En 1957, en Buenos Aires, una explosión en una fábrica liberó una sustancia que contaminó el aire.
Aquello no solo envenenó la ciudad, sino que comenzó a transformar a los seres humanos en monstruos.
Los que sobrevivieron descubrieron un patrón: primero venía la fiebre, luego la falta de aire, los delirios, el dolor interno inexplicable, y después un estado helado, como si el cuerpo hubiera muerto. El último paso era el más cruel: un dolor físico insoportable al terminar de convertirse en aquello que ya no era humano.
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Capítulo 24: Camino a la Incertidumbre
El amanecer llegó con un cielo gris, presagio de que la jornada sería difícil. El grupo, ahora más numeroso con los recién incorporados, avanzaba por un sendero rodeado de árboles secos y maleza espesa. Cada crujido bajo sus pies los mantenía alertas; Tania caminaba al frente, con la mirada fija, recordando que la seguridad era relativa y que cualquier distracción podía costarles la vida.
Juan sujetaba la mano de Carmen, asegurándose de que no se quedara atrás. La niña, aunque más madura que antes, seguía mostrando miedo ante los sonidos del bosque. Los nuevos aliados del grupo, aunque útiles, eran aún desconocidos; sus miradas se cruzaban con cautela, evaluando a Tania y a Juan, midiendo si eran dignos de confianza.
—No podemos relajarnos —susurró Tania—. Hay más de lo que vemos.
Los sobrevivientes continuaron su marcha, avanzando hacia un claro que, según los rumores, podría ofrecer un lugar seguro para descansar. Pero al llegar, encontraron señales recientes de otros humanos: huellas de botas, restos de fogatas aún calientes y marcas de armas en los árboles. La tensión se disparó. Tania comprendió que no estaban solos, y que lo que venía podría ser mucho más peligroso que los infectados.
—Parece que no somos los únicos que buscamos el asentamiento —dijo uno de los nuevos aliados, con voz grave—. Y no todos vienen en son de paz.
Durante la tarde, mientras buscaban agua en un arroyo cercano, el grupo escuchó voces a lo lejos. Al acercarse, descubrieron a un grupo armado que bloqueaba el camino. No eran infectados, sino humanos, y sus intenciones eran claramente hostiles. Tania y Juan se miraron; cada decisión tomada a partir de ese momento podría decidir quién viviría y quién no.
—¡Deténganse! —gritó el líder del grupo armado—. Este territorio es nuestro. Nadie pasa sin pagar un precio.
Tania respiró hondo y dio un paso adelante.
—No buscamos conflicto. Solo necesitamos avanzar. Les prometo que no haremos daño.
El hombre la observó con desconfianza. Su mirada evaluaba la fuerza del grupo, la determinación en los ojos de Tania y la presencia de Carmen. Finalmente, asintió con una advertencia.
—Pueden seguir… por ahora. Pero si los vemos otra vez, no habrá advertencia.
El grupo continuó, con la adrenalina aún corriendo por sus venas. Cada paso estaba cargado de cuidado, cada mirada alerta a posibles emboscadas. Carmen se mantenía cerca de Juan, abrazando su muñeca como un recordatorio de seguridad.
Al caer la noche, acamparon en un viejo granero, protegido por paredes sólidas pero con entradas vigiladas por Tania y los aliados más fuertes. La conversación giró en torno a estrategias y posibles enemigos. Tania anotó cada detalle en su cuaderno: rutas, señales de otros grupos humanos y advertencias sobre emboscadas.
—Lo peor aún no ha llegado —murmuró Tania a Juan mientras revisaban el perímetro—. Pero cada paso nos acerca al asentamiento y, con él, a la esperanza.
El fuego del campamento iluminaba sus rostros cansados, y la noche avanzaba con la certeza de que la verdadera prueba estaba por comenzar.