Issabelle Mancini, heredera de una poderosa familia italiana, muere sola y traicionada por el hombre que amó. Pero el destino le da una segunda oportunidad: despierta en el pasado, justo después de su boda. Esta vez, no será la esposa sumisa y olvidada. Convertida en una estratega implacable, Issabelle se propone cambiar su historia, construir su propio imperio y vengar cada lágrima derramada. Sin embargo, mientras conquista el mundo que antes la aplastó, descubrirá que su mayor batalla no será contra su esposo… sino contra la mujer que una vez fue.
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CAPÍTULO 16. Diferencia de clases.
Capítulo 16
Diferencia de clases.
El Maserati avanzaba por la avenida arbolada que conducía a la mansión Lombardi. El silencio en el interior del vehículo no era incómodo, pero sí denso. Como si cada palabra no dicha pesara más que las que sí se atrevían a pronunciar.
Giordanno tenía una mano en el volante y la otra descansando en la palanca de cambios, los dedos tamborileando con una paciencia medida.
Issabelle, sentada a su lado, mantenía la vista fija en el camino, aunque la inquietud le tensaba los hombros. No había podido sacarse de la cabeza el comentario de Gabrielle esa mañana, cuando la vio salir con Giordanno: “Van a causar un terremoto social, querida. Tengan cuidado con las réplicas”.
—¿Estás tensa? —preguntó Giordanno sin mirarla, con una media sonrisa divertida.
—¿Yo? Para nada —respondió ella, con una mueca que traicionaba su tono.
—Relájate, dolcezza. No permitiré que nadie te toque ni con la mirada —añadió él, sin dejar de observar la carretera—. Bueno… casi nadie.
Issabelle se cruzó de brazos, incómoda.
—¿Casi nadie? —preguntó alzando una ceja.
—Sí, es que estaba hablando por todos... pero no por mí —soltó una leve sonrisa.
El celular de Giordanno sonó, su rostro cambió de inmediato.
—¿Problemas en casa? —preguntó Issabelle con curiosidad.
—Eso parece —respondió él con un suspiro apenas disimulado—. Gabrielle me escribió. Dice que Lucrecia llegó esta madrugada de su viaje a Florencia.
—Deberías estar feliz, es tu madre —murmuró ella—. Aunque... me preocupa que haya regresado al ver el escándalo nacional que acabamos de protagonizar.
Giordanno soltó una risa breve.
—Lo dices tan fácil porque no sabes de lo que esa mujer es capaz.
Cuando el vehículo se detuvo frente al portón principal, Gabrielle ya los esperaba en la entrada.
Llevaba un traje oscuro y sostenía una copa de vino en su mano. El cabello perfectamente peinado hacia atrás, y su expresión era un cóctel de ironía, teatralidad y diversión contenida.
—¡Buongiorno, tortolitos! —canturreó, bajando los escalones con una gracia desbordante—. ¿Disfrutaron su escapada romántica? Espero que sí, porque lo que les espera ahora es menos “Luna de miel en Toscana” y más “Juego de Tronos: la versión suegra”.
Issabelle soltó una risa nerviosa. Giordanno bajó del coche con el ceño fruncido.
—Gabrielle, no empieces —advirtió, dándole la vuelta al vehículo para abrirle la puerta a Issabelle—. Si no quieres perder tu empleo, conserva tu lengua por dentro de tus dientes.
—¿Yo? ¿Empezar qué? —preguntó con una mano en el pecho, falsamente ofendido.
Giordanno caminó a pasos firmes hacia el vestíbulo. Dejando a Issabelle en compañía de su asistente.
Issabelle salió del coche, sintiendo la brisa suave que acariciaba su rostro.
—¿Es tan… mala como dicen? —le preguntó a Gabrielle cuando Giordanno ya estaba varios pasos adelante, abriendo la pesada puerta doble del vestíbulo.
Gabrielle entrecerró los ojos con gesto dramático, como si calculara el nivel de maldad.
—¿La señora Lucrecia? Cariño mío, imagina a la bruja de Blancanieves con las finanzas de Wall Street y el juicio moral de una abuela católica napolitana.
Issabelle palideció.
—Eso no me tranquiliza.
—No estaba intentando hacerlo —respondió él con una sonrisa traviesa—. Solo podría decirte que tú puedes con eso. Has enfrentado cosas peores que una aristócrata italiana menopáusica.
—Tus palabras de aliento son tan reconfortantes —dijo ella, rodando los ojos.
Al entrar en la mansión, el ambiente cambió de inmediato.
Las flores estaban recién cambiadas, un leve aroma a rosas y almizcle flotaba en el aire, anunciando la presencia de Lucrecia sin necesidad de verla.
Giordanno se adelantó, el paso más firme que nunca. Casi se notaba la tensión en la línea de su espalda. Issabelle lo siguió, con Gabrielle pegado a su lado como una sombra.
—¿Tienes un plan? —susurró ella.
—Sí —respondió Gabrielle sin mirar atrás—. Sobrevivir.
La sala principal era amplia, con techos altos, cortinas de terciopelo verde botella y una chimenea encendida a pesar del clima templado. Y en el centro, de pie como si fuera la anfitriona de un imperio ancestral, estaba Lucrecia Lombardi.
Su cabello blanco platino perfectamente peinado, caía en ondas suaves sobre los hombros. Llevaba un traje de pantalón blanco, inmaculado, y joyas discretas pero visiblemente costosas. Su porte no necesitaba presentaciones: era Lucrecia. Y lo sabía.
Cuando sus ojos azules se posaron en Issabelle, el tiempo pareció suspenderse por un segundo.
Issabelle respiró hondo.
—Señora Lombardi, es un placer conocerla —dijo, extendiendo su mano ante ella y haciendo una leve reverencia.
Giordanno frunció el ceño, esperando el estallido de Lucrecia. Mientras que Gabrielle cruzó los dedos discretamente detrás de la espalda.
Pero entonces, sucedió lo inesperado.
—¡Finalmente! —exclamó Lucrecia, acercándose a Issabelle con pasos decididos—. Alguien con dignidad, presencia y modales. ¡Pensé que mi hijo jamás llevaría a casa a una mujer que supiera presentarse!
Y sin más, la abrazó.
Issabelle quedó rígida, sin saber si levantar los brazos o salir corriendo.
Giordanno parpadeó, estupefacto.
—¿Lucrecia?
—¡Silencio! —espetó Lucrecia, sin dejar de sostener a Issabelle—. No arruines este momento.
Gabrielle tragó la carcajada, mirando el espectáculo con deleite.
—¡Esto es mejor que la ópera en Verona! —murmuró.
Lucrecia soltó a Issabelle, le sostuvo los hombros y la examinó con atención.
—Ojos inteligentes, buena postura, un tono de piel que no depende del maquillaje… y no lleva ese perfume vulgar de las modelos de Vogue. ¡Brava, ragazza!
Issabelle solo pudo asentir, nerviosa.
—Gracias… señora.
—Llámame Lucrecia. O madre, si deseas escandalizar a los demás.
Issabelle por fin sonrió, aunque avergonzada por lo que significaban esas palabras.
Subió a la habitación de huéspedes a buscar a Sofía. Cerró la puerta detrás de sí y se apoyó contra ella, tratando de procesar lo ocurrido.
Cerró sus ojos con fuerza y entonces volvió a aquella tarde lejana… la primera vez que conoció a la familia de Enzo.
La casa de los Milani no tenía la grandiosidad de los Lombardi, pero sí el aire altivo de quienes se creían de sangre azul.
Issabelle llevaba un vestido claro y sencillo, su cabello recogido en un moño bajo.
Estaba nerviosa, pero esperanzada.
Enzo la había mirado esa mañana peor que a un mendigo. Le hizo saber lo avergonzado que se sentía al tener que presentarla como su prometida ante su abuela, vistiendo esos andrajos.
Apenas cruzó el umbral del salón, Beatrice Milani la escaneó con ojos fríos.
Sentada en su butaca de terciopelo, con un chal de seda sobre los hombros y una taza de porcelana en las manos, parecía una reina examinando a una plebeya.
—Así que tú eres la muchacha —dijo, sin levantarse—. Qué… interesante elección.
Issabelle forzó una sonrisa.
—Es un honor conocerla, señora Beatrice.
La doña ladeó la cabeza.
—Hablas bien. Aunque tienes un acento peculiar. ¿De qué parte de Italia son tus parientes, querida?
—Mi familia es de Sicilia y parte de Umbría —respondió ella, aún sonriendo.
—Ah… campesinos —murmuró Beatrice, sorbiendo su té—. El campo da mujeres fuertes. A veces toscas, pero… útiles.
Nadie en la sala reaccionó. Enzo le apretó la mano por debajo de la mesa, pero no dijo nada. Y en ese momento, Issabelle entendió que no la veían como una futura Milani, sino como una intrusa con modales prestados.
El recuerdo se desvaneció lentamente, dejando una punzada amarga.