Cuando Aiden despierta en una cama de hospital sin recordar quién es, lo único que le dicen es que ha vuelto a su hogar: una isla remota, un padre que apenas reconoce, una vida que no siente como suya. Su memoria está en blanco, pero su cuerpo guarda una verdad que nadie quiere que recuerde.
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Sombras en movimiento
El motor del auto rugía con un eco ronco que se perdía en la carretera de tierra húmeda.
Las luces delanteras apenas iluminaban unos metros del camino, tragadas por la espesura de la madrugada.
Dentro, el aire era denso, cargado de olor a gasolina y a sudor.
Thomas conducía con los ojos clavados al frente, rígido, como si cada giro del volante fuera un acto de furia contenida.
Aiden permanecía en el asiento trasero, con las manos apretadas sobre sus rodillas.
El golpe en la mejilla todavía le ardía, pero lo que lo mantenía despierto era otra cosa: aquel grito, aquel nombre que había estallado en la noche como un trueno.
“¡Aiden!”
El eco seguía vibrando en su cabeza.
No conocía la voz, no conocía al hombre que la pronunció, pero algo en su cuerpo la reconoció antes que su mente.
Su pecho se contrajo, y un temblor lo recorrió como si hubiese estado a punto de recordar algo… y lo hubiese perdido en el último segundo.
—Olvida lo que viste— la voz de Thomas lo sacó de sus pensamientos.
Sonaba grave, firme, como si estuviera dando una orden inapelable.
Aiden levantó la vista, inseguro.
—¿Quién era ese hombre?— preguntó, apenas un murmullo.
El rostro de Thomas se endureció aún más bajo el reflejo del tablero.
—Un extraño.
—Un loco que quiere hacerte daño. Te llenará la cabeza de mentiras si lo escuchas. Por eso nos vamos.
Aiden bajó la mirada, pero el temblor en su pecho no se calmaba.
Ese grito no había sonado como amenaza, sino como súplica.
En el suelo húmedo, Leo se incorporaba con dificultad.
La sangre seca se le pegaba a la comisura de los labios, y el cuerpo le dolía como si hubiera sido arrojado contra piedras. La linterna, rota a un lado del camino, apenas parpadeaba.
Se llevó una mano al pecho, jadeando.
Había estado tan cerca.
Aiden había estado allí, a unos pasos de él.
Sus ojos se habían encontrado, y aunque no hubo reconocimiento, sí hubo algo: una sacudida, un temblor compartido.
No era imaginación. Aiden lo había sentido.
Con un gruñido de dolor y rabia, Leo se puso de pie.
—No voy a perderte otra vez…— murmuró, como una promesa lanzada al vacío.
El auto avanzaba por la carretera desierta. Las ramas de los árboles rozaban el techo como uñas, dejando un ruido metálico que hacía eco en el silencio.
Aiden se atrevió a levantar la voz otra vez:
—No me estás diciendo la verdad. —La frase salió quebrada, casi infantil, pero era todo lo que podía sostenerse.
Thomas golpeó el volante con la palma de la mano, un golpe seco que lo hizo saltar en el asiento.
—¡Cállate!— escupió, con los dientes apretados—
Ese hombre quiere apartarte de mí, robarte, hacerte creer que eres alguien que no eres.
Aiden apretó los labios, con un nudo en la garganta.
No entendía nada, pero las palabras de su padre sonaban demasiado desesperadas, como si temiera perder algo que en realidad nunca le perteneció.
En el pueblo, Leo caminaba tambaleante por las calles empedradas.
El silencio de las casas cerradas lo oprimía: persianas bajas, luces apagadas, como si todos fingieran dormir.
Se sentía observado, vigilado, incluso en la ausencia.
Se detuvo en el muelle, respirando el aire salado.
El mar se agitaba bajo la luz temblorosa de la luna. Cerró los ojos, intentando calmar el latido frenético en sus sienes.
Recordó el rostro de Aiden en la ventana del auto: pálido, confundido, perdido.
Y esa mirada… esa mirada que no lo reconocía, pero que aún así se quedó fija en él, como si un vínculo invisible intentara tensarse de nuevo.
—Te sacaré de aquí— juró entre dientes, mirando al horizonte.
—Aunque tenga que derrumbar esta isla piedra por piedra.
Aiden se dejó caer contra el respaldo, agotado.
La vibración del motor lo adormecía, pero cada vez que cerraba los ojos, veía el rostro de aquel hombre.
Había algo en su mirada, en la forma en que gritó su nombre, que le arrancaba una punzada en el pecho.
De pronto, un destello fugaz: una sensación, no una imagen clara, lo atravesó como un rayo.
El calor de unas manos entrelazadas con las suyas, la risa de alguien en una tarde luminosa.
No logró verlo con nitidez, pero el eco de esa sensación lo hizo abrir los ojos con un jadeo.
“¿Quién eres…?” se preguntó en silencio, sin atreverse a decirlo en voz alta.
Thomas lo observó de reojo por el retrovisor, notando el temblor en su mirada.
—No dejes que te confunda —dijo, con un tono bajo pero envenenado—. Tú eres mi hijo. Eres lo único que me queda. Nadie más te quiere.
Aiden tragó saliva, la confusión ahogándolo más que el miedo.
En el pueblo, Leo golpeaba una puerta tras otra, buscando algún rastro.
Nadie respondía.
Nadie quería hablar.
Pero los ojos curiosos entre cortinas cerradas le confirmaban lo que ya intuía: todos sabían algo.
Finalmente, exhausto, se dejó caer en un banco de madera frente a la plaza.
La linterna rota colgaba aún de su mano. Se cubrió el rostro con la palma, el pecho ardiendo de impotencia.
Pero en medio de la desesperación, algo se encendió dentro de él: una llama de obstinación.
No estaba dispuesto a ceder.
Había perdido demasiado, había esperado demasiado.
Ahora que lo había visto, no iba a permitir que el destino lo arrancara de nuevo.
Alzó la cabeza y fijó la vista en el camino que llevaba hacia el interior de la isla.
Aunque el silencio del pueblo le cerraba puertas, aunque la violencia de Thomas lo había derribado, su convicción era más fuerte.
—Voy a encontrarte, Aiden. Aunque tenga que sangrar hasta el último aliento.
El auto continuaba su trayecto, perdiéndose en carreteras cada vez más oscuras.
El horizonte se volvía más denso, más lejano.
Aiden apoyó la frente en el cristal de la ventana, mirando los árboles pasar como sombras interminables.
El nombre seguía latiendo en su mente, como un tambor sordo.
Aiden.
No como su padre lo decía, cargado de control y reproche, sino como lo gritó aquel extraño, con un amor que aún no lograba entender.
Cerró los ojos, y un pensamiento se le escapó antes de poder frenarlo:
Quiero volver a escuchar esa voz.
El auto se alejó, tragado por la negrura del bosque, mientras en el muelle, a kilómetros de distancia, Leo se alzaba como una sombra contra la luna, dispuesto a no rendirse.