La Niñera De Mi Sobrino

Al día siguiente, todo fue igual para mí. Hice ejercicio mientras Arthur dormía tranquilamente y luego regresé a la habitación. Hasta ese momento, todo estaba tranquilo. No había visto a Daniel por los pasillos desde ayer, cuando me regañó por contestar mi teléfono.

A las 8:00 a.m., Arthur se despertó y lo llevé a bañarse y luego al desayuno en la cocina. El aroma del café impregnaba todo el lugar. Saludé a todos los que estaban alrededor de la mesa y me senté mientras Renata servía a todos. Arthur ya estaba tomando su papilla. Tomé mi café y luego fui al jardín. Encontré al señor Edward de pie en el césped, mirando un enorme manzano que estaba a pocos metros de él.

— Señor Edward, ¿todo está bien? — le pregunté al verlo muy pensativo.

— Hola, mi querida. — me mostró una sonrisa. — Sí, debo decir que todo está bien. — respondió. — Mi nieto parece estar bien ahora. — añadió.

— Sí, señor. — Dejé que una sonrisa tonta se formara en mis labios. — Le encantó el pequeño avión, es su favorito. — dije viéndolo sonreír, aunque la tristeza aún estaba ahí, en lo profundo de sus ojos.

— Qué bueno. — dijo él. — Las distracciones parecen ser tu fuerte. — comentó, bajando la cabeza. — Ese avión fue el primer juguete de Andrei. Estaba viejo, y lo mandé a arreglar, y quedó como nuevo. — comentó, sonriendo y al mismo tiempo, su voz estaba entrecortada por el llanto.

— Lo siento mucho, señor Edward. — dije, sintiéndome triste por él. — Independientemente de todo, usted lo mandó a arreglar y se lo dio a su nieto con todo el cariño. Eso es importante. Sé que es difícil pasar por este dolor. Pero sepa que su nieto lo ama mucho. — apreté sus manos, y él me miró.

— Muchas gracias por su consuelo, Katrina. Usted es una mujer de buen corazón, por eso Arthur la adora. — comentó apretando mi mano con la otra que estaba libre. — Estaré eternamente agradecido.

Paseé por el jardín un poco en compañía del señor Edward, y todo fue tranquilo. Arthur estaba con nosotros. Tan pronto como había terminado su papilla, Renata vino a llevarmelo. El señor Edward estaba triste, y por más que lo negara o hiciera un gran esfuerzo por disfrazar su dolor, siempre se notaba. Pero tener a su nieto cerca lo ayudó mucho. Y tal vez se vayan pronto. Sobre quedarme en el cargo, aún no me han dicho nada, pero estoy segura de que se irán, así que ya está confirmado. Arthur irá con ellos, es lo más lógico.

Edward compartió muchos recuerdos de Andrei, aún más cuando tomaba al pequeño Arthur en brazos y daba vueltas con él, mientras el niño sonreía con ese nuevo juego. Terminamos nuestra caminata, y sé que la conversación fue triste para Edward. Pero, por otro lado, fue bueno que caminara un poco, en compañía de su nieto.

Daniel resultó ser más difícil de encontrar. Pero eso no me importaba, yo también estaba haciendo todo lo posible para no tener que encontrármelo. Hemos tenido tantas peleas que todo esto me ha dejado agotada. Pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en la oficina, y era muy raro verlo alrededor de la mesa, para las comidas. ¿Para evitarme? Tal vez.

Al día siguiente, a las 6:00 a.m., me dijeron que llevara a Arthur a desayunar, en compañía del tío. Y yo, no tenía a dónde escapar. Entré en la oficina con Arthur agarrando mi mano, y en la otra llevaba su biberón. Caminé por el amplio espacio decorado, pasando por la secretaria malhumorada, pasé directo a la terraza.

Encontré a Daniel sentado en una tumbona, concentrado en la lectura de un periódico. Ni siquiera dije "Buenos días", fui acercándome y me senté. Tiré de la silla para que Arthur también se sentara, haciendo un ruido estridente, y eso fue suficiente para que él bajara el periódico y me mirara.

— Buenos días para ti también. — dijo él.

— Buenos días. — dije con una felicidad forzada.

— Buenos días, tío Daniel. — saludó Arthur, abrazándolo.

— Buenos días, mi campeón. — dijo él, devolviendo el abrazo del niño.

— Es una hermosa mañana, únase a mí en este hermoso desayuno. — Daniel puso una sonrisa en sus labios, dobló el periódico y luego lo dejó sobre la mesa.

Presté atención a su mano, aún herida. Y a pesar de eso, quise saber cómo estaba.

— ¿Estás mejor de tu mano?

— Un poco. — me miró a los ojos. — Quería agradecerte por hacerme dejar de golpear el saco. Si no me hubieras ayudado a detenerme, tendría el hueso de la mano fracturado. Eso es lo que dijo el médico. — dijo él.

— Imagínate. Te entiendo, cuando estamos llenos de problemas, lo último que queremos es golpear a alguien. — dije, y él rió. — Lo bueno es que golpeaste el saco, y lo malo es que fuiste tú quien sintió el dolor.

— Sí. Estoy en desventaja entonces. — dijo. Su sonrisa era maravillosa, y me provocó querer probar sus labios de nuevo, pero me contuve.

— ¿Qué pasa? — pregunté al verlo mirándome, con esa mirada indecifrable.

— Eres una tentación, señorita Vicente. — dijo. Sentí que mis mejillas se sonrojaban.

Me serví una taza de café, bajo la mirada de Daniel.

— Solo advierto, señor Armstrong, el pediatra vino esta mañana y examinó a Arthur. Me dijo que está bien, y que no hay rastro de calmantes en su organismo. — dije poniendo la taza en el platillo.

— Genial. Eso me estaba preocupando. — dijo llevando la taza a sus labios, y tomó el café en pocos sorbos. — ¿Has visto a mi padre hoy? Me encerré aquí desde temprano y no salí de este lugar.

— Sí, estuve con él en el jardín. — informé. — Su padre está muy afectado, y aunque haya pedido a todos que no se queden, él mismo no se da cuenta y termina hablando.

— Lo sé, es doloroso. — Daniel puso la taza en la mesa. — Me siento mal al verlo así.