La Reencarnada Y Los Pegasos

Alexia había pasado tantos años en el hospital que ya no recordaba con claridad cómo olía una casa. A veces intentaba evocarlo: madera tibia, pan recién hecho, lluvia golpeando un techo distinto al de los pasillos blancos. Pero su memoria estaba llena de olor a desinfectante, de máquinas que pitaban en la noche y del suave murmullo de enfermeras que se saludaban al cambiar de turno.

Nació con un sistema inmune frágil, “como un cristal”, solía decir el doctor Herrera. Desde pequeña aprendió que cualquier resfrío podía convertirse en tormenta, que cualquier visita requería mascarillas, guantes, precauciones infinitas. El mundo era peligroso… y el hospital, su refugio obligatorio.

Pero dentro de ese encierro encontró algo que le dio una vida entera: los libros.

Su madre le regaló su primera novela a los nueve años, una edición desgastada de El jardín secreto. Desde entonces, Alexia viajó más allá de las ventanas selladas de su habitación. Mientras su cuerpo luchaba con defensas insuficientes, su mente corría por mundos mágicos, reinos imposibles, romances que hacían olvidar el frío del suero.

Con el tiempo, las enfermeras comenzaron a llamarla “la chica de las novelas”. Los pacientes nuevos la veían pasar como una figura casi mítica: joven, siempre con un libro en las manos, con las sábanas repletas de marcadores de colores. Algunos la buscaban para conversar; otros solo para que les recomendara qué leer en noches difíciles..

La noche en que su frágil cuerpo finalmente falló, Alexia no sintió dolor. Solo una ligereza inesperada, como si cada una de las máquinas que la habían acompañado durante años se desvanecieran en silencio. Por primera vez, no escuchó el pitido constante del monitor. No hubo pasillos blancos, ni voces apresuradas. Solo una sensación tibia, envolvente, como si alguien la hubiera cubierto con una manta hecha de estrellas.

Cuando abrió los ojos, ya no estaba allí.

El techo era de madera tallada, con delicados detalles florales. La luz entraba por una ventana grande, cubierta por cortinas de encaje que bailaban con el viento. Y el aire… el aire olía a flores frescas, y cristales brillaban..

Alexia parpadeó, sentándose de golpe. Algo cayó sobre su hombro.. una cascada de cabello blanco que no era suyo.

Corrió hacia un espejo dorado apoyado en la pared y la imagen la dejó sin aliento. La joven que la miraba tenía una belleza inverosímil.. piel suave, ojos plateados que brillaban como lunas dobles y aquel cabello blanco como la nieve recién caída. La expresión de sorpresa en el reflejo la hizo sonreír sin poder evitarlo.

[Soy yo… ¿pero… también no soy yo?]

Una oleada de energía recorrió su cuerpo, cálida, vibrante, tan diferente del cansancio que había sentido toda su vida. No había agujas, no había debilidad. Se sintió viva, fuerte, ligera. Saltó, literalmente, y la sensación la hizo reír. ¡Podía saltar! ¡Podía moverse sin temer desmayarse!

Giró sobre sí misma, el vestido azul celeste que llevaba.. con mangas abullonadas y bordados delicados.. se movía con suavidad, como sacado directamente de una novela de época.

De repente, se llevó las manos al rostro, incrédula.

[Estoy… en un mundo como los de mis libros… como en Orgullo y prejuicio… o en una fantasía… ¡Estoy viva! ¡Viva de verdad!]

La habitación era amplia, con muebles de madera oscura, un tocador lleno de frascos brillantes y un gran ventanal que daba a un jardín imposible: flores que cambiaban de color según soplaba el viento, criaturas diminutas de luz revoloteando entre los árboles, y un cielo con dos lunas danzando en plena mañana.

Su corazón latía tan fuerte que sintió que le iba a explotar del entusiasmo.

[Estoy en una novela.. O en un mundo mágico. O en ambos. Y mi nombre… ya no es Alexia.]

Un suave murmullo llegó desde la puerta entreabierta, como si alguien la llamara.

—Lady Arya ¿ya despertó? —preguntó una voz femenina.

Arya.

Ese era su nombre ahora.

Y por primera vez en su vida… no había miedo, ni dolor, ni encierro. Solo una felicidad tan intensa que casi dolía, pero de la manera más hermosa posible.

Arya sonrió, con los ojos plateados brillando como espejos de luna.

Era el comienzo de otra vida.

Una vida donde la magia le pertenecía.

Arya respiró hondo y trató de mantener la calma cuando la puerta se abrió. Una joven doncella de cabello oscuro y ojos amables entró con una bandeja de frutas y pan tibio.

—Buenos días, Lady Arya. ¡Qué alegría verla despierta!

Arya intentó sonreír con naturalidad, aunque su corazón latía rápido. No conocía a nadie en ese mundo, y mucho menos a una “Arya”. Pero debía actuar con cuidado. No sabía cuál era su historia aquí, ni qué esperaba la gente de ella.

—Buenos días… —respondió suavemente—. Dormí demasiado, creo. Mi cabeza está un poco… confusa.

La doncella dejó la bandeja cerca y asintió de inmediato.

—No es raro, milady. Su magia a veces la deja agotada.

[¿Mi magia?]

Arya sonrió torpemente.

—Sí… claro… mi magia. A veces olvido cosas pequeñas. ¿Podrías…? —bajó la voz, como quien confiesa una debilidad— ¿Recordarme un poco? No quiero que piensen que estoy distraída.

La doncella la miró con preocupación, pero también con cariño.

—Por supuesto, Lady Arya. Usted siempre intenta parecer fuerte… pero no tiene por qué disimular conmigo.

Arya sintió alivio. Tal vez podría reconstruir su vida aquí sin levantar sospechas.

—Solo… cuéntame quién soy —dijo, cuidando que su voz sonara ligera, casi juguetona—. Como si fuera una historia.

La sonrisa de la doncella se iluminó.

—Una historia… sí, eso puedo hacerlo.

Se sentó cerca de la cama y comenzó, como si relatara un cuento conocido en todo el reino.

—Usted es Arya Capell, hija adoptiva de los magos protectores de Mercia. Llegó a este castillo cuando tenía apenas tres años. Los maestros magos la encontraron en las Fronteras de Luz, sola… pero felizmente hablándole a un enorme caballo alado. Como si fuera lo más normal del mundo.

Arya abrió los ojos sorprendida.

—¿Caballos alados…? ¿De verdad?

—Sí, milady —río la doncella—. Los pegasos son seres nobles, casi imposibles de domar. Pero usted… usted siempre pudo hablar con ellos.

Arya sintió un escalofrío. No era miedo. Era emoción.

—¿Puedo… comunicarme con ellos? —preguntó, intentando sonar como si recordara vagamente.

—Desde siempre —asintió la joven—. Los magos dicen que usted no solo los entiende… ellos la escuchan. La aceptan. Confían en usted. Por eso la adoptaron. Nadie podía separarla de esas criaturas sin que lloraran como bebés recién nacidos.

Arya soltó una risa pequeña. La imagen era tan tierna como surrealista.

—Así que soy… ¿especial?

—Muy especial —confirmó la doncella, bajando la voz como si compartiera un secreto prohibido—. Algunas personas nacen con dones raros, pero el suyo… es único. Por eso Mercia la cuida. Por eso todos la respetan.

—Gracias por contármelo —dijo suavemente—. Hoy… me gustaría ver uno de esos caballos alados.

La doncella se sonrojó, emocionada.

—¡Por supuesto, Lady Arya! Su pegaso favorito, Silverwind, estará encantado de verla. No deja que nadie más lo toque desde que usted enfermó.

Arya se detuvo.

—¿Enfermé?

—Solo un desmayo, milady —respondió rápido—. Nada grave. Pero Silverwind estuvo inquieto toda la noche.

Arya miró sus manos, brillando levemente bajo la luz de la mañana.

Un mundo nuevo.

Una identidad nueva.

Y un destino que la esperaba afuera, en el establo mágico donde un ser alado reclamaba verla.

—Prepárame el vestido más cómodo que tengas —dijo con una sonrisa—. Hoy quiero conocer… quién soy.

Y con eso, la verdadera historia de Arya Capell estaba a punto de comenzar.