la ronda. No hubo cámaras en ese intervalo.
—¿Y qué hay del personal que estaba de turno? —Ren lo miraba sin parpadear.
—Les tomamos declaración. Uno de ellos asegura haber visto a un par de técnicos del hospital moviéndose por el pasillo durante la noche… pero no están registrados en el sistema. No sabemos si era personal real o impostores.
La madre de Xiang dejó escapar un grito más.
—¡Dios mío… se lo llevaron! ¡Alguien se lo llevó! ¡Ren, haz algo! ¿Quién haría esto?
En ese momento, el padre de Lian apareció desde la otra esquina del pasillo.
Su expresión era un huracán.
Caminaba de un lado a otro, con el ceño fruncido y las manos entrelazadas tras la espalda, como un animal acorralado.
No gritaba, pero su silencio era más violento que cualquier grito.
—¿Cómo pudo pasar esto en mi hospital? —repitió mientras avanzaba—. ¿Quién se atrevería a secuestrar a un Zhao dentro de nuestras instalaciones? ¡Aquí! ¡Bajo mi propio techo!
El doctor se encogió.
Ren apretó la mandíbula.
—Revisen las entradas secundarias. Revisen los sótanos. Revisen las cámaras de la calle. Y llamen a Seguridad de la familia —ordenó el padre, sin mirar a nadie en particular—. No quiero volver a escuchar la palabra “desapareció”. Encuéntrenlo.
La madre seguía llorando, aferrada a la camilla vacía donde Xiang había estado horas antes.
Ren se acercó a ella nuevamente y la sostuvo por los hombros.
—Mamá, te prometo que lo encontraremos —dijo con dureza contenida.
Pero incluso él sabía que algo estaba mal.
Muy mal.
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Las semanas que Xiang pasó en el sótano no tuvieron un solo día de descanso. No hubo puñetazos ni heridas abiertas, pero el dolor fue peor que cualquier golpe. Lian no necesitó levantar la voz ni perder el control; bastó con la disciplina fría que había aprendido durante años de entrenamiento militar, la misma que sabía exactamente cuánto dolor era suficiente para quebrar a un hombre sin matarlo.
Los electrodos eran pequeños, del tamaño de una moneda, colocados en puntos estratégicos del torso y las piernas, lo bastante lejos de órganos vitales, lo bastante cerca de los nervios para que la descarga fuera insoportable. Cada sesión duraba horas que parecían eternos y nunca caía en el exceso: un dolor que quemaba las entrañas, controlado, metódico. A veces Xiang gritaba hasta quedarse sin voz; otros días simplemente se desmayaba antes de que la corriente llegara al segundo ciclo.
El agua helada era constante. No para matarlo, sino para mantener el cuerpo frágil, agotado, siempre al límite. Cada vez que recuperaba el conocimiento, el frío lo hacía temblar de nuevo, un temblor que nunca lo dejaba dormir por completo. Las heridas iniciales de la pelea —las costillas moreteadas, la cara hinchada, los músculos tensos— nunca terminaron de sanar bajo la humedad permanente.
Lian no hablaba con él. Solo aparecía cuando era necesario ajustar algo, revisar su estado o cambiar el ritmo del castigo. Caminaba alrededor de Xiang sin emoción, sin apuro, con la misma calma que usaría para revisar un informe. La frialdad de su mirada era más cortante que cualquier golpe.
Cuando llegó el último día, Xiang ya no tenía fuerzas para gritar. Apenas podía mantener los ojos abiertos. Intentó hablar, pero la voz era un murmullo irreconocible.
Lian lo observó desde la entrada del sótano, evaluando el estado general del muchacho con una indiferencia que helaba el aire. No había ira, no había satisfacción, no había culpa. Solo una determinación silenciosa. Se acercó despacio, tomó una herramienta médica reforzada —no filosa, no sangrienta, diseñada para procedimientos ortopédicos y correcciones de huesos— y la colocó en el punto exacto donde la presión sería devastadora sin comprometer órganos.
Xiang alcanzó a entender lo que iba a pasar. Intentó mover la cabeza, pero el cuerpo no le respondió. Apenas logró exhalar un “no” rasposo, casi infantil.
Lian no lo miró a los ojos cuando aplicó la presión final.
Fue rápido.
Preciso.
Irreversible.
El sonido no fue fuerte, pero Xiang lo sintió en cada fibra del cuerpo antes de perder la conciencia de inmediato.
El castigo había terminado.
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Al amanecer del día siguiente, una camioneta negra se detuvo frente a la entrada trasera del Hospital Zhao. Dos hombres bajaron, abrieron la puerta y dejaron el cuerpo inconsciente de Xiang en la acera. Solo lo depositaron como si fuera una bolsa de basura.
Cuando regresaron al vehículo, Lian iba sentado en el asiento trasero. Llevaba la camisa remangada, las manos limpias y un cigarrillo encendido entre los labios. Miraba por la ventanilla sin expresión, el humo escapando por la comisura de su boca mientras seguía con los ojos la silueta de su hermano tirado frente al hospital.
—Es suficiente —dijo finalmente, con voz baja.
Los hombres asintieron y arrancaron.
El auto avanzó por la calle silenciosa, mientras detrás de ellos, en la entrada del hospital, Xiang seguía inconsciente bajo la luz fría de la mañana, sin saber todavía que la vida que conocía había terminado para siempre.
Lian no lo mató.
Pero se aseguró de que nunca volviera a caminar, ni a acercarse a Yuwei, ni a olvidar quién era el demonio con el que decidió jugar.
Con el cigarrillo entre los dedos, dejó escapar otra columna de humo y cerró los ojos un segundo, cansado.