Cecil Moreau estaba destinada a una vida de privilegios. Criada en una familia acomodada, con una belleza que giraba cabezas y un carácter tan afilado como su inteligencia, siempre obtuvo lo que quería. Pero la perfección era una máscara que ocultaba un corazón vulnerable y sediento de amor. Su vida dio un vuelco la noche en que descubrió que el hombre al que había entregado su alma, no solo la había traicionado, sino que lo había hecho con la mujer que ella consideraba su amiga.
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CAPITULO 22
Capítulo 22.
Adrien y Cecil estaban sentados en una acogedora cafetería del centro, con el aroma a café recién hecho envolviéndolos en un cálido abrazo. Sin embargo, el ambiente apacible no lograba disipar la inquietud de Cecil. Ella miraba la taza entre sus manos, dándole vueltas sin atreverse a alzar la vista hacia Adrien.
—No puedo dejar de pensar en ellos, Adrien —confesó finalmente, su voz baja—. Tus padres... Tienen tanto poder, y estoy segura de que intentarán separarnos.
Adrien, quien había estado observándola con atención, tomó su mano y entrelazó sus dedos con los de ella.
—Déjalos intentarlo —dijo con suavidad, pero firmeza—. Cecil, he tomado mi decisión. Tú eres mi futuro, y nadie, ni siquiera mis padres, cambiará eso.
Ella levantó la vista, sorprendida por la intensidad en sus palabras. Adrien sonrió, ese tipo de sonrisa que le hacía sentir que todo era posible.
—Tengo una idea loca —añadió él, inclinándose ligeramente hacia adelante—. ¿Por qué esperar?
Cecil lo miró con curiosidad.
—¿Qué quieres decir?
Adrien apretó su mano con más fuerza, sus ojos brillando con determinación.
—Casémonos ahora mismo.
El corazón de Cecil dio un vuelco.
—¿Ahora? —repitió, incrédula.
—Sí, ahora. No necesitamos una gran ceremonia para demostrar nuestro amor. Si hacemos esto, nadie podrá decirnos que no tenemos derecho a estar juntos.
Ella lo observó en silencio durante un momento que pareció eterno. Luego, una sonrisa se formó en sus labios, y sin pensarlo más, asintió.
—Hagámoslo.
La oficina de registros civiles era un edificio modesto, pero para Cecil y Adrien, en ese momento, era un lugar mágico. Apenas llegaron, se dirigieron al mostrador y explicaron su situación. La oficial los miró con una mezcla de sorpresa y emoción, probablemente acostumbrada a las historias románticas espontáneas. Cecil llevaba consigo los anillos que había comprado días antes, como si el destino hubiera conspirado para que todo encajara a la perfección. Con los documentos en orden y las firmas necesarias, todo se resolvió en cuestión de minutos.
Cuando el juez finalmente los declaró marido y mujer, Adrien tomó el rostro de Cecil entre sus manos y la besó con una pasión que hacía innecesarias las palabras. Allí, en esa pequeña oficina, sellaron su promesa de amor eterno. De vuelta en el auto, Cecil miraba su mano, donde el anillo de bodas brillaba con la luz del sol. Su sonrisa era radiante, pero había una pizca de incredulidad en su voz cuando habló.
—No puedo creer que lo hayamos hecho.
Adrien, que conducía con una expresión de pura felicidad, le lanzó una mirada rápida.
—¿Te arrepientes?
Ella negó con la cabeza, aun mirando su anillo.
—Ni por un segundo.
Adrien sonrió, tomando su mano por un instante antes de volver su atención a la carretera.
—Entonces, creo que es hora de enfrentarnos al mundo como marido y mujer.
Cuando llegaron a la mansión, Mathilde estaba esperándolos en el salón, todavía con los ánimos encendidos tras el enfrentamiento con los padres de Adrien. Al verlos entrar, notó algo diferente en ellos.
—¿Qué ocurrió? —preguntó, sus ojos moviéndose entre ambos con suspicacia.
Cecil extendió su mano, mostrando el anillo.
—Nos casamos.
Mathilde parpadeó, sorprendida, antes de romper en una carcajada que resonó por toda la habitación.
—¡Así se hace, niña! —exclamó, abrazando a Cecil con fuerza—. Si hay algo que he aprendido en esta vida es que no se espera el permiso de nadie para ser feliz.
Adrien sonrió, aliviado por la reacción de Mathilde.
—Gracias por apoyarnos.
Mathilde se alejó, mirándolos con orgullo.
—Siempre estaré de su lado. Pero prepárense, porque esto no detendrá a tus padres, Adrien.
Adrien asintió, con la misma determinación que había mostrado desde el principio.
—Que intenten lo que quieran. No podrán separarnos.
Mathilde los observó por un momento, reconociendo la fuerza del vínculo entre ellos.
—Entonces, que empiece la guerra —dijo, alzando su copa de vino como si brindara por su victoria.
Mathilde comenzó a dar instrucciones al personal de la casa con una energía renovada.
—¡Preparen la habitación principal para los recién casados! —ordenó, con una chispa de alegría que contagió a todos—. Quiero que esté perfecta. Flores frescas, ropa de cama nueva, y asegúrense de que haya algo de champán enfriándose.
Los empleados intercambiaron miradas sorprendidas, pero obedecieron con rapidez. Mientras tanto, Mathilde revisaba cada detalle para la cena de esa noche. No sería una celebración ostentosa, pero sí cálida y significativa. El comedor se iluminó con velas, y la mesa se llenó de platos cuidadosamente preparados, dignos de la ocasión. Cuando Adrien y Cecil bajaron al comedor, tomados de la mano y con una serenidad que sólo el amor verdadero podía proporcionar, Mathilde los recibió con los brazos abiertos.
—Puede que no haya habido una gran ceremonia —dijo, alzando su copa—, pero eso no significa que no merezcan una celebración como Dios manda.
La cena transcurrió entre risas, brindis y recuerdos compartidos. Mathilde, quien usualmente era reservada y formal, sorprendió a todos al permitirse varias copas de vino. Sus mejillas estaban ligeramente sonrojadas, y una sonrisa traviesa aparecía constantemente en su rostro.
—Tía Mathilde, creo que nunca te había visto tan alegre —comentó Cecil, divertida, mientras tomaba un sorbo de champán.
—¿Ah, sí? —respondió Mathilde, con una mirada brillante—. Tal vez es porque hoy es un día especial. Y, debo admitir, la sola idea de imaginar la cara de Isabelle cuando se entere de esto... ¡Me llena de un placer indescriptible!
Adrien río, sacudiendo la cabeza.
—No creo que mi madre lo tome con calma.
Mathilde se encogió de hombros, despreocupada.
El comentario hizo reír a todos, incluso a los empleados que, al pasar, no podían evitar notar la alegría inusual en el ambiente.
Esa noche, cuando la celebración terminó, Mathilde acompañó a Cecil y Adrien a la puerta de la habitación principal, que ahora sería su refugio.
—Todo está listo para ustedes —dijo, mientras colocaba una mano cariñosa en el hombro de su sobrina—. Cecil, has encontrado a alguien que te ama de verdad, y eso es todo lo que una mujer como yo puede desear para ti.
Cecil se inclinó para abrazar a su tía, sus ojos brillando de gratitud.
—Gracias, tía Mathilde. Por todo.
Mathilde asintió y, antes de marcharse, les dedicó una última sonrisa.
—Ahora vayan y disfruten de esta noche. Mañana será otro día, y estarán listos para lo que venga.
Cuando se cerró la puerta tras ellos, Adrien miró a Cecil con una expresión de pura adoración.
—Nunca había tenido una familia que me apoyara así —dijo en voz baja, tomando la mano de Cecil—. Eres increíble, y ahora entiendo de dónde sacaste esa fortaleza.
Cecil sonrió, emocionada, y lo abrazó con fuerza.
—Y ahora somos una familia, Adrien. Pase lo que pase, estaremos juntos.
Mientras las velas en la habitación proyectaban una luz suave y cálida, los recién casados comenzaron su vida juntos con la certeza de que, aunque el camino no sería fácil, su amor sería suficiente para superar cualquier obstáculo. Y en el corazón de Mathilde, que observaba desde su ventana, había una paz que no sentía desde hacía años.