"La casa donde aprendí a odiarme" es una novela profunda y desgarradora que sigue la vida de Aika, una adolescente marcada por la indiferencia de su madre y la preferencia constante hacia su hermano. Atrapada en una casa donde el amor nunca fue repartido de forma justa, Aika lidia con una depresión silenciosa que la consume desde dentro. Pero todo empieza a cambiar cuando conoce a Hikaru, un chico extraño que, sin prometer nada, comienza a ver en ella lo que nadie más quiso ver: su valor. Es una historia de dolor, resistencia, y de cómo incluso los corazones más rotos pueden volver a latir.
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Capítulo 5: Cosas que no se dicen en voz alta
A la mañana siguiente, desperté con una punzada en el pecho. Era la misma de siempre, esa que aparece cuando uno se da cuenta de que tiene que enfrentarse, otra vez, al mismo día con los mismos vacíos.
Me vestí despacio, sintiendo cómo el uniforme parecía más una armadura que una prenda. Una armadura rota, claro. De esas que ya no protegen, pero uno se pone igual por costumbre.
Mamá no estaba en la cocina. Raro. Su presencia solía ser lo primero que se notaba en la mañana, con su mirada apurada y sus críticas envueltas en frases supuestamente “normales”. En su lugar, estaba una nota pegada a la heladera: “Tu hermano tiene entrenamiento. No tardes en salir.” Ni un “buen día”, ni un “cuídate”, ni una firma. Sólo instrucciones. Como si yo fuera parte del mobiliario.
Desayuné sola. Dos galletas viejas y un café que sabía más a agua que a otra cosa. Me senté en la mesa mirando el reloj, esperando que el tiempo pasara rápido, como si llegar al colegio fuera una forma de escapar. Aunque allá tampoco me esperaban.
El camino fue silencioso, como siempre. En mi cabeza, sin embargo, las voces eran muchas. Mis pensamientos no me daban tregua. Repetían frases de mamá, gestos de mi hermano, palabras de la orientadora. Todo mezclado, todo golpeando sin parar.
En clase, intenté concentrarme. Pero la profesora hablaba y yo sentía que sus palabras rebotaban contra mí. Como si estuviera detrás de un vidrio. Viéndolo todo, pero sin formar parte de nada.
—Aika —llamó la profesora, sacándome de mi trance—. ¿Puedes leer el fragmento?
Tomé el libro con manos temblorosas. Mi voz era apenas un susurro. Sentía las miradas sobre mí como cuchillas. No porque me importara lo que pensaran, sino porque siempre temía que notaran lo rota que estaba.
Cuando terminé de leer, la profesora asintió y siguió con la clase, como si nada. Pero yo sentía que algo en mí se había desgastado un poco más. Como si hablar frente a otros fuera arrancarme una capa más de esa piel que me protegía del mundo.
En el recreo, una chica de mi clase se acercó. Se llamaba Luna. No hablábamos mucho, apenas algunos “hola” cuando coincidíamos en grupo. Pero esa vez me miró distinto, como si supiera algo.
—¿Estás bien? —preguntó.
Dudé. Una parte de mí quería decirle que no. Que estaba harta. Que me sentía vacía. Que mi casa era una cárcel con cortinas. Pero solo dije:
—Sí. ¿Por qué?
—No sé… a veces pareces… triste.
Tragué saliva. La palabra “triste” me sonó tan pequeña. Como si no alcanzara para explicar lo que sentía. Como si fuera la punta de un iceberg que nadie quería mirar completo.
—Solo estoy cansada —mentí, otra vez.
Luna asintió, pero no pareció convencida. Aun así, no insistió. Nadie insiste demasiado. Es más fácil fingir que todo está bien.
Al volver a casa, mamá estaba en el sofá, con el celular en la mano y cara de disgusto. Apenas crucé la puerta, me lanzó una mirada que ya conocía bien.
—¿Dónde estabas?
—En el colegio.
—Te demoraste.
—Salí a la hora de siempre.
—No me respondas así, Aika. No tengo la culpa de que seas tan lenta.
Quise gritarle. Quise decirle que estaba harta de que siempre me culpara por todo. Pero no dije nada. Tragué las palabras. Como siempre. Porque en esa casa, hablar era arriesgarse a más heridas.
Subí a mi cuarto, cerré la puerta, y respiré hondo. Miré el techo como si en él hubiera alguna respuesta. Pero sólo estaba el silencio. Ese silencio espeso que lo cubría todo cuando mamá decidía que yo no merecía su atención.
Escribí una nueva hoja:
"Hoy alguien me preguntó si estaba triste. Quise decirle que sí. Que lo estoy desde hace años. Pero mentí. Como siempre. Porque ya ni siquiera sé cómo se dice la verdad sin romperse por dentro."
La doblé y la escondí con las otras. Mi pequeño diario clandestino. Mi testigo mudo.
Esa noche, no cené. Nadie me llamó para hacerlo. No preguntaron por mí. No tocaron la puerta. Y yo, por primera vez, entendí que el hambre del cuerpo era menos feroz que el hambre de ser querida.