El vínculo los unió, pero el orgullo podría matarlos...
Damián es un Alfa poderoso y frío, criado para despreciar la debilidad. Su vida gira en torno a apariencias: fiestas lujosas, amigos influyentes y el control absoluto sobre su Omega, Elián, a quien trata como un mueble más en su casa perfecta.
Elián es un artista sensible que alguna vez soñó con el amor. Ahora solo sobrevive, cocinando, limpiando y ocultando la tos que deja manchas de sangre en su pañuelo. Sabe que está muriendo, pero se niega a rogar por atención.
Cuando ambos colapsan al mismo tiempo, descubren la verdad brutal de su vínculo: si Elián muere, Damián también lo hará.
Ahora, Damián debe enfrentar su mayor miedo —ser humano— para salvarlos a los dos. Pero Elián ya no cree en promesas... ¿Podrá un Alfa egoísta aprender a amar antes de que sea demasiado tarde?
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21. Alexander
El aire olía a lluvia recién caída, ese aroma terroso que se mezcla con el asfalto húmedo. Pero yo no quería tierra, no quería humedad. Quería algo dulce, algo que me recordara a él.
Pasé frente a la tienda de la señora Melissa, donde las flores siempre parecían más vivas que en cualquier otro lugar. Las campanillas colgaban tímidas, las rosas desplegaban sus pétalos como si supieran lo hermosas que eran, pero yo no buscaba elegancia. Buscaba fresas.
—¿Tienes algo que huela a fresa? —pregunté, tratando de disimular la urgencia en mi voz.
La señora Melissa me miró con esa sonrisa que siempre parece guardar un secreto.
—Claro, cariño. Las fresias —dijo, señalando un ramo de flores blancas y rosadas—. Huelen exactamente como las fresas recién cortadas.
Extendí la mano y las acerqué a mi nariz. Un aroma dulce, casi jugoso, me envolvió. Como su loción. Como el día que lo besé por primera vez.
—Me las llevo —dije, sacando la cartera sin ver el precio.
—No es necesario, no en este momento— dijo ella, como si supiera de mi misión.
Acomodé las fresias con cuidado en la canasta de mi bicicleta, asegurándome de que ningún pétalo se lastimara. Había planeado este momento durante meses, desde que había regresado. Esta vez no cometería los mismos errores. Esta vez no lo dejaría escapar.
Me ajusté el saco, me pasé los dedos por el cabello para asegurarme de que cada hebra estuviera en su lugar, y respiré hondo. El olor a fresas me dio valor.
Las fresias seguían perfumando el aire a mi alrededor, pero ahora necesitaba algo más. Algo que lo hiciera recordar.
Me detuve frente a la pastelería, Dulce Capricho, donde el escaparate exhibía tortas brillantes y cupcakes decorados con esmero. Pero yo solo tenía ojos para el pastel de chocolate, ese mismo que él solía comprar los viernes después de clases. El que compartíamos a escondidas en el salón de música, cuando todos se habían ido.
Entré, y el aroma a cacao caliente me envolvió como un abrazo.
—Un pastel de chocolate pequeño, por favor —pedí—. El que tiene cobertura espejo y relleno de ganache.
La chica detrás del mostrador asintió con complicidad, como si supiera exactamente para quién era. Quizá lo sabía. Todos en ese barrio parecían tener memoria larga cuando se trataba de nosotros.
Mientras esperaba, cerré los ojos y por un segundo volví a tener diecisiete años:
El salón de música vacío, las cortinas moviéndose con la brisa de la tarde. Él, sentado en el piso junto al piano, con una sonrisa tímida mientras partía el pastel con los dedos.
—¿Siempre acechas a la gente para darles dulces? —me había dicho aquella vez, con una carcajada que hizo que mi estómago se encogiera.
—Solo a ti —le contesté, y él me lanzó un trozo de chocolate que me manchó la camisa.
El recuerdo me ardía en la piel.
—Aquí tiene —dijo la empleada, interrumpiendo mi viaje al pasado.
Agradecí con un gesto y salí, colocando el pastel junto a las flores en la canasta de la bicicleta. Todo estaba perfecto.
Todo parecía perfecto.
Las sonrisas de los vecinos mientras pedaleaba, los niños que me gritaban, ¡Corre, Alex!, como si estuvieran al tanto de mi misión. Hasta el viento jugaba a mi favor, llevando el aroma de las fresias directamente hacia mí, como un recordatorio constante de por qué lo hacía.
Hasta que un carro se atravesó de golpe.
El chirrido de los frenos, el instinto de levantar los pies para no caer, el pastel y las flores tambaleándose peligrosamente en la canasta. Sentí el impulso hacia adelante, el manubrio clavándose en mi estómago, pero no me detuve. No podía detenerme.
Ajusté las flores, respiré hondo, y seguí.
La lavandería, Burbujas, apareció al final de la calle, su letrero desgastado por el sol brillando como una señal. Y allí, detrás del vidrio empañado por el vapor de las secadoras, estaba él.
Elian.
Su cabello, plateado. Sus manos, esas mismas que una vez sostuvieron las mías bajo una mesa en la cafetería del colegio, ahora doblaban toallas con movimientos precisos. Demasiado callados.
Me estacioné frente a la puerta, sintiendo cómo el pastel se hundía un poco más en su caja. No importaba.Lo importante era que él me viera, que recordara.
Cuando entré, el sonido de la campanilla hizo que levantara la cabeza. Sus ojos, ésos ojos verdes que nunca cambiaron, se abrieron un poco al reconocerme.
—Alexandee —dijo, y mi nombre en su boca sonó igual que antes: suave, como un secreto.
—Hola, Elian—respondí, y de pronto me sentí ridículo con las flores y el pastel en las manos.
Él se acercó, olía a suavizante y a algo más, algo que siempre fue suyo. Una sonrisa lenta apareció en sus labios.
—¿Me trajiste…?
—Pastel de chocolate. El de siempre.
Abrí la caja con cuidado, pero el frenazo lo había convertido en un desastre. El ganache se había corrido, la cubierta espejo estaba agrietada, y las fresias ahora tenían pétalos caídos.
—Oh. —Mi voz sonó más pequeña de lo que esperaba.
Elian no dijo nada. Solo miró el pastel destruido, luego a mí, y de pronto… se rió. No una risa burlona, sino esa risa. La que hacía que sus ojos se cerraran y su hombro izquierdo se levantara un poco. La de antes.
—Siempre fuiste un desastre, Alexander—dijo, tomando un pedazo de chocolate con los dedos, exactamente como hacía en la secundaria.
Y en ese momento, con sus dedos manchados de cacao y el olor a fresas entre nosotros, supe que no necesitaba palabras grandiosas.
Solo necesitaba recordarle:
—Siempre fui tu amigo. Lamento haberme ido.
Él dejó el chocolate, y por primera vez en años, me tocó.Solo un roce en el dorso de la mano, pero fue suficiente.
—Lo sé—susurró.