Un deseo por lo prohibido
Viviendo en un matrimonio lleno de maltratos y abusos, donde su esposo dilapidó la fortuna familia, llevándolos a una crisis muy grave, no tuvo de otra más que hacerse cargo de la familia hasta el extremo de pedírsele lo imposible.
Teniendo que buscar la manera de ayudar a su esposo, un contrato de sumisión puede ser su salvación. En el cual, a cambio de sus "servicios", donde debía de entregársele por completo, deberá hacer algo que su moral y ética le prohíben, todo para conseguir el dinero que tanto necesita...
¿Será que ese contrato es su perdición?
¿O le dará la libertad que tanto ha anhelado?
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Capitulo 20
Muriel no supo qué decir. Además, tener a Yeikol tan cerca le provocaba ciertas sensaciones.
— Muriel, quedé intrigado con unas palabras que usted dijo; Le abrí las piernas a un hombre y me pagó muy bien. ¿Y sabes que fue lo mejor?… Me quedó gustando.
— ¡Vaya! Usted no deja escapar ningún detalle.
— ¿Qué hay de cierto en eso?
— Lo siento, no tengo que responder a su pregunta. Si no tiene nada más que decir, me retiro.— ella se giró y caminó hacia la salida.
— No le he dicho que se puede retirar.— ella se detuvo, pero no volteó a mirarlo.
Él se acercó a ella por detrás, logrando juntar ambos cuerpos, y le susurró al oído; — Créame que nunca sentiría algo con alguien que me use a su voluntad. ¿Recuerda esas palabras, Muriel?
Ella se inmutó y se le erizó la piel al sentir su respiración en el cuello. Con esas palabras ella comentó la cláusula número dos. Obviamente, se acordaba de esas exactas palabras, y prefirió no responder a la pregunta.
Yeikol, tomó su silencio como un sí y le dijo. — Espero que no cambies de opinión. Lo digo por su bien. Puede retirarse.— se alejó y volvió a su escritorio.
Muriel salió de la oficina totalmente ruborizada. Sus amigas la esperaban impacientes, querían saber qué había sucedido. Muy ansiosas empezaron a hacer preguntas.
— Ustedes saben lo que pasó, el señor Richardson la despidió por irrespetuosa.— dijo Muriel.
— ¿Y qué te dijo a ti?— preguntó Sofía.
— Que no puedo volver a usar su nombre como referencia, bajo ningunas circunstancias.
Ellas continuaron indagando, pero Muriel les contestaba con vanas respuestas.
Alfred notó a Yeikol perdido en sus pensamientos.
— Señor, la señora firmó el contrato de cancelación.— preguntó Alfred, aunque él sabía la respuesta.
— No.
— ¿No? Supuse que no quería volver a estar con ella.
— Alfred, amigo, no siempre puedes tener la razón.
El asistente no entendía el comportamiento de su jefe, y le recordó. — Dijo que ella no era lo que estaba buscando.
Yeikol sonrió levemente, era chistoso ver el rostro de preocupación que reflejaba Alfred.— ¿A qué le tienes miedo, Alfred?
— Mi señor, lo conozco desde que era un niño, y nunca lo había visto reaccionar de esa manera ante una mujer.
— ¿Crees que me puedo enamorar?— preguntó Yeikol con una sonrisa.
— Eso no sería conveniente, mi señor.
Yeikol sabía cuánto aprecio le tenía Alfred, por esa razón entendía lo mucho que se preocupaba por él.— Relájate. Amo a Milena, jamás dejaré de amarla.
El día continuó avanzando. Muriel regresó a la mansión. Pero antes de entrar a dicho lugar, vio una mujer sentada en la acera, que le llamó la atención. Era la mujer del día anterior. Decidió ir a saludarla.
— Hola, extraña.— Saludó Muriel y se sentó a su lado.
— Hola, arrepentida. Si quieres un consejo te advierto que te costará dinero. Los clientes están difíciles y debo el alquiler.— dijo la señora con su cigarrillo en mano.
A Muriel le causó risa su manera peculiar de expresarse.— No necesito un consejo. ¿Cuál es tu nombre?
— Eres una tacaña. Soy Lola.
— Lola, me caes bien. Y para que veas que no soy tacaña, te voy a pagar el alquiler.
La señora se levantó sorprendida por la generosidad de Muriel. Desde hace tiempo nadie hacía nada por ella, a menos que fuera por interés. Se arrodilló ante la joven y le sujetó la mano.
— Pídeme lo que quieras, pero recuerda que no tengo nada, y no soy lesbiana.— dijo la señora.
— Levántate. ¡Qué cosas dices, Dios! ¿Te parece si nos tomamos un café?
Lola decidió llevar a Muriel a su humilde hogar, la habitación quedaba a unas cuadras de la mansión. El espacio era pequeño, pero se podía sentir buena vibra, y respirar aire fresco.
La señora Lola no tenía hijos y sus familiares le dieron la espalda después de su fracaso matrimonial. Ella fue una mujer adinerada, pero su pareja sentimental la dejó en banca rota, y se marchó del país. Sin oportunidades, sin recursos económicos, y sin una mano amiga que le brindara apoyo, se dedicó a la prostitución. Fue maltratada, e insultada muchas veces, tantas que había perdido la fe en ella misma.
Después de tomarse el café y platicar por una hora, Muriel regresó a la mansión. Para su sorpresa, o quizás no tanto, los Brown esperaban por ella. De inmediato empezaron los reclamos por la hora de retraso.
Muriel terminó de entrar y se acomodó en el sofá. Era sorprendente ver la manera que ellos tenían para recibirla. En otras ocasiones, la joven se ponía nerviosa, esta vez, decidió no darles el gusto de verla molesta.
— Mi hermosa familia. ¿Qué puedo hacer por ustedes, para que estén complacidos?— preguntó con sarcasmo y se acomodó en el regazo de su esposo, quien la miraba extrañado.
— Vamos, levántate de ahí. Necesito un café.— gritó Beatriz.
Noah la empujó, haciéndola tropezar y caer al suelo. — Muévete, prepara el café para mi mamá. Y me urge un baño.
Esa era la vida de Muriel. Pero, hasta cuando iba a seguir soportando.
Era de noche. En la mansión Richardson, Yeikol salía del baño completamente desnudo, y el agua corriendo por su piel. Milena, al ver a su hermoso esposo, se acercó a él. Con ambas manos, le empezó a acariciar todo el cuerpo, provocándole una erección.
— ¿Pensé que estabas cansada?— preguntó Yeikol, excitado.
— No lo suficiente para privarme de hacer el amor con mi esposo.— ella se abajó frente a él, y comenzó a practicarle sexo oral. Después de varios minutos, él estaba a punto de acabar en su boca, la levantó y la cargó.
— Te amo.— dijo Yeikol mientras la llevaba a la peinadora.
— Yo también te amo. — dijo ella excitada.
Empezaron a hacer el amor. Él la trataba con delicadeza, como si fuera una muñeca de porcelana, que teme romper. Cada beso era apasionado, cada caricia con ternura, cada movimiento con suavidad. Entre ellos, hacer el amor era una verdadera obra de arte. Los gemidos, y las palabras de placer, hacían que ambos se excitaran al máximo.