La cárcel más peligrosa no se mide en rejas ni barrotes, sino en sombras que susurran secretos. En un mundo donde nada es lo que parece, Bella Jackson está atrapada en una telaraña tejida por un hombre que todos conocen solo como “El Cuervo”.
Una figura oscura, implacable y marcada por un tormento que ni ella imagina.
Entre la verdad y la mentira, la sumisión y la venganza. Bella tendrá que caminar junto a su verdugo, desentrañando un misterio tan profundo como las alas negras que lo persiguen.
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XXIII. Amenaza.
Su padre, incrédulo y horrorizado, dio un paso hacia ella, tomándola del rostro entre sus manos con desesperación.
—¿Qué… qué estás diciendo, Bella? —preguntó, con la voz rota, incapaz de comprender.
Ella, conteniendo el llanto, volvió a repetirlo.
—Porque… lo amo.
El padre se acercó más, con los ojos chispeantes de preocupación, y le susurró con gentileza.
—No tengas miedo, hija. Si alguien intenta manipularte, no conseguirán nada. Estás a salvo.
William avanzó, su andar sereno, control absoluto en cada movimiento. Su voz, cargada de ironía contenida, resonó con calma.
—No sería capaz de hacer algo así, comisario.
El padre, presa de la ira y la incredulidad, levantó la mano y apuntó directamente a él con su arma, el pulso firme, temblando solo por la furia contenida.
William endureció sus facciones de inmediato, sin un ápice de miedo. La tensión era casi tangible. Su voz cargada de ironía cortaba el aire.
—¿Un comisario apuntando a un ciudadano? —dijo, con una sonrisa apenas perceptible—. Me pregunto… ¿dónde quedó su juramento de lealtad a la ley y a la patria?
Bella sintió un escalofrío recorrer su columna vertebral. La autoridad, el poder y la fría ironía de William se mezclaban en un aura que paralizaba incluso a los más valientes. Su padre tragó saliva, la ira mezclada con confusión, mientras la realidad de aquel hombre quedaba clara: no había intimidación que lo doblegara, ni amenaza que lo hiciera retroceder.
—Te equivocaste, maldito Cuervo —gruñó el padre, la voz cargada de furia—. Antes soy padre que policía, y si le has hecho daño, te juro que acabaré con tu vida con mis propias manos.
William, con una calma aterradora, guió lentamente la pistola hasta su pecho. Su mirada negra era un abismo que absorbía todo alrededor.
—Dispare… —dijo con un tono bajo, cortante y cargado de autoridad—. pero no olvide que las deudas no mueren con una bala.
El sonido metálico del arma al ser recargada retumbó en el silencio, seco y definitivo.
El comisario apretó la mandíbula, con los ojos encendidos de rabia.
—¿Deudas? —escupió con furia, apuntando directo al pecho de William—. ¿Qué puedo deberle yo a un criminal de tu calaña?
William ladeó la cabeza, la mirada clavada en el comisario, fría y calculadora.
—Dígame, comisario… ¿no va a disparar?
El comisario estaba dispuesto a disparar, el pulso firme, los labios apretados, listo para liberar todo su instinto de protección hacia su hija.
Bella, temblando, tomó con fuerza el brazo de su padre, suplicándole con los ojos y la voz entrecortada.
—¡Papá, no lo hagas! ¡William, no ha hecho nada!
El padre se giró, incrédulo, hacia ella, buscando respuestas en su mirada, la furia todavía latiendo en su pecho.
—¿William? —preguntó, la incredulidad marcando cada sílaba—. ¿Por qué lo llamas así? ¿Por qué lo defiendes?
William levantó apenas una ceja, con la seguridad y el desdén absoluto que lo caracterizaba, y respondió con un sarcasmo que helaba la sangre.
—¿Acaso, suegro, tiene problemas de oído? —dijo, su voz suave pero cargada de veneno—. ¿No le ha dicho su hija que me ama?
El padre quedó inmóvil, la pistola todavía temblando entre sus manos, mientras la incredulidad y el horror se apoderaban de él. Sus ojos, normalmente firmes y llenos de autoridad, se abrieron desmesuradamente, incapaces de procesar lo que acababa de escuchar. Su respiración se volvió agitada, entrecortada, y cada músculo de su cuerpo parecía congelado en un estado de shock absoluto, como si el tiempo se hubiera detenido a su alrededor.
Bella, temblando de pies a cabeza, apenas podía sostenerse. Con un esfuerzo titánico, se colocó junto a William, aferrándose a su mano. La firmeza de William contrastaba con su propio miedo; él permanecía sereno, oscuro, dominante.
El padre, rompiendo finalmente su parálisis, gritó con furia.
—¡Suéltalo, ahora mismo! ¡Aléjate de él, Bella!
Pero ella no lo hizo. Su mano permaneció firme entrelazada con la de William, y en ese instante, su padre, cegado por la mezcla de miedo y rabia, se apresuró a separarla a la fuerza de él, sin calcular que cada movimiento estaba cargado de tensión, peligro y desesperación.
Su padre, sacudido por la incredulidad y la rabia, retrocedió un paso, sus ojos clavados en los de su hija.
—No puedes… estar diciendo la verdad —gruñó, la voz temblorosa entre la furia y el desconcierto.
El comisario suavizó sus facciones, intentando controlarse.
—Mírame, Bella... –pidió, con voz suplicante.
Ella lo hizo, los ojos desbordados por las lágrimas.
El comisario no despegó la mirada de su hija, el sonido de su voz estaba acompañado de un dolor que se notaba en cada palabra.
—Mi niña nunca le ha mentido a su papá, jamás lo haría… Dime la verdad, hija —pidió.
Bella tragó saliva, su pecho subía y bajaba con fuerza, temblando de pies a cabeza. Reuniendo todo el valor que le quedaba, mantuvo la mirada y fijó sus ojos en los de su padre. La voz le tembló, pero cada palabra estaba cargada de convicción, de un intento desesperado por salvarlo.
—Lo quiero… —dijo, la voz apenas un susurro—. Y no quiero separarme de él.
El padre, incrédulo, dio un paso hacia ella, su instinto protector rompiendo cualquier raciocinio. Su mano se alzó, como si por primera vez en la vida estuviera dispuesto a tocarla con fuerza, a imponer su voluntad. Pero antes de que pudiera tocarla, su acción fue interrumpida.
Con un movimiento seguro, William agarró firmemente la muñeca del comisario, impidiendo que desatara su ira y golpeara a Bella.
—No permitiré que le pongas una mano encima a mi mujer —dijo William, con voz profunda, cargada de amenaza contenida y dominio absoluto—. Nadie… absolutamente nadie toca lo que me pertenece.
El comisario permaneció inmóvil, incapaz de reaccionar, mientras la incredulidad y la confusión lo consumían. Cegado por la furia y la impotencia, apretó los dientes con tanta fuerza que su mandíbula crujió.
—¿Quién diablos te crees que eres? —rugió, la voz quebrada por el odio—. Te juro que voy a hundirte. ¡Podrás esconderte, podrás disfrazar tus crímenes, pero no escaparás de esto! ¡Secuestraste a mi hija, y aunque no tenga pruebas de todo lo demás, de lo que le hiciste a ella… de eso no te librarás!
William, lejos de amedrentarse, dejó escapar una sonrisa lenta, venenosa, que se curvó en el borde de sus labios. Se giró hacia Bella con una calma insoportable, tomándola por la cintura con un gesto que era a la vez posesivo y desafiante, acercándola contra él.
Su voz descendió hasta un susurro helado, pero lo suficientemente fuerte como para que el comisario escuchara cada palabra.
—Muñequita… dime… ¿yo te he secuestrado?
El corazón de Bella latía desbocado, la garganta cerrada por el miedo y la presión de los dos hombres que la arrancaban en direcciones opuestas. Tragó saliva con dificultad, y con un hilo de voz apenas audible, respondió.
—No…
Los ojos del padre se abrieron con incredulidad, el pulso en su sien marcando la rabia contenida.
William inclinó apenas el rostro, sus labios rozando el oído de Bella, antes de alzar la voz de nuevo.
—¿Te he obligado a casarte conmigo?
Bella apretó los labios, conteniendo las lágrimas que amenazaban con traicionarla, y con un susurro quebrado, pero firme en su decisión, respondió.
—N-nadie me obligó...
El silencio que siguió fue mortal. La respiración del comisario se volvió un jadeo de furia impotente, mientras la confesión de su hija lo golpeaba como un martillo, hundiéndolo en una realidad que se negaba a aceptar. Respiraba agitadamente, con la mirada clavada en su hija, como si de su boca pudiera salir una explicación que le devolviera la paz. La voz se le quebró entre incredulidad y desesperación.
—¿Dónde lo conociste, Bella? —dijo, con un tono más suplicante que autoritario—. ¡Por Dios, hija, si tú nunca salías a ningún sitio!
Bella abrió la boca, pero las palabras se atoraron en su garganta. Titubeó, bajando la mirada, incapaz de sostener la presión de aquella pregunta. No sabía mentir, nunca lo había sabido, y el temblor de sus labios la delataba.
William intervino antes de que ella pudiera balbucear algo, su voz cargada de calma calculada.
—Fue aquella noche de su cumpleaños… en el club.
El comisario se giró con furia, los ojos encendidos de rabia.
—¡Estoy hablando con mi hija! —rugió, la voz temblando de rabia contenida.
Se inclinó hacia Bella, buscando sus ojos como quien busca la verdad a la fuerza.
—Dime, Bella. ¿Es cierto? ¿Lo conociste allí?
Ella tragó saliva con dificultad, y asintió con un hilo de voz apenas audible.
—Sí… fue allí.
La tensión se volvió insoportable. El padre dio un paso más, incapaz de contener la avalancha de preguntas que le desgarraban el pecho.
—¿Y por qué desapareciste entonces? Sin dejar rastro.
Bella parpadeó con fuerza, luchando contra las lágrimas, y soltó lo primero que se le cruzó por la mente, una mentira desesperada que se aferraba más al miedo que a la lógica.
—Porque… porque sabía que nunca aceptarían que me casara… por mi edad.
El silencio se hizo pesado. El comisario la miró, los labios apretados, y negó lentamente con la cabeza. Sus ojos, enrojecidos, eran la mezcla perfecta entre incredulidad y dolor.
—No… —murmuró, con la voz rota—. No te creo. Sé que estás mintiendo. ¿Por qué, Bella? ¿Por qué le estás mintiendo a papá? —Su voz se quebró por primera vez.
Bella jamás lo había visto llorar. Su padre, siempre severo, siempre dueño de sí, era un hombre que jamás mostraba debilidad. Y, sin embargo, allí estaba, con los ojos humedecidos y la voz quebrada. Esa grieta en su coraza, tan inesperada, la hundió en lo más profundo de su ser.
El comisario extendió la mano hacia ella, su voz áspera, cargada de súplica y autoridad al mismo tiempo.
—Vamos a casa, Bella. Tu madre te está esperando.
Ella miró esa mano, temblando por dentro, conteniendo con todas sus fuerzas el impulso de derrumbarse en sus brazos. Pero tragó saliva, y con un hilo de voz que sonó como un cuchillo, respondió.
—Ya no puedo, papá… ahora mi lugar está con mi esposo.
El comisario dejó caer lentamente la mano, como si le pesara más que cualquier arma que hubiera cargado en su vida. Sus ojos, normalmente implacables, se velaron de impotencia.
—Si crees que esto termina aquí, te equivocas. —señaló directamente a William, con el dedo temblando de pura ira—. Te hundiré, Cuervo. Aunque me cueste la vida, te arrancaré a mi hija de las garras.
El eco de sus pasos al alejarse quedó como una sentencia de guerra.
Una vez la puerta se cerrara. Bella cayó al suelo, incapaz de sostenerse más. El llanto la consumía, un desgarro profundo que parecía no tener fin. William se inclinó hasta ella, acercándose sin prisa. Con un gesto medido, tomó su rostro entre sus manos y, con delicadeza casi contradictoria con su aura de poder, secó sus lágrimas con el pañuelo de su traje.
Ella lo miró, los ojos desbordados de miedo y confusión, y apenas pudo susurrar.
—No… no le harás nada a mi padre, ¿verdad?
No respondió.
William la tomó por los brazos para incorporarla, pero Bella tropezó con el vuelo del vestido y estuvo a punto de caer. Sin dudarlo, él la atrapó con firmeza por la cintura, pegándola a su pecho, sintiendo cada temblor suyo.
William se quedó un instante contemplando esos ojos verdes intensos, llenos de lágrimas que brillaban como esmeraldas mojadas de dolor y miedo. Cada parpadeo, cada destello de angustia, lo atraía más hacia ella, como un imán que no podía resistir. Lentamente, bajó la mirada, siguiendo el contorno de su rostro hasta detenerse en sus labios hinchados y ligeramente enrojecidos, marcados por el temblor y la tensión.
Sus labios se acercaron a su oído, y su voz, profunda y cargada de deseo contenido, apenas fue un ronroneo.
—Muñeca… si supieras cuánto muero por tenerte así, tan cerca, tan indefensa frente a mí.
El calor de su cuerpo, la seguridad absoluta de sus manos y la intensidad de su mirada la dejaron paralizada. Miedo, confusión y una extraña fascinación se entrelazaban en cada fibra de su ser. No podía apartar la vista, ni moverse, atrapada entre la oscuridad que emanaba y una tensión que la hacía estremecerse de pies a cabeza.
William la sostuvo firme, sus dedos rozando con cuidado su cintura mientras sus ojos negros brillaban con una intensidad hipnótica. Se inclinó hacia ella, con una sonrisa cargada de poder y deseo.
—Me ha encantado oír que me amas… —su voz era grave, lenta, acariciando cada sílaba.
Bella tragó saliva, apartando un poco la mirada y murmurando con voz temblorosa.
—Lo dije para proteger a mi papá.
Un ligero estremecimiento recorrió el cuerpo de Bella, y eso hizo que su sonrisa se ampliara, más sensual, más peligrosa. Su mano recorrió su espalda mientras sus labios rozaban apenas los de ella.
—Paciencia, muñequita… llegará un día en que esa verdad será inevitable.
Bella lo miró, mezcla de miedo y desafío, y reunió todo su valor para preguntarle.
—¿Acaso se puede amar a un cuervo?
Un silencio pesado llenó el aire. William la sostuvo más cerca, sus ojos profundos como la noche sin luna. Con un susurro que parecía rasgar la oscuridad misma.
—Se puede amar lo que otros temen… Se puede amar al que arrastra sombras, al que vive entre la muerte y la luz. Al cuervo se lo ama… solo si aceptas perderte en la noche y no temer su oscuridad.