El destino de los Ling vuelve a ponerse a prueba.
Mientras Lina y Luzbel aprenden a sostener su amor en la vida de casados, surge una nueva historia que arde con intensidad: la de Daniela Ling y Alexander Meg.
Lo que comenzó como una amistad se transforma en un amor prohibido, lleno de pasión y decisiones difíciles. Pero en medio de ese fuego, una traición inesperada amenaza con convertirlo todo en cenizas.
Entre muertes, secretos y la llegada de nuevos personajes, Daniela deberá enfrentar el dolor más profundo y descubrir si el amor puede sobrevivir incluso a la tormenta más feroz.
Fuego en la Tormenta es una novela de acción, romance y segundas oportunidades, donde cada página te llevará al límite de la emoción.
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El inicio del infierno
Capítulo 20: El inicio del infierno
Desde la perspectiva de Daniela Ling
El sonido del mar seguía presente, lejano, como un susurro suave que buscaba calmar mi ansiedad.
Pero en mi pecho, nada podía traer paz.
No después de las palabras de Alexander.
"Prepara tus cosas. Lina, tú y Belian se van ya. Yo los acompaño."
No dijo más.
No necesitó hacerlo.
El silencio entre frase y frase fue más elocuente que cualquier explicación.
Y eso… eso fue lo que realmente me asustó.
Mi pecho se apretaba, una mezcla de adrenalina y ansiedad corriendo por mis venas como fuego líquido.
Algo no estaba bien.
Lo supe desde el momento en que vi a Luis sonreírle a Rita como si no se conocieran de nada.
Sus ojos los delataban.
Era falso.
Una actuación ensayada que ahora se caía a pedazos frente a mí.
No discutí con Alexander.
No lo cuestioné.
Solo asentí y regresé a la habitación que Lina compartía con Belian y Luzbel.
Ella estaba sentada en la mecedora, alimentando a Belian con ternura, tarareando una canción de cuna suave.
Parecía tan tranquila que por un instante dudé en romper esa burbuja.
Pero en cuanto me acerqué y la miré directo a los ojos, lo supo.
El brillo en mi mirada hablaba por mí.
—Tenemos que empacar —susurré, como si el aire pudiera esparcir mis palabras por toda la cabaña—. Alexander dijo que nos vamos ya.
Lina se tensó al instante.
Frunció el ceño y abrazó a Belian con más fuerza.
—¿Qué pasó?
Tragué saliva.
—No lo dijo. Pero sé que es grave. Lo sentí en su tono.
Ella bajó la mirada hacia su bebé, lo acomodó con más ternura aún, y suspiró.
Como si su instinto de madre ya hubiera adivinado la amenaza que nos rodeaba.
—Lo sabía —murmuró, con un nudo en la voz—. Desde que Rita apareció con esa sonrisa de actriz barata… algo me dolía aquí. —Se tocó el pecho, justo sobre el corazón—. Era un ardor raro. Como un presentimiento.
Asentí con fuerza.
—No fuiste la única. Desde el primer momento me sentí incómoda con Luis. Pensé que era solo instinto de defensa, pero no. Esto es más grande.
Nuestras miradas se encontraron.
El miedo estaba allí, sí.
Pero también algo más.
Determinación.
No dijimos nada más.
No hacía falta.
En silencio, empezamos a empacar lo necesario.
Nada llamativo.
Ropa ligera, pañales, leche en polvo, un par de biberones.
Todo lo demás podía quedarse.
El sonido de nuestras manos recogiendo las cosas era el único ruido que llenaba la habitación.
Ni siquiera Belian lloraba.
Era como si hasta él supiera que debía estar en calma.
El tiempo se volvió espeso. Cada segundo parecía estirarse como una cuerda a punto de romperse.
Cuando por fin terminamos, salimos por la parte trasera de la cabaña.
El sendero estrecho nos llevó hasta el estacionamiento oculto entre palmeras.
El viento nocturno corría ya, fresco, con ese aroma a sal y peligro.
Y allí estaba él.
Alexander.
Apoyado contra un SUV negro, los brazos cruzados, la mandíbula tensa.
Su silueta bajo la luz tenue parecía esculpida en hierro.
Detrás de él, tres camionetas más esperaban, discretas pero cargadas de hombres armados.
No necesitaba ver las pistolas escondidas bajo sus chaquetas para saberlo: se movían con la firmeza letal de quienes estaban listos para matar o morir.
Lina apretó a Belian contra su pecho, y Alexander se acercó enseguida para ayudarnos a subir.
Yo fui la última en entrar.
Y apenas estuve dentro, lo enfrenté.
—¿Vas a decirnos qué demonios pasa? —pregunté, cruzándome de brazos.
Alexander giró el rostro hacia mí.
Sus ojos eran hielo por fuera, fuego por dentro.
La clase de fuego que podía consumirlo todo en segundos.
—Esos dos —murmuró, con voz grave, asegurándose de que Lina no escuchara demasiado—. Rita y Luis no son quienes dicen ser. Están conectados con alguien que quiere jodernos. A Luzbel y a mí.
El aire se me atascó en la garganta.
—¿Qué clase de conexión?
Él apretó los labios, como si cada palabra pesara toneladas.
—No puedo decir más aún. Pero Luzbel quiere a Lina y a Belian fuera. Y yo… a ti también.
Lo miré, sintiendo cómo mi corazón se aceleraba.
—¿Me estás diciendo que nos usaron?
Su mirada se endureció.
—No lo permitiré —dijo con una furia contenida que me erizó la piel—. Pero no hay tiempo. Confía en mí.
Y por alguna extraña razón, lo hice.
Como siempre.
El motor rugió y el SUV se puso en marcha.
Detrás de nosotros, las otras camionetas arrancaron en formación.
Éramos un convoy en plena fuga, alejándonos de la playa como si la oscuridad misma nos persiguiera.
El camino serpenteaba entre la selva y la carretera.
Los faros iluminaban apenas lo suficiente para mantener la dirección.
Yo tamborileaba mis dedos contra la cremallera de mi mochila, mientras Lina acariciaba suavemente la cabeza de Belian, que dormía como si el mundo no estuviera a punto de estallar.
La tensión era un animal invisible dentro del auto.
Se respiraba, se sentía, me apretaba los pulmones.
Intentaba calmarme mirando por la ventana cuando lo percibí.
Una vibración distinta.
Una sensación que me erizó los brazos.
Me incorporé un poco.
—Alexander… —susurré.
Él se giró hacia mí desde el asiento del copiloto, atento.
—¿Qué?
Tragué saliva.
—Nos siguen.
Su mandíbula se tensó más de lo normal.
Bajó apenas la cabeza, miró por el espejo lateral.
Y lo vio.
Dos luces lejanas, demasiado constantes, demasiado pegadas.
—Mierda —susurró, sacando su celular de inmediato.
Mi voz tembló apenas:
—¿Es… Luis?
—No lo sé —respondió sin apartar la vista de la carretera—. Pero ya no estamos en una simple escapada. Esto se acaba aquí.
Sus ojos se oscurecieron.
Un brillo helado, feroz.
Y en ese instante lo supe: el verdadero infierno acababa de comenzar.