En un pintoresco pueblo, Victoria Torres, una joven de dieciséis años, se enfrenta a los retos de la vida con sueños e ilusiones. Su mundo cambia drásticamente cuando se enamora de Martín Sierra, el chico más popular de la escuela. Sin embargo, su relación, marcada por el secreto y la rebeldía, culmina en un giro inesperado: un embarazo no planeado. La desilusión y el rechazo de Martín, junto con la furia de su estricto padre, empujan a Victoria a un viaje lleno de sacrificios y desafíos. A pesar de su juventud, toma la valiente decisión de criar a sus tres hijos, luchando por un futuro mejor. Esta es la historia de una madre que, a través del dolor y la adversidad, descubre su fortaleza interior y el verdadero significado del amor y la familia.
Mientras Victoria lucha por sacar adelante a sus trillizos, en la capital un hombre sufre un divorcio por no poder tener hijos. es estéril.
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Capítulo 10.
El embarazo de Victoria avanzaba, y su vientre ya no podía ocultarse. Había cumplido veinte semanas, y los movimientos de los bebés eran cada vez más evidentes. A veces sentía pequeños golpecitos que le llenaban el pecho de emoción, y otras, un cansancio tan profundo que apenas podía levantarse de la cama sin ayuda.
En la pensión, la vida transcurría con el ir y venir de voces, olores de comida recién hecha y el calor humano que envolvía cada rincón. Doña María, quien se había convertido en su abuela de corazón y su guía, se había convertido también en su faro. Siempre estaba ahí: con un té de manzanilla, una sopa caliente, una palabra de aliento o simple y cálido abrazo.
Azucena, aunque seguía sin visitarla por su demandante trabajo, había comenzado a llamar casi todos los días. Le enviaba dinero cuando podía y le hablaba con cariño, aunque a veces también con culpa por no poder hacer más por ella.
Y luego estaba Lisseth, la hija de doña María, que se había adaptado con rapidez a la dinámica del hogar. A pesar de sus propias responsabilidades con su hijo Carlitos, siempre encontraba tiempo para ayudar. Le llevaba fruta, le acomodaba la cama, incluso le hablaba de maternidad como si fueran dos amigas compartiendo secretos.
—Hoy amaneciste más hinchadita, ¿verdad? —le decía, tocándole con dulzura los tobillos inflamados—. Es normal, pero hay que descansar más.
—No quiero solo estar echada, Lisseth —decía Victoria, con la voz baja—. Me siento inútil, siento que no hago nada.
—Estás gestando tres vidas, eso ya es muchísimo —le respondió con ternura—. No estás sola. Aquí estamos contigo. Verás que pronto podrás hacer todo lo que quieras.
Pero por dentro, Victoria sí se sentía sola. No por falta de compañía, sino por la creciente sensación de que era una carga para todos. Lo poco que había logrado ahorrar con sus mesadas antes del embarazo ya se había ido: en controles médicos, medicinas, vitaminas, ropa de maternidad, un colchoncito nuevo, y un sinfín de pequeños gastos. Aunque sus tres pilares la ayudaban con amor, ella no podía evitar sentir que no estaba aportando nada.
Cada vez que escuchaba a doña María levantarse temprano para hacer el desayuno, o veía a Lisseth limpiando el piso mientras Carlitos jugaba en el rincón, el pecho se le apretaba. Habían tantas cosas por hacer y ella no podía hacer nada.
—Déjenme ayudar —pedía con insistencia.
—No, mi amor. Necesitas cuidarte a ti y a los bebés —le repetían todas.
Pero ella necesitaba hacer algo. Necesitaba sentir que valía más que su vientre abultado y sus noches de insomnio.
Empezó a despertarse más temprano, a intentar barrer aunque fuera un poco o lavar alguna que otra taza. Pero al poco rato, el dolor en la espalda, las punzadas en el vientre y el agotamiento le recordaban que su cuerpo tenía otros planes por cumplir. A veces sonaba que sus padres venían por ella, la abrazaban y le prometían que todo estaría bien, que ellos la amaban, pero eso solo sucedía en sueños.
Y entonces, cuando la casa dormía, las lágrimas regresaban.
Se acostaba de lado, con una mano sobre el vientre y la otra tapándose la boca para no sollozar en voz alta. Lloraba en silencio. No por falta de amor, sino por una vergüenza callada, una culpa que no lograba sacudirse.
—Perdónenme… —susurraba al aire—. Yo quiero ayudar. No quiero ser una carga para ustedes que me han dado tanto.
Sus bebés, como si entendieran, se movían dentro de ella. Y esa sensación, suave y viva, era su único consuelo.
Al día siguiente, doña María notó sus ojos hinchados.
—¿Estás bien, mi niña?
Victoria forzó una sonrisa y asintió, pero sus ojos no supieron mentir.
—No tienes que fingir —le dijo la mujer mayor—. A veces el corazón se cansa de callar. ¿Quieres hablar?
Victoria rompió en llanto.
—Quiero hacer más, abuela María. Quiero ganarme el pan que como. No quiero que me vean como una boca más que alimentar. Me siento muy apenada.
Doña María la abrazó fuerte, tan fuerte que parecía querer reconstruirla y quitarle todo el dolor y toda la pena que ella sentía.
—Tú no eres una carga, Victoria. Eres una bendición. Y cuando esos tres pequeños lleguen al mundo, nos van a recordar a todos por qué valió la pena este esfuerzo. Pero para eso… te necesitamos fuerte. No perfecta. Solo fuerte.
Victoria no respondió. Solo se dejó abrazar.
Y por primera vez en mucho tiempo, lloró sin culpa.