Después de mí es una historia de amor, pero también de pérdida. De silencios impuestos, de sueños postergados y de una mujer que, después de tocar fondo, aprende a levantarse no por nadie, sino por ella.
Porque hay un momento en que no queda nada más…
Solo tu misma.
Y eso, a veces, es más que suficiente.
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CAPITULO 8
La puerta se abrió despacio y Nora entró con pasos suaves, como si temiera despertar a Valeria. La luz de la lámpara iluminaba el rostro pálido de su cuñada, que descansaba recostada en la cama. Renata estaba a su lado, acomodando la sábana con delicadeza.
—Hola, Valeria —susurró Nora, con una sonrisa cálida, aunque sus ojos brillaban con preocupación.
Valeria levantó lentamente la mirada. Al verla, sus labios se curvaron apenas en un gesto débil, pero sincero.
—Nora… —dijo con voz apagada—. Qué bueno que viniste.
Renata, entendiendo la necesidad del momento, se levantó de la silla.
—Voy a buscar un té para ti, Vale. Hablen tranquilas.
Cuando la puerta se cerró, Nora se acercó y tomó la mano de Valeria entre las suyas.
—Me tenías asustada —le confesó—. Cuando me llamó Julián, casi no lo podía creer.
Valeria desvió la mirada hacia la ventana, con un suspiro.
—No quería que me vieras así… frágil.
—No digas eso —respondió Nora con firmeza—. No eres frágil, Valeria. Si alguien es fuerte aquí, eres tú.
Hubo un silencio en el que solo se escuchaba el leve pitido de la máquina que controlaba su pulso. Luego, Valeria apretó un poco la mano de Nora.
—A veces pienso que tu madre tenía razón… que no sirvo para estar a la altura de Elías, de su mundo.
Nora negó con la cabeza de inmediato, indignada.
—No vuelvas a repetir eso. Mi madre nunca supo lo que es el amor verdadero. Para ella, todo se reduce al dinero, al apellido, a la apariencia. Pero no a lo que hace feliz a las personas.
Los ojos de Valeria se humedecieron.
—Siempre me defendiste… aun cuando eso te costaba discutir con ella.
—Porque yo sé lo que es perder al amor de tu vida por culpa de sus intrigas —dijo Nora en voz baja, y sus palabras quedaron flotando en el aire como una confesión largamente contenida.
Valeria la miró sorprendida.
—¿Hablas de aquel chico… el de la bodega?
Nora bajó la mirada, y por primera vez en mucho tiempo se permitió mostrarse vulnerable.
—Sí… —susurró—. Lo quise de verdad, Valeria. Pero mi madre se encargó de llenarle la cabeza de cosas, de hacerle sentir que no era suficiente para mí. Se fue… desapareció, y nunca más supe de él.
Valeria extendió su mano libre para acariciar la de su cuñada.
—Lo lamento tanto, Nora.
Un nudo se formó en la garganta de Nora, pero tragó saliva y recuperó la firmeza en su voz.
—Por eso no quiero que dejes que te destruyan, Vale. Ni mi madre con sus palabras, ni Elías con sus silencios. Tienes que pensar en ti, en lo que quieres… en la vida que mereces.
Valeria cerró los ojos, sintiendo cómo esas palabras calaban hondo. Era la primera vez que alguien de la familia de Elías le hablaba con sinceridad y cariño, sin reproches, sin juicios.
—Gracias, Nora —murmuró, dejando escapar una lágrima silenciosa—. Gracias por no dejarme sola.
Nora se inclinó y la abrazó con cuidado, como si temiera romperla.
—Nunca lo haré. Eres más hermana para mí que Ariana. Y te prometo que estaré contigo… pase lo que pase.
La puerta se entreabrió y la silueta de Elías apareció en el umbral. Nora se enderezó al instante, con el gesto endurecido. Miró a Valeria y luego a él.
—Hablen —dijo con voz seca—. Pero recuerda, Elías, no la lastimes más.
Sin esperar respuesta, Nora salió y cerró la puerta tras de sí. El silencio quedó suspendido en la habitación, pesado como un muro invisible.
Elías caminó hacia la cama despacio, como si el suelo le pesara. Se inclinó y tomó la mano de Valeria con torpeza.
—Perdóname, Vale —susurró, con un temblor en la voz—. Sé que fallé, pero…
Valeria retiró la mano con brusquedad, sus ojos encendidos por un dolor contenido durante años.
—¿Perdonarte, Elías? —su voz se quebró, pero enseguida se llenó de firmeza—. Nunca voy a perdonarte.
Elías retrocedió, como si aquellas palabras lo hubiesen golpeado.
—Vale, yo…
—Podría perdonar tus palabras hirientes, tus ausencias, hasta tu indiferencia —continuó Valeria, la respiración entrecortada—. Pero nunca voy a perdonarte que me hayas mentido sobre mi hermano.
Elías frunció el ceño, confundido.
—¿De qué hablas?
Valeria lo miró con una mezcla de rabia y tristeza.
—Tú sabías que él tenía leucemia. Y aun así me dijiste que murió por una negligencia en una cirugía de apendicitis. Al principio dudé, porque esas operaciones son simples, casi sin riesgo… pero tú me convenciste. Todo ese tiempo, mientras yo me consumía pensando en médicos irresponsables, mi hermano estaba muriéndose lentamente. ¿Y sabes qué? Nunca me dejaste verlo. Siempre aparecía un “compromiso”, una excusa, una salida… hasta que fue demasiado tarde.
Las lágrimas le corrían por las mejillas, pero no se detuvo.
—Recibí esa llamada que destrozó mi vida: mi hermano había fallecido . ¿Y qué fue lo peor? Que mis propios padres no me permitieron estar en su sepelio. Solo pude verlo desde lejos, cómo lo enterraban, como si yo no tuviera derecho a despedirme.
Elías intentó acercarse, pero Valeria levantó la mano para detenerlo.
—Ahora entiendo el odio de mi familia hacia mí. Hasta yo misma me odiaría. Mi hermano agonizaba, y yo… yo nunca lo visité.
Elías abrió la boca, incrédulo.
—Vale, cariño… yo no sabía. Te lo juro, yo no sabía que él tenía leucemia.
Valeria soltó una risa amarga, cargada de ironía.
—Ya basta. No me digas “cariño” cuando no sientes amor por mí. No intentes disfrazar tu egoísmo de ignorancia.
Sus ojos brillaban con una determinación nueva.
—No cocinaré más para ti. No lavaré tu ropa. No me importará más lo que hagas con tu vida. Voy a seguir viviendo en esa casa, sí, pero en el cuarto de invitados, hasta encontrar un trabajo seguro. Y cuando lo consiga, me iré.
Elías quedó helado, con la respiración contenida.
Valeria levantó el rostro, con un brillo desafiante en los ojos.
—Volveré a estudiar. Recuperaré todos los sueños que un día abandoné por ti. Y quiero que lo escuches bien, Elías: quiero el divorcio.
El silencio se apoderó de la habitación, solo interrumpido por el eco de aquellas palabras que parecían marcar un punto sin retorno.
Valeria alzó la voz, la garganta desgarrada por la rabia y el dolor.
—¡Vete, Elías! —gritó con fuerza, sus ojos fijos en él como dagas—. ¡Te dije que no quiero verte! ¡Vete de una vez!
Elías dio un paso atrás, atónito por la ira de su esposa. En ese preciso instante, la puerta se abrió de golpe y Julián entró, alarmado por los gritos.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó con firmeza, clavando sus ojos en Elías—. Te lo advertí, Elías. Mi paciente no quería verte, y aun así entraste. Tu presencia la altera, la pone mal.
—Doctor, yo solo… —balbuceó Elías.
—¡No me obligues a restringirte la entrada como a tu madre! —lo interrumpió Julián, con voz severa—. No pongas en riesgo su recuperación.
Antes de que Elías pudiera responder, Renata irrumpió en la habitación con paso decidido. Sin pensarlo dos veces, lo empujó con fuerza hacia la puerta.
—¡Fuera de aquí! —le espetó, los ojos chispeando de furia—. Ella no quiere verte, y yo no voy a permitir que la lastimes más.
Elías, sorprendido por la fuerza con que lo había sacado, quedó tambaleando en el pasillo.
—Renata, por favor… —intentó.
Pero Nora ya estaba allí, de pie, sin decir ni una palabra al ver como echaban a su hermano
—No quiero verte cerca de mi amiga nunca más —dijo con frialdad, cada palabra como un golpe—. No me importa si ella intenta ser generosa contigo. Esta vez no la voy a dejar sola a tu lado.
Elías la miró, desconcertado.
Renata dio un paso adelante.
—Te voy a pedir un favor, Elías —dijo, con un tono que no admitía réplica—: déjame entrar a tu casa para recoger las cosas de Valeria.
Elías tragó saliva, incapaz de articular palabra.
Renata, entonces, cerró la puerta con firmeza, dejando a Elías del otro lado, aislado y derrotado en el pasillo. Dentro de la habitación, Valeria sollozaba en silencio, sostenida por Renata, mientras Julián revisaba que sus signos vitales no se alteraran más.
Elías quedó mirando la puerta cerrada, con un vacío en el pecho que nunca antes había sentido. Comprendió que Valeria ya no le pertenecía.
Renata
por dar y no recibir uno se olvida de uno uno se tiene que recontra a si mismo