Katerina murió por salvar a una joven. No esperaba despertar en una historia que no era suya... con un destino aún más cruel.
Cuando abre los ojos, ya no está en su mundo. Ha reencarnado como Avery, una noble ignorada por su padre, despreciada por su hermana y condenada a morir junto a su madre en una historia que no escribió. Pero Katerina conoce ese final: lo leyó. Sabe quién mata, quién sobrevive… y quién sufre en silencio.
Solo que esta vez, ella no va a permitirlo.
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Capítulo 24
El Archiduque abrió los ojos con lentitud, la luz filtrándose entre las cortinas de terciopelo carmesí. Un dolor sordo latía en sus sienes, como si hubiera bebido más de la cuenta, aunque no recordaba haber probado una sola gota de licor. Se incorporó en la cama, parpadeando con desconcierto. La habitación estaba en silencio, pero algo en su interior se removía inquieto.
¿Qué había ocurrido anoche?
Su memoria era un velo denso, una niebla que no lograba disipar. Recordaba haber esperado impaciente, haber sentido el pulso acelerado cuando la vio entrar. El aroma familiar. La silueta inconfundible. ¿Había sido un sueño?
Golpeó la campanilla con irritación.
La criada entró rápidamente, haciendo una reverencia.
—¿Su excelencia necesita algo?
—Anoche —gruñó él, frotándose las sienes—. Estuve con... Eliana, ¿verdad?
La criada bajó la mirada con respeto y respondió con tono neutro:
—Sí, excelencia. Estuvo con la señora Eliana hasta el amanecer. Ordenó que nadie los interrumpiera.
El Archiduque asintió lentamente. Por un momento, su pecho se infló con una satisfacción enfermiza. Sí, eso explicaba por qué se sentía tan relajado… tan satisfecho. Finalmente había doblegado a esa mujer altiva. Había sido suya, le recordó a quien le pertenece .
Y sin embargo…
Un retazo de duda le cruzó el pensamiento. ¿Por qué no recordaba su voz? ¿Por qué su rostro era una sombra, difusa y lejana? ¿Por qué no podía precisar un solo detalle?
Sacudió la cabeza, molesto consigo mismo. Bah, tonterías. Seguramente estaba exhausto. No tenía por qué dudar de sí mismo, ni de lo que sus sentidos le habían asegurado anoche. Su ego no le permitiría considerar otra posibilidad.
Se levantó con una sonrisa ladina en los labios y se ajustó la bata con aire victorioso.
—Prepárame un baño —ordenó—. Hoy es un buen día.
La criada asintió y se retiró, ocultando la tensión en sus hombros. Afuera, el sol brillaba con la promesa de un nuevo día, mientras en las sombras de la mansión, la telaraña tejida por Avery comenzaba a cerrarse a su alrededor.
En otro lugar de la mansión, en la habitación de madre e hija.
Eliana despertó sobresaltada, con el corazón desbocado y la frente perlada de sudor. La luz del día se colaba ya por las rendijas de la ventana. Se incorporó con lentitud, la mente embotada y los recuerdos dispersos. ¿Qué hora era? ¿Por qué estaba aún en su habitación?
Entonces lo recordó: las hierbas.
Fania se las había dado, un preparado suave para calmar los nervios y poder dormir unas horas en paz. Pero no debía haber dormido tanto… no tanto.
Sus ojos se abrieron con horror.
—¡El despacho! —susurró, llevándose las manos a la boca—. No fui…
Saltó de la cama con torpeza, sin saber qué hacer. El Archiduque no toleraba desobediencias. Una noche sin presentarse podía significar un castigo brutal, para ella o, peor, para Avery.
Pero la mansión estaba en silencio.
Las horas comenzaron a pasar. Una, dos. Nadie fue a buscarla. Nadie la arrastró por los pasillos. Nadie gritó su nombre. Era como si… nada hubiera ocurrido.
Sentada en la cama, con el rostro entre las manos, intentaba comprender si acaso se había salvado por una coincidencia o si estaba a punto de enfrentar algo peor.
La puerta se abrió suavemente.
Avery entró, con paso tranquilo.
—Madre… —dijo, acercándose—. ¿Dormiste bien?
Eliana la miró con los ojos grandes, confundida.
—Avery… yo… debí haber ido, pero no lo hice. Las hierbas me durmieron. Cuando desperté… pensé que…
—Lo sé, lo sé todo. Fania te siguió y me contó —. Avery, se sentó a su lado—. Pero no pasó nada, madre. Él está de buen humor. Cree que estuviste con él toda la noche.
Eliana parpadeó, desconcertada.
—¿Qué…? ¿Cómo?
Avery le tomó la mano con suavidad, y su mirada se volvió más seria.
—Él no volverá a tocarte. Te lo juro por mi vida.
Eliana la miró, confundida. Durante horas había temido oír pasos en su puerta. Se había preparado para la violencia con la resignación de una presa. Había esperado, sin fe, lo inevitable.
—¿Qué hiciste?
Avery bajó la vista. Y entonces lo dijo, sin detalles, sin adornos, con firmeza:
—Lo drogué. E hice que otra mujer... ocupara tu lugar. Solo por esa noche. No lo recordará. No sabrá que no fuiste tú.
Eliana palideció. Fue como si el aire se hubiese vuelto agua y sus pulmones no supieran cómo nadar. Se llevó la mano a los labios, y luego al pecho, buscando aire.
—No… no debiste… Avery…
—Mamá. Hice lo único que podía hacer.
Eliana cerró los ojos. Lágrimas, brotaron sin permiso. No eran solo de alivio. Eran de culpa. De horror. De saber que otra mujer había caminado hacia esa oscuridad por ella.
—¿Quién…?
—No importa. Fue su elección. Nadie la obligó. Yo… no pude permitir que él te tocara otra vez.
Eliana se cubrió el rostro con las manos. Su cuerpo temblaba, no de miedo esta vez, sino de una mezcla desgarradora de amor, de impotencia y de vergüenza.
—Eres solo una niña… y has hecho lo que ni yo me atrevía a soñar.
Avery la abrazó. Y Eliana, rota y viva, se aferró a ella como a un ancla en un mar que por fin empezaba a calmarse.
—No soy solo tu hija, madre. Soy tu aliada. Y te sacaré de aquí. Lo juro.
Eliana no respondió con palabras. Solo hundió su rostro en su cuello y dejó que el llanto le mojara los hombros. Un llanto que no era de derrota, sino de un corazón que, por primera vez en años, se sentía amado sin condiciones.
Aquella misma mañana Kaenia estaba sola en sus aposentos, sentada frente a su tocador. La criada le cepillaba el cabello con esmero, pero Kaenia apenas lo notaba. Su mente revivía una y otra vez la escena imaginada: Eliana llorando, suplicando, arrodillada frente al Archiduque mientras él le gritaba, quizá incluso...
—Tal vez esta vez fue más firme con ella… —murmuró, sin dirigirse a nadie.
—¿Mi señora? —preguntó la doncella, algo incómoda.
Kaenia no respondió. Se miró en el espejo y sonrió con maldad.
Minutos después, ya vestida con uno de sus trajes más elegantes, bajó con gracia al pequeño salón privado, donde Ágata la esperaba con una copa de jugo que no había tocado.
—Madre —dijo, sin apenas saludar—. Tengo noticias que te van a encantar.
Kaenia se sentó, cruzando las piernas con elegancia, como si el mundo estuviera exactamente donde debía.
—Te escucho.
Ágata se inclinó, como una niña compartiendo un secreto travieso.
—Avery fue vista saliendo de su habitación con cara de pocos amigos. Y Fania, esa mujercita que no sabe cuándo callar, confesó que Eliana fue citada anoche al despacho del Archiduque. Nadie la vio salir por un buen rato.
Kaenia dejó escapar un suspiro de placer.
—Por fin. Tu padre ha recordado su deber.
—Y hay más —dijo Ágata con veneno en la lengua—. Ossian cayó en mis redes, me escuchó y no la defendió. Yo seré su reina. Avery está atrapada. Cree tener poder, pero está sola. Cuando se rompa, será tan fácil quitarla del camino.
Kaenia entrecerró los ojos.
—Perfecto. Una jugada más, y esta historia terminará como siempre debió: con ellas muertas y nosotras por fin, en paz.
Se llevó la copa a los labios, brindando en silencio con el aire.
—Vamos a recuperar esta casa, Ágata. La purga está cerca.