Un Nuevo Amor

Esa noche, después de cerrar la puerta de la habitación de David, Ángela caminó por los pasillos del hotel con el corazón acelerado. No sabía si reír, enojarse o simplemente intentar olvidar todo.

Cada paso que daba era un intento por despejar la mente, pero la imagen de su mirada, su tono de voz y aquella sonrisa insistían en regresar una y otra vez. No puede ser que me esté afectando tanto, pensó, sacudiendo la cabeza.

Mientras tanto, en su habitación, David permanecía sentado al borde de la cama, con el celular en la mano y una sonrisa apenas visible. Definitivamente no es como las demás, murmuró. Y eso… me gusta más de lo que debería.

Ambos se quedaron esa noche con la mente ocupada, pensando en lo que había ocurrido, en lo que dijeron y en lo que no.

Dos personas completamente distintas, unidas por un instante que ninguno de los dos había planeado, pero que los había dejado marcados.

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A la mañana siguiente, el sol apenas despuntaba cuando el despertador de David sonó. El primer partido de la final sería esa misma tarde, en otra ciudad.

El ambiente en el hotel era de concentración total. Entre maletas, uniformes y órdenes técnicas, el equipo se preparaba para el viaje. David, sin embargo, no podía dejar de pensar en Ángela.

Durante el trayecto al aeropuerto, miraba por la ventana mientras escuchaba música, y entre canción y canción, su mente volvía a ese momento en que ella lo había mirado con determinación y le había dicho “para mí eres una persona más del común”.

Sonrió con resignación.

—Esa mujer sí que sabe dejar huella —murmuró para sí, mientras el bus del equipo se perdía entre el tráfico rumbo al aeropuerto.

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Por su parte, Ángela terminaba su turno nocturno. Estaba agotada, pero antes de salir, revisó su bolso y encontró un pequeño sobre que había guardado desde el día anterior. Era la boleta para el partido de la final, regalo del gerente del hotel para todo el personal en agradecimiento por su compromiso y servicio durante la estadía del equipo.

Sonrió sin poder evitarlo.

—Bueno, al menos iré al estadio, —pensó—, será lindo vivir la final en persona.

Al llegar a casa, su hija Dana corrió a abrazarla.

—¡Mami, mami! —gritó la niña con alegría—. ¿Trajiste panecitos?

Ángela rió mientras dejaba su bolso sobre la mesa.

—Claro que sí, mi amor. Y también una sorpresa para el domingo.

—¿Una sorpresa? —preguntó su madre, desde la cocina.

—Sí, mamá —respondió Ángela con una sonrisa cansada—. Me regalaron una boleta para el partido de la final.

—¿En serio? —intervino su hermano desde la sala—. ¡Eso está buenísimo! Ese partido va a estar tremendo.

—Sí… —dijo Ángela mirando hacia la ventana—. Va a ser interesante.

Durante el día, compartió con su familia, cocinó con su madre, ayudó a Dana con una tarea del colegio y trató de descansar un poco. Pero cada tanto, sin quererlo, su mente regresaba a él. ¿Dónde estará ahora? ¿Pensará en lo que pasó?

Mientras tanto, a kilómetros de distancia, David y su equipo aterrizaban en otra ciudad. El ambiente dentro del grupo era de concentración, aunque el nerviosismo típico de una final se sentía en el aire.

Durante el almuerzo con los demás jugadores, alguien le hizo una broma sobre su sonrisa distraída.

—¿Qué pasa, capitán? ¿Pensando en alguien? —le dijo uno de sus compañeros con tono burlón.

David sonrió sin responder, bajando la mirada hacia su plato. Si supieran… pensó.

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Dos días después, el resultado del primer partido no fue el esperado.

El equipo había perdido 1–0, y el viaje de regreso al hotel fue silencioso, casi fúnebre. Nadie hablaba, apenas se escuchaba el ruido del motor del bus.

David, sentado junto a la ventana, miraba hacia la nada, con el ceño fruncido. No puede ser, se repetía. Pero entre la frustración y el cansancio, una imagen volvió a su mente: los ojos de Ángela.

Y, sin entender por qué, ese pensamiento lo calmó.

El reloj marcaba casi las tres de la madrugada cuando el bus del equipo se detuvo frente al hotel.

Los jugadores bajaban uno a uno, con semblante cansado, algunos cabizbajos, otros sin decir palabra.

Ángela, junto a varios compañeros del turno nocturno, estaba en el lobby, lista para recibirlos. Era parte del protocolo: ofrecer bebidas, coordinar las habitaciones y asegurar que todo estuviera listo.

El ambiente era silencioso, solo se escuchaban los pasos y el arrastre de maletas.

Y entonces, en medio del grupo, sus miradas se cruzaron.

David levantó la vista, y allí estaba ella. Su uniforme impecable, su expresión serena, aunque sus ojos delataban un leve temblor.

Ángela sintió un vuelco en el corazón. Fue solo un instante, una mirada intensa que lo dijo todo.

No podían hablar, estaban rodeados de personas. Pero bastó ese contacto visual para que ambos entendieran que nada de lo que había pasado se había borrado.

Él le dedicó una leve sonrisa cansada, casi imperceptible, antes de seguir caminando hacia el ascensor.

Ella bajó la mirada, fingiendo revisar una lista en sus manos, pero por dentro sentía que el pecho le latía con fuerza.

La noche terminó sin más palabras, sin contacto alguno.

Cada uno siguió su rumbo, cargando el cansancio y los pensamientos que los perseguían desde aquella primera conversación.

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A las siete de la mañana, cuando el turno por fin terminaba, Ángela se disponía a salir del hotel. Caminaba por el pasillo con su bolso en el hombro, deseando llegar a casa a descansar.

Fue entonces cuando escuchó una voz familiar detrás de ella.

—Ángela…

Se detuvo en seco. Su corazón dio un salto.

Reconocería esa voz donde fuera. Era David.