EMBARACE A MI ENEMIGO
Soy Dracon Arion Diaval y esta es nuestra historia.
Dicen que cuando el destino quiere jugar, lo hace con una sonrisa burlona y las manos detrás de la espalda. Yo no creo en el destino. O al menos, no creía. Hasta que lo conocí.
El Bosque de Dragonwolf hervía de vida. Las ramas susurraban nombres de bodas, los vientos cargaban listas de invitados y promesas de unión. Desde que tengo memoria, nuestras tribus han convivido con recelo, como dos bestias que toleran la presencia del otro solo para no extinguirse mutuamente. Pero ahora, por milésima vez cada mil años, íbamos a volver a casarnos entre nosotros.
No lo hacíamos por amor. Lo hacíamos por paz.
Y esa palabra me revolvía el estómago.
Yo, Draco del linaje dragón, hijo único del Rey Karl Arion Diaval del clan Dragoniano, estaba prometido a alguien que jamás había visto. Su nombre es Louve. Mis amigos se escabulleron en la tribu lobo y escucharon a las doncellas mencionar el nombre de la Omega prometida para mi. Según las viejas tradiciones, ni siquiera debía conocer su rostro hasta la noche de bodas. El nombre me hizo pensar en una criatura delicada, una loba de ojos tristes. Me bastaba con eso para estar incómodo.
No quería casarme. Ni por paz, ni por deber, ni por el honor de una tradición que nunca elegí.
Así que escapé momentáneamente de mis responsabilidades.
A media mañana extendí las alas y volé sobre la frontera entre nuestros territorios. Habían hecho un campamento en medio de los dos reinos y en una cueva desde hace más de un año, se construyó lo que sería nuestro hogar. Así que volé al sur.
No demasiado alto, no quería ser visto por los vigías del clan Lobo. Planeé entre los árboles hasta encontrarlo: el rincón más escondido del bosque, la cascada prohibida, donde el agua corría limpia y nadie preguntaba por qué habías llegado.
Aterrizé entre ramas húmedas, plegando mis alas con un suspiro. Estaba agotado. El mundo entero me pesaba sobre los hombros. Dejé caer la camisa y me incliné para beber del arroyo. Fue entonces cuando lo vi.
Primero fue un destello. Un movimiento apenas visible entre la cortina de agua. Pensé que era un ciervo, hasta que el vapor se despejó.
Había un chico bañándose bajo la cascada.
Era delgado, de piel blanca, pero con un cuerpo moldeado por la agilidad. Su espalda era larga, su cabello negro le caía mojado hasta la cintura. Pero lo que más me llamó la atención fueron sus orejas. Puntiagudas, peludas, claramente del clan lobo. Se movían con cada sonido. Y desde su espalda baja... una cola oscura emergía del agua, agitándose como si tuviera voluntad propia.
Me quedé congelado. No podía apartar los ojos.
No por lujuria.
Era... otra cosa. Curiosidad. Asombro. Un estremecimiento que no reconocí. Nunca había visto a un hombre lobo tan cerca.
El chico tarareaba una melodía tribal, una de esas que mi madre solía cantar de joven. A su lado, una botella de licor de caña medio vacía rodaba sobre una roca. Estaba... borracho. Ligeramente, dulcemente borracho.
No debería haberme quedado. Pero lo hice.
Un crujido bajo mis botas delató mi presencia. Él se giró de inmediato, alarmado.
—¿Q-qué…? —balbucea, con una voz suave, algo ronca por el alcohol. Me mira con los ojos bien abiertos y se cubre el pecho con ambas manos—. ¡¿Qué haces aquí?!
Me habría reído si no estuviera tan impactado. Sus orejas se movieron hacia atrás como las de un cachorro asustado, y su rostro se tiñó de rojo hasta las puntas. La escena era tan absurda como encantadora.
—¿Por qué te avergüenzas? —le dije, dando un paso hacia el agua—. Ambos somos chicos, ¿no?
Él parpadeó, desconcertado. No contestó.
Y entonces lo vi: sus ojos. De un color azul profundo, como el cielo antes de una tormenta. Una mirada aguda, sensible. No eran los ojos de un guerrero. Eran los de alguien que miraba el mundo con emociones desbordadas. Tal vez un chico mimado.
—Eso no lo hace menos incómodo… —murmura, dándome la espalda con rapidez. Su cola se sacude nerviosa, como si fuera parte de su vergüenza.
Me senté en una roca cercana y dejé que el silencio hablara. El agua, el viento, los pájaros. Él respiraba agitado. Yo, por mi parte, no entendía qué demonios me pasaba. Había visto cientos de lobos en mi vida a la distancia, cuando surcaba los cielos de joven. Algunos más fuertes, otros más bellos. Pero ninguno me había... tocado, como lo hizo él en ese instante.
—No pensé encontrar a alguien aquí… pero me alegra —le confesé, sorprendiéndome de mis propias palabras—. Nunca he conocido a un hombre lobo tan… libre, tan cerca.
Hubo una pausa. Una pequeña pausa.
—¿Y tú quién eres?
Me quedé quieto. Si decía mi nombre, lo arruinaría todo. Si decía que era el príncipe dragón, seguro correría y no volvería.
—Solo un viajero con alas cansadas —respondí, mirando al cielo a través del follaje.
—Y yo… —dijo, más bajo— solo un hijo rebelde que no quiere casarse con alguien que ni siquiera ha visto.
La risa se nos escapó al mismo tiempo. Fue una risa sincera, aliviada, como si por fin alguien hablara nuestro idioma.
Nos quedamos así por un rato. Yo mirando la cascada, él de espaldas a mí. El agua seguía cayendo, cantando secretos. No hablamos más, pero tampoco hizo falta. Sentí que había encontrado algo que llevaba mucho tiempo buscando sin saberlo.
Y lo peor —o lo mejor— era que no sabía su nombre.
Y él no sabía el mío.
No sé qué fue lo que me empujó a hacerlo. Tal vez fue la mirada avergonzada del chico, tal vez el calor insoportable de la armadura, o simplemente la necesidad de sentirme libre por un maldito segundo. Pero mientras lo observaba allí, bajo la cascada, con esa expresión entre vulnerable y desafiando al mundo, algo en mi pecho vibró. Me quise reír, quise decirle que se tapara mejor, que no pareciera un cervatillo mojado. En cambio, me quise sumergir con él.
—¿Sabes qué? —dije, aflojándome la pechera—. Me daré un chapuzón también. Tal vez así se te pasa la vergüenza.
El chico casi se ahoga con su propia saliva.
—¡¿Qué!?—
Me deslicé la parte superior de la armadura con cuidado. Las escamas negras en mis hombros brillaron con la humedad del aire, oscuras y lisas como obsidiana pulida. Bajaban hasta mis muñecas, fuertes, resistentes, pero molestas para dormir en tiempo de calor. Las piernas me las cubrían desde las rodillas hasta los tobillos, gruesas como placas naturales. Y, claro, mi cola salió a relucir al quedar totalmente desnudo, moviéndose con pereza tras mí, provocando un leve chapoteo en el agua.
—¿Qué... qué eres?— preguntó, bajito.
No me lo dijo con miedo. Fue más bien asombro, como si hubiera visto una estrella fugaz caer directo a sus pies.
—Dragón —respondí, metiéndome al agua con un suspiro—. Al menos, eso dicen mis genes. Las chicas de mi clan tienen otra opinión.
—¿Otra opinión?—
Me hundí y volvi a salir, sacudiendo el cabello grisáceo hacia atrás.
—Nunca desarrollé los cuernos. Para ellas, eso me hace incompleto. Inútil. Sin valor. Ninguna quiso emparejarse conmigo, y yo… tampoco lo intenté demasiado. Mejor solo que mal acompañado en mis casi 200 años.
El chico me miraba como si quisiera tocar mis escamas. Como si hubiera algo en mí que lo intrigaba más de lo que quería admitir.
—No pareces incompleto. Yo cumplo 18 años mañana—murmura.
Algo se me revolvió en el pecho. Era una cría de lobo. Me reí y nadé hasta la orilla, donde había una roca plana. Me senté junto a él, y por un segundo, el sonido de la cascada fue lo único que nos envolvió.
—¡Ah! —dijo de pronto, alzando la botella que había traído con él—. Toma, esto te calentará más que el fuego. Tiene Anamú, Canelilla,
Marabeli, Clavo dulce, Maguei, Timacle, Guayacan, Anis pasas y Pega palos.
La acepté sin saber ni mierdas que eran esas plantas. Tenía un olor fuerte, fermentado. Bebí, sentí que me raspaba el esófago y luego me dejaba una calidez en el pecho.
—Joder, eso quema. ¿Estás tratando de matarme?
Rió. Tenía una risa ligera, que no combinaba con su mirada triste.
—¡Tú puedes escupir fuego!— dice, de pronto, con los ojos brillando.
—¿Quieres ver?—
Inhalé profundo. Me concentré, y desde mis pulmones hasta mi garganta, sentí el calor subir. Exhalé con fuerza y una llamarada azul chispeó frente a nosotros, evaporando gotas del aire. —dio un saltito, emocionado.
—¡Eso fue genial!—
—Tu turno. ¿Tienes alguna habilidad o solo eres bonito?— me mira sonriendo.
Frunce el ceño, pero luego se puso de pie, firme. Levanta el mentón y lanza un aullido. No un gritito cualquiera. Era un llamado profundo, antiguo. Un aullido de lobo, de los de verdad. Sentí la piel erizárseme. El eco respondió desde las montañas. Si fuera lobo ¿sería esa la señal de apareamiento?
—¡Vaya!— dije, impresionado—. ¡Eso fue real! ¿Te respondió alguien?
—Tal vez un ciervo confundido —bromea, sentándose de nuevo.
Volvimos al silencio. Entonces, me lo dijo.
—¿Sabes por qué me obligan a casarme?—
Lo miré. Había algo roto en su voz.
—Porque estoy enfermo, no soy normal —dijo—. Soy omega.
Lo miré sin entender.
—Mis órganos internos son de mujer, frágiles. Mis huesos más livianos. Mi familia cree que si me uno a un dragón, podré engendrar. Que eso me fortalecerá. Una alianza... un embarazo. Una cura.
—¡Tú puedes quedar embarazado? Pero eres un chico—le dije sorprendido.
Asintió, sin mirarme.
—Sí. Un alfa dragón dominante como tú podría. Si el alfa es fuerte no habría problema dice mi madre, pero en mi tribu no hay más Lobos alfas dominantes. Yo soy Omega recesivo.
Me quedé sin palabras. En parte por la revelación. En parte porque me había llamado "alfa".
—Yo tampoco quiero casarme —le dije—. Pero si tengo que hacerlo, que sea con una mujer con buenos pechos, buen trasero... que sepa cocinar. Nada del caldo rancio ese que sirven en los fuertes.
Se río bajito.
—Eres un idiota.
—Y tú, cachorro, ¿qué quieres de tu futuro esposo?
Tardó unos segundos. Luego dijo, bajito:
—Que sea amable conmigo.
Me quedé callado. El agua seguía corriendo, pero algo había cambiado. Algo en cómo lo miraba. Algo en cómo él me miraba a mí. No sabía por qué, pero el corazón me latía raro.
«¿Habré enfermado?» pienso.
No sabía quién era ese chico, ni por qué su voz me envolvía como fuego lento. Pero una cosa sí sabía: me estaba metiendo en un lío.
Y no quería salir.
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