MI ULTIMA ESPERANZA

Capítulo 18.

POV Amanda

Cinco años.

Cinco malditos años y todavía no había una noche en que no recordara a Martina. Podía cerrar los ojos y verla: la forma en que reía, su manera de acariciarme el cabello cuando yo me agitaba en medio de mis pesadillas. La sigo soñando como el primer día que la perdí. Y cuando despierto, el vacío es tan profundo que parece que alguien me arranca el aire de los pulmones.

Hay recuerdos que deberían apagarse con el tiempo, pero los míos se alimentan de mí, como un animal hambriento. Cada mañana me levanto, me visto con la coraza de mi traje y me miro al espejo hasta convencerme de que soy de acero. Nadie debe notar que sigo rota por dentro. Nadie.

Cuando murió Martina, lo único que pude hacer fue arrojarme al trabajo. Dirigir una empresa era más fácil que enfrentar la realidad de que me había quedado sola. Trabajar hasta la madrugada me mantenía lejos de la cama vacía. Me acostumbré a llenar las horas con números, contratos, proveedores. Hoy soy una de las CEO más influyentes en el mercado textil del país, pero en mis noches más largas sigo siendo esa niña asustada que temía la sombra de sus padres.

Mis padres… jamás supieron lo que era amar. De niña, me golpeaban hasta por respirar demasiado fuerte. Y cuando cumplí la mayoría de edad, me entregaron al ejército como si fuera una carga. Allí aprendí disciplina, obediencia y a enterrar mis emociones bajo la tierra más profunda. Pero jamás aprendí a dar cariño. ¿Cómo iba a hacerlo si nunca lo recibí?

Martina era lo opuesto a mí. Era luz, ternura, amor en exceso. Yo siempre supe que ella sería una madre maravillosa. Yo no. Yo nunca. Por eso, cuando supimos que el procedimiento de inseminación había funcionado, me engañé pensando que podía fingirlo. Que podría amar a un hijo. Que, si era de ella, todo sería distinto.

Pero entonces encontré aquellos papeles. Un sobre escondido entre documentos médicos. Descubrí que mis óvulos habían sido los únicos viables. Que ese niño llevaba mi sangre, no la de Martina. Mi furia fue indescriptible. Me sentí traicionada, engañada por la persona que más amaba. ¿Cómo pudo ocultarme algo así?

Ese niño… mi hijo… era la prueba viviente de una mentira. Lo rechacé antes de siquiera saberlo. No porque no lo quisiera, sino porque era el recuerdo viviente de mi amada esposa. Era el reflejo de todo lo que yo no quería enfrentar: mi incapacidad de abrirme, mi miedo a repetir la historia de mis padres, a fallar como ellos fallaron conmigo.

Martina siempre lo supo y me amo así, ella me dio tanto amor en tan poco tiempo que al perderla mi vida se acabó.  Dejé que Elena se llevara al niño. Dejé que ella, con toda su inocencia y dulzura, asumiera lo que yo no pude. Al principio intenté saber de ellos. El primer año los busqué. Descubrí que se habían ido de la ciudad, y algo en mí se quebró. El orgullo ganó. Era más fácil decirme que ese niño estaría mejor lejos de mí que admitir que lo había abandonado.

Cuando la invitación al concurso llegó a mi oficina, pensé en tirarla. Mis telas habían sido seleccionadas para los participantes. Era un honor, sin duda, pero yo no necesitaba honores. Lo que necesitaba era paz. Y la paz nunca llegó. Esa tarde, como tantas, estaba agotada. El departamento me esperaba vacío, con sus paredes frías y el recuerdo insoportable de Martina. Ir al concurso era una excusa para no volver temprano a casa a deprimirme. Así que acepté.

El evento era un derroche de lujo. Me mantuve en un balcón privado, lejos del bullicio. Desde allí veía las luces reflejarse en las copas de champaña, la pasarela iluminada, la gente vestida de gala. Me sentía como una intrusa en una vida que ya no me pertenecía.

Y entonces la vi.

Elena.

Casi no la reconocí al principio. Ya no quedaba nada de aquella chica tímida y frágil que conocí cinco años atrás. Ahora era una mujer erguida, segura, con una mirada que brillaba con algo más que ambición. Estaba más bella que nunca, pero era una belleza distinta, nacida de la fortaleza y el dolor. Me quedé helada, sin saber qué hacer. Una parte de mí quiso ir hacia ella, acercarme, decirle algo, lo que fuera. Pero el caos se desató de golpe: la revelación de su rostro, el discurso, el dedo acusador señalando a ese hombre que había destruido tanto. Vi cómo los flashes lo inundaban todo, cómo la policía entraba y lo esposaba. El lugar se convirtió en una tormenta de gritos, cámaras y confusión.

Y entre todo ese desastre, fue cuando lo vi.

Un niño.

Estaba en una esquina, de pie, mirando a su alrededor con ojos asustados. Su chaqueta le quedaba un poco grande, como si alguien lo hubiera vestido deprisa. Y lo peor: estaba solo.

“¿Qué clase de madre trae a un niño a un evento así, y a esta hora de la noche?”, pensé con rabia. ¿Qué clase de irresponsabilidad era esa?

Bajé del balcón casi sin darme cuenta de lo que hacía. Empujé entre la multitud hasta llegar a él. Me incliné, intentando que mi voz sonara amable, aunque me temblaba.

—Oye, pequeño… ¿estás bien? ¿Dónde están tus padres?

El niño me miró fijamente, como evaluándome. Sus ojos… había algo familiar en ellos. Algo que me atravesó como un rayo.

—Vine a buscar a mi mamá —dijo con una seriedad sorprendente para alguien tan pequeño—. La vi en la televisión, pero no la encuentro.

Mi corazón dio un vuelco.

—¿Tu mamá? —repetí, sintiendo que la garganta se me cerraba—. ¿Cómo se llama tu mamá? Quizá pueda ayudarte a encontrarla.

Él me miró sin apartar sus ojos de los míos. Y con una claridad que me heló la sangre, respondió:

—Mi mamá es la diseñadora que ganó. Elena Palmer.

Me quedé sin aire. Sentí que las paredes del salón se desmoronaban a mi alrededor, que todo se volvía silencio.

Era él.

Mi hijo.

El niño que había rechazado, el que había dejado en manos de otra mujer, el que llevaba mi sangre. Estaba frente a mí, mirándome sin saber quién era yo, sin sospechar que la mujer que lo interrogaba con voz temblorosa era la misma que lo había rechazado antes de nacer.

El terror me paralizó. Mis manos sudaban, mis piernas temblaban. No sabía si abrazarlo, si huir, si derrumbarme en el suelo. Lo único que supe con certeza fue que, en ese instante, toda la coraza que había construido durante cinco años se hizo añicos. Y mientras la multitud seguía gritando a nuestro alrededor, yo me quedé petrificada, con los ojos clavados en él, sintiendo que el destino, cruel y exacto, me había alcanzado al fin.