En Valmont, el poder y el deseo se entrelazan en un juego tan seductor como peligroso. Mi nombre es un susurro en los círculos más exclusivos; mi presencia, un anhelo inalcanzable. Pero en un mundo donde la libertad tiene un precio, cada decisión puede llevarme a la cumbre… o arrastrarme a la perdición.
Soy Isabella Rivas, mejor conocida como Sienna, y esta es mi historia.
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No Era Parte Del Trato
Me miré en el espejo y casi no me reconocí.
El maquillaje hacía que mi cara pareciera otra: sombras oscuras alrededor de mis ojos verdes, labios rojos y brillantes, piel resplandeciente como si estuviera hecha de porcelana. Mi cabello, que normalmente era un desastre, caía en ondas perfectas sobre mis hombros.
Y la ropa… bueno, llamarla "ropa" era demasiado generoso.
Un corsé negro de encaje me apretaba el pecho y la cintura como si mi cuerpo necesitara moldearse para encajar en un maldito estándar. Las bragas de satén apenas cubrían lo justo, y las medias de rejilla con tacones altísimos solo completaban la humillación.
Me sentía desnuda. Vulnerable. Asqueada.
Agarré la bata negra de tela delgada que estaba sobre la silla y me la puse a toda prisa. No servía de nada, pero al menos me daba la sensación de estar cubierta.
Unos golpes en la puerta me hicieron dar un respingo.
El hombre que apareció era enorme, vestido completamente de negro, con una expresión que parecía tallada en piedra.
—Es hora —dijo sin emoción.
Tragué saliva y asentí. El pasillo estaba en un silencio inquietante, pero a medida que avanzábamos, el ruido del club se hacía más fuerte. Música vibrante, risas femeninas mezcladas con voces masculinas, el sonido de copas chocando. Todo era una mezcla confusa que me daba ganas de salir corriendo.
Me llevaron hasta una pequeña sala y el tipo señaló una silla.
—Espera aquí.
No me senté. Mi cuerpo estaba rígido, y mi corazón latía tan fuerte que sentía que me iba a desmayar. Entonces, la puerta se abrió de golpe y Livia entró como si fuera la dueña del maldito mundo.
—Bueno, bueno… —murmuró, mirándome de arriba abajo con esa sonrisa de serpiente.
—Tienes suerte de que el negro te quede bien.
No respondí.
—Escucha, muñeca —continuó acercándose—. Cuando salgas ahí, mantén la cabeza en alto, mueve esas caderas y sonríe. Esta es tu gran noche.
—Mi gran noche… —repetí con amargura.
—Sí. Y más te vale hacerlo bien. Hay hombres que han pagado una fortuna por verte, y aún más por saber que eres… especial.
Mis manos se cerraron en puños.
—¿Especial?
Livia sonrió aún más.
—Escucha por ti misma.
Se dio la vuelta y salió por otra puerta. Un segundo después, su voz resonó en todo el club a través de los altavoces.
—¡Damas y caballeros! —su tono era seductor, embriagador, como si estuviera hipnotizando a la multitud.
—Esta noche tenemos algo único, un verdadero tesoro…
Un rugido de aprobación se escuchó al otro lado de la pared.
—Les traemos a una belleza exótica… piel morena como el caramelo, ojos verdes como esmeraldas… y, lo mejor de todo… ¡intacta!
Las náuseas me golpearon con fuerza.
—Apenas tiene veinte años… tan joven, tan pura… pero lista para ser descubierta.
Gritos. Aplausos. Vítores.
—Esta noche, la joya más codiciada del club hará su debut en el escenario. ¡Denle la bienvenida a Sienna!
El rugido de la multitud me atravesó como un puñal.
No podía moverme. Mis piernas temblaban, mis manos estaban heladas, y si daba un solo paso, sentía que me desplomaría ahí mismo. Pero entonces, la puerta se abrió y el mismo gorila de antes me hizo un gesto seco.
—Vamos.
Tragué saliva, inhalé profundo y, aunque cada célula de mi cuerpo me gritaba que corriera, obligué a mis pies a moverse.
Un paso. Luego otro. El pasillo quedó atrás y, de repente, estaba ahí. Las luces me cegaron por un instante. El escenario parecía enorme, iluminado por reflectores rojizos que hacían que todo se viera casi… infernal.
La música comenzó. El bajo retumbaba en mi pecho, las miradas hambrientas de los hombres eran agujas perforando mi piel.
No pienses en ellos.
Me obligué a respirar hondo. A recordar lo que me enseñaron. Llevé las manos a los lazos de la bata y, con un movimiento lento, la dejé deslizarse por mis hombros. Un murmullo de aprobación recorrió la sala.
No pienses en lo que significan sus miradas.
Moví las caderas, mis manos recorrieron mi cuerpo, justo como Dehlia me había mostrado. Giré sobre mis tacones y me deslicé hasta el tubo, aferrándome a él mientras arqueaba la espalda, dejando que mi cabello cayera en cascada.
Un silbido. Unos cuantos aplausos. Solo baila… y termina con esto.
Dejé que mi cuerpo siguiera la música, cada movimiento más sensual, más calculado. Mis piernas se enredaron en el tubo mientras me impulsaba hacia arriba, girando con elegancia antes de deslizarme lentamente hasta el suelo.
Los gritos de euforia hicieron que mi estómago se encogiera. La canción estaba terminando. Un último movimiento: espalda arqueada, piernas abiertas, manos recorriendo mis muslos… y la música se apagó.
Silencio por un segundo y luego, el club estalló en vítores y aplausos.
—¡Qué espectáculo más impresionante! —exclamó Livia desde el micrófono, su voz goteando satisfacción.
Mi cuerpo se tensó. Algo en su tono no me gustó nada.
—Pero la noche no termina aquí…
El aire se volvió denso.
—Caballeros, ha llegado el momento de saber quién tendrá el placer de llevarse a nuestra joya esta noche.
Mi corazón se detuvo. No… No, no, no.
—Las apuestas están abiertas.
Y de pronto, la noche se volvió aún más aterradora.
Los murmullos se convirtieron en un estruendo. Hombres alzaban la voz, gritando cifras, algunos más calmados levantaban la mano mientras los asistentes de Livia tomaban nota.
Yo no podía moverme. Cada número que subía hacía que mi estómago se revolviera más.
—cuarenta mil.
—Sesenta mil.
—¡Ochenta!
Mi respiración se volvió errática. Busqué con la mirada a alguien, a quien fuera. Alguien que me dijera que esto no estaba pasando. Pero nadie me miraba, al menos no de la forma que quería que lo hicieron. Todos estaban demasiado ocupados apostando.
—Un millón.
El grito hizo que la sala se callara un instante.
Mi pecho subía y bajaba rápidamente. Sin pensar, me acerqué a Livia y la agarré del brazo con fuerza.
—Me dijiste que yo elegiría.
Mi voz salió baja, pero llena de rabia. Livia apenas me dirigió una mirada, con esa sonrisa satisfecha que me daban ganas de arrancarle de la cara.
—¿No crees que así es mucho más divertido?
—¿¡Divertido!? —espeté entre dientes—. No me dijiste nada de una maldita subasta.
Se rió. Una risa suave, elegante, como si todo esto no fuera más que una broma.
—¿De verdad creías que ibas a poder elegir libremente? —susurró con burla.
Apreté los puños con tanta fuerza que sentí las uñas clavarse en mis palmas.
Las cifras seguían subiendo.
—Un millón doscientos.
—Un millón cuatrocientos.
—Un millón quinientos.
Mi pulso retumbaba en mis oídos.
Y entonces, una voz se alzó por encima del resto.
—¡Dos millones!
El silencio fue instantáneo. El aire se volvió pesado, sofocante. Incluso Livia, que nunca parecía perder la compostura, se quedó sin palabras por un momento.
Volteé, con el corazón en la garganta. ¿Quién demonios…? Y entonces lo vi. Sentado en la esquina del club, con su impecable traje negro y su mirada intensa clavada en mí.
Vincent.
Mi sangre se heló.