En el corazón del Bosque de Dragonwolf, donde dos clanes milenarios han pactado la paz a través del matrimonio, nace una historia que nadie esperaba.
Draco, el orgulloso y temido hijo del clan dragón, debe casarse con la misteriosa heredera Omega del clan lobo y tener un heredero. Louve, un joven de mirada salvaje, orejas puntiagudas y una cola tan inquieta como su espíritu, también huye del destino que le han impuesto.
Sin saber quiénes son realmente, se encuentran por casualidad en una cascada escondida... y lo que debería ser solo un escape se convierte en una conexión inesperada. Draco se siente atraído por ese chico libre, borrachito de licor y risueño, sin imaginar que es su futuro esposo.
¿Podrá el amor florecer entre dos enemigos destinados a casarse sin saber que ya se han encontrado... y que el mayor secreto aún está por revelarse?
Una historia de miradas tímidas, corazones confundidos y un embarazo no deseado.
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El precio de tocar lo ajeno.
Louve estaba sentado sobre una roca, alejado del círculo de fuego, de las espadas, de los gritos sordos que se ahogaban entre sangre y tierra húmeda.
Sus ojos Azulados seguían, en silencio, cada movimiento de Draco.
Sabía que debía dejarlo ser.
Sabía que no podía detenerlo.
Pero parte de él... parte muy dentro de su pecho... sólo quería que parara.
—¡Idiotas… !—la voz de Draco se escuchaba ronca, raspada, llena de veneno.
Su puño volaba con fuerza sobre el estómago de uno de los dragones capturados. El invasor se dobló como un trapo viejo, vomitando saliva mezclada con sangre. No tuvo tiempo de quejarse… porque Draco lo levantó de un solo brazo y lo arrojó contra el suelo como si fuera un juguete roto. Un guiñapo.
—¡En mi cielo! ¿Que demonios creen que hacían?—escupe, girando hacia otro.
Una patada brutal le quebró varias costillas a otro dragón. El crujido fue espantoso.
Louve cerró los ojos apenas un segundo. Tragó saliva. El olor a ira, fuego y escamas quemadas llenaba el aire.
Draco no estaba siendo un príncipe…
Estaba siendo el principe dragón, que un día va a gobernar por su padre.
El que protegía.
El que castigaba.
El que no perdonaba.
Porque lo habían visto débil.
Porque lo habían forzado a huir.
Porque lo habían visto volar con él en brazos… sin poder defenderse, sin poder rugir como el monstruo que realmente era.
Eso…
Eso lo había enfurecido más que cualquier herida en su espalda.
Y Louve lo entendía.
—No hay honor en atacar a un macho que lleva a su pareja —dijo otro comandante, de pie cerca, con el rostro serio—. Es ley vieja. Es ley de guerra.
Draco se giró, sudoroso, respirando por la boca, con el cabello pegado a la frente.
Sus ojos Azules se desviaron… y encontraron los de Louve… allá lejos, solo… descalzo sobre la roca, abrazando sus propias rodillas, observándolo.
Y por un instante… su furia se transformó en algo más salvaje aún.
En protección.
En necesidad.
En rabia contenida por imaginar siquiera que alguien hubiese puesto una mano encima de su omega. Uff ni pensarlo.
El último de los Volvanes, terco como una mula, intentó escupirle sangre en señal de desprecio.
Mala idea.
—Púdrete tú y tu maldita pareja de mierda. Un príncipe que aspira a ser rey casado con la raza más débil. ¿Acaso en tu manada no quedan mujeres aptas o te rechazaron porque no te funciona el pito y no te quedó de otra que emparejarte con un Licántropo y encima macho? Aunque sea un Omega estás jodido. Nadie en estás planicies veneraran a un sangre sucia como descendencia.
—A mi cielo... no entran y salen vivos —sentenció Draco. Y tú te me callas hijo de puta. No sabes ni mierdas.
Y Zaz, otra cabeza que rodó.
El rugido que soltó luego sacudió los huesos de Louve desde lejos.
Respiró profundamente y de la boca escupió fuego quemando el resto.
Fuego rojo.
Fuego del infierno.
Los comandantes retrocedieron. Su mentor entendió su furia. Solo dejo a uno con vida para interrogarlos luego porque sobrevolaba su territorio. Los demás invasores no gritaron más. Sólo hubo cenizas.
Cuando todo terminó, el lugar olía a muerte… y a victoria amarga.
Cuando el humo se disipó, el Maestro se acercó, sin apuro. Llevaba siglos entrenando criaturas como Draco… pero sabía que este era diferente. Y peligroso. Sobre todo cuando estaba tan decidido.
—¿Qué piensas hacer ahora?
Draco alzó la vista hacia el cielo ennegrecido, luego la bajó hacia el suelo que ahora era un cementerio.
—Será mejor que el ejército se prepare. Esto no fue una incursión común… Se aproxima una guerra, maestro. Lo siento en mis huesos. En mis alas. En mis llamas.
El viejo guerrero asintió lentamente.
—Entonces entrena. Duro. Más que nunca. Porque vendrán por ti, por Louve… por lo que más quieres.
Draco apretó los puños.
—No permitiré que le hagan daño.
—No lo dudo —respondió el mentor, con un tono firme pero paternal—. Pero no vuelvas a surcar los cielos con él. No mientras esto siga. No puedes seguir exponiéndolo.
Draco bajó la mirada, en silencio.
Luego asintió una sola vez.
—Lo sé.
—Protéjela desde la sombra si hace falta… pero no la pongas en la mira de nuevo. No si la guerra que se acerca es la que yo creo que es…
El viento silbó entre las hojas calcinadas. El campo de tortura quedó atrás.
Pero el verdadero conflicto… apenas estaba por comenzar.
Draco se quedó de pie… solo… con las manos aún temblando… pero su mirada seguía clavada en Louve.
No importaba el poder.
No importaba el fuego.
No importaba la sangre.
Todo en él solo giraba alrededor de ese pequeño lobo testarudo… que había estado a punto de perder.
Y Louve… con el corazón apretado en el pecho… solo pensaba:
"Tonto dragón… podrías haberte muerto… sólo por cargarme."
Porque cuando Draco amaba… amaba hasta quemar los cielos.
Dracon se quedó de pie en medio del claro, con la brisa de la cascada golpeándole la espalda ya limpia de sangre. Aún envuelto en la manta roja, aún oliendo a humo, a furia y a metal caliente.
Sus ojos, esas malditas pupilas rasgadas como de bestia, observaban a los últimos de sus comandantes alzar vuelo con el único sobreviviente junto a su maestro.
—Regresen al castillo —ordenó minutos antes, con su voz cortante—. Avisen a mi padre. Díganle que esto no fue un ataque. Vinieron a mirar. A estudiar. A informar.
Todos lo entendieron.
Al final uno de los invasores había logrado escapar. Haciéndose el muerto pero nadie se dió cuenta en medio del caos.
Y pronto… el rey del clan Volvane sabría que el príncipe Draco, heredero de la furia roja… había volado en sus cielos llevando a un omega en brazos.
Un omega lobo.
Su omega.
Su esposa.
Los dragones partieron.
Solo quedaron cenizas… el olor a cuero quemado… y él.
Y Louve.
Louve que había esperado pacientemente, viendo desde su roca todo lo que su dragón había hecho con esos cuerpos. No eran guerreros… eran muñecos destrozados. Cenizas y polvo.
Y cuando todo quedó en silencio…
Louve caminó hacia él.
Descalzo.
Lento.
Con esa rabia contenida que se le notaba hasta en la punta de las orejas.
Y sin poder callarse más, le soltó en seco:
—Y yo que me preocupé tanto por ti… —sus ojos brillaban, entre molestia y dolor—. Que casi se me sale el alma… que me ardió el pecho de verte herido… y mira lo duro que fuiste con ellos…
Draco entrecerró los ojos, observándolo mientras se seca el cuerpo con algo que encontró limpio.
—Los destrozaste, bárbaro de alas negras.
Su voz tembló.
No de miedo.
No.
De puro coraje.
De pura rabia de lobo enamorado.
Y ahí estaba Louve… con el cabello suelto, con su torso desnudo, sucio de tierra, con el olor de mar y bosque pegado a su piel… diciéndole a él, al dragón temido por muchos… bárbaro.
Su bárbaro.
Y Draco…
Draco sonrió de lado.
Oscuro.
Fascinado.
Perdido.
—Así es, lobito mío… —dice con voz grave—. Y lo volvería a hacer.
Porque nadie.
Absolutamente nadie.
Toca lo que es mío.
q esperabas