MATE

Andrew me miró con una intensidad que me hizo sentir como si el aire se hubiera detenido en la habitación.

—Esta vez no traje flores ni comida —dijo, metiendo una mano en el bolsillo interior de su chaqueta—. Pero traje algo más.

Alzó una pequeña caja negra, elegante, como esas que ves en las joyerías caras en el centro de la ciudad. Mi corazón dio un brinco al verlo acercarse con aquella mirada decidida. Se paró frente a mí y abrió la caja lentamente.

Dentro había un collar precioso, dorado, con un dije en forma de luna y la silueta de un lobo bajo ella. Algunos diamantes pequeños adornaban la pieza, haciéndola brillar sutilmente bajo la luz.

Lo miré, sorprendida. Era hermoso, pero… demasiado.

—Andrew, yo… no puedo aceptar esto. —Mi voz sonó firme, aunque por dentro estaba en conflicto. El collar, a pesar de su diseño sencillo, emanaba lujo. No era algo que alguien como yo pudiera aceptar así como así.

Él negó con la cabeza, con una sonrisa que parecía estar llena de paciencia…

—Quiero que lo tengas, Emma. Si no lo aceptas, lo dejaré tirado en el camino para que alguien más lo encuentre. —Su tono era calmado, pero su determinación era inquebrantable.

Gruñí, frustrada. Sabía que estaba siendo terco, pero también sabía que si él decía algo, lo cumpliría.

—Está bien —murmuré finalmente, cruzándome de brazos—. Pero no creas que estoy feliz con esto.

Andrew esbozó una sonrisa triunfante.

—Date la vuelta —pidió suavemente.

Rodé los ojos, pero obedecí. Aparté mi cabello hacia un lado, dejando al descubierto mi cuello. Sentí el roce de sus dedos al abrochar el collar, y mi piel se estremeció involuntariamente.

Y entonces, lo escuché. Su voz baja, como un murmullo cargado de calidez, resonó junto a mi oído.

—Te queda perfecto. Como si estuviera hecho solo para ti. Porque lo está. —Su aliento caliente acarició mi piel, y mis rodillas amenazaron con flaquear.

Antes de que pudiera responder, sentí el toque suave de sus labios en mi cuello. Primero fue un beso ligero, casi casto, pero pronto se convirtieron en pequeños recorridos que me hicieron cerrar los ojos. El calor subió por mi cuerpo como un incendio, y el latido de mi corazón se aceleró al punto de doler.

Cuando finalmente se apartó, dejó escapar un gruñido bajo, como si le costara despegarse. Yo permanecí allí, con la respiración agitada, alegre, molesta, confundida y… maldita sea, excitada. Mis manos se aferraron al borde de la mesa frente a mí mientras intentaba reunir los fragmentos de mi autocontrol.

Andrew se paró detrás de mí, satisfecho consigo mismo, mientras yo intentaba procesar lo que acababa de pasar. Acaricié el collar con la yema de los dedos, sintiendo el frío del metal y el peso del regalo, un contraste absoluto con el calor que él había dejado en mi piel.

—Gracias —murmuré finalmente, apenas capaz de encontrar mi voz.

Él solo sonrió, pero esa sonrisa decía más de lo que yo estaba lista para enfrentar.

Andrew aspiró profundamente y cerró los ojos por un segundo, como si estuviera disfrutando del aroma que llenaba la cocina.

—Huele delicioso.

Su voz era grave, acariciando el aire como si con esas simples palabras pudiera desarmarme. Me quedé quieta, apenas consciente de que mis dedos seguían jugando con el dije que acababa de ponerme.

Afortunadamente, había apagado el fogón minutos antes, porque ahora mismo no era capaz de pensar con claridad.

Entonces, lo vi hacerlo. Andrew llevó sus manos a las mangas de su camisa y empezó a enrollarlas lentamente, revelando sus antebrazos.

Brazos gruesos, venosos, marcados con esa mezcla perfecta entre fuerza y elegancia que lo hacía ver como una obra de arte viviente.

El aire se me atascó en los pulmones.

Ese fue mi punto de quiebre.

El hombre no podía simplemente aparecer en mi puerta como si fuera un maldito dios griego, traerme un collar que parecía sacado de una película romántica, susurrarme esas cosas al oído con esa voz cargada de intenciones, y luego actuar como si yo no tuviera una reacción.

¿Cómo se supone que iba a sobrevivir a esto?

Me quedé inmóvil, sintiendo cómo el calor subía por mi cuerpo otra vez, como si su sola presencia pudiera derretirme desde adentro. No era justo. Nada de esto era justo.

—¿Emma? —La voz de Andrew me sacó de mi aturdimiento, y al levantar la mirada, lo encontré observándome con esa media sonrisa que parecía saber exactamente el efecto que tenía en mí.

—¿Q–qué? —Mi voz salió más débil de lo que quería, y odié que mis pensamientos estuvieran tan desordenados.

—¿Todo bien? —preguntó, inclinando ligeramente la cabeza, sus ojos penetrantes, estudiándome como si pudiera ver más allá de mis palabras.

Tragué saliva, intentando recomponerme.

—Sí, claro. Perfectamente bien.

Pero no lo estaba. No había nada —perfectamente bien— en lo que estaba sucediendo dentro de mí.

Y lo peor de todo es que él parecía disfrutarlo.

Andrew volvió a inhalar profundamente, esta vez de una manera más marcada. Sus ojos brillaron de una forma que me hizo sentir expuesta, como si acabara de descubrir algo que yo ni siquiera había querido admitir.

Su mandíbula se tensó, y lo siguiente que escuché fue un gruñido bajo, gutural, un sonido casi animal que resonó en mi pecho y me dejó inmóvil.

—Emma… —su voz sonó grave, arrastrada, llena de algo que no podía identificar del todo, pero que me estremeció al instante. Dio un paso hacia mí, acortando la distancia entre nosotros, y yo retrocedí instintivamente, aunque no había dónde escapar.

Lo sentí inclinarse, su rostro peligrosamente cerca del mío mientras su aliento cálido acariciaba mi piel.

—Puedo olerte. —Sus palabras fueron un susurro, pero cargadas de una intensidad que hizo que mi corazón se detuviera un segundo antes de latir con fuerza.

—¿Q–qué? —Mi voz salió quebrada, apenas un hilo.

Andrew se inclinó aún más, su nariz casi rozando la curva de mi cuello mientras mi cuerpo entero se tensaba.

—Estás excitada. —Su tono era bajo, íntimo, cada palabra pronunciada con precisión y propósito.

—Quiero saber por qué estás así.

Sentí que el calor subía por mi rostro, extendiéndose como un incendio por todo mi cuerpo. No podía mentirle. Sabía que no podía. Él lo sabía. Cerré los ojos, incapaz de sostener su mirada por más tiempo.

—Es por ti —murmuré, apenas audible, deseando que la tierra me tragara en ese instante.