Catia Martinez, una joven inocente y amable con sueños por cumplir y un futuro brillante. Alejandro Carrero empresario imponente acostumbrado a ordenar y que los demás obedecieran. Sus caminos se cruzarán haciendo que sus vidas cambiarán de rumbo y obligandolos a permanecer entre el amor y el odio.
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Capitulo XX La tregua
Dos días después, Catia, incapaz de soportar la rigidez del aire en la torre, entró en la oficina de Alejandro.
—Ya le dimos a la prensa lo que quería, Señor Carrero. Y Don Rafael debe haber recibido el mensaje. Ahora, usted está trabajando dieciocho horas y yo estoy aburriéndome elegantemente. Eso no es sostenible.
Alejandro levantó la mirada de su pantalla. —Estoy trabajando para asegurar mi empresa, Sra. Carrero. Y tú estás asegurando tu estatus. Es perfectamente sostenible.
—No. Su pasado y mi futuro acaban de obligarnos a una intimidad que no estaba en el contrato. No podemos ser socios de negocios por la mañana y luego compartir una cama por la noche sin quemarnos. Necesitamos una tregua.
Catia se acercó a su escritorio, con una decisión que sorprendió a Alejandro. —Necesitamos irnos. Lejos de Sebastián, de la torre, del abuelo y de quién sea sea un peligro. Necesitamos ir a un lugar donde usted no sea el jefe, y yo no sea un activo.
Alejandro la miró fijamente. La idea era insensata, ineficiente. Pero el rostro de Catia, suplicando un respiro, era un eco de la necesidad que él había confesado en Milán.
—¿Y a dónde sugieres que huya el hombre más poderoso de la ciudad? —preguntó Alejandro, con un sarcasmo forzado.
—A un lugar donde haya caos. Un lugar donde usted no tenga control —dijo Catia, sonriendo—. Vamos a la panadería de una amiga.
Alejandro parpadeó. —Estás loca.
—No. Usted necesita recordar que la gente sin millones también es feliz. Y yo necesito recordarle que usted no es solo un empresario. Necesito que me ayude a hornear pan.
Dos horas después, la vida de Alejandro Carrero se había puesto de cabeza. Su chofer lo dejó a él y a Catia frente a la humilde panadería "El mejor rincón". Alejandro vestía unos vaqueros y una camisa casual que lo hacían ver peligrosamente atractivo, pero fuera de lugar.
La amiga de Catia, Alicia, la recibió con un abrazo y a Alejandro con una mezcla de respeto y sospecha. Alicia sabía que la deuda se había que estaba frente al hombre más poderoso de la ciudad.
—Bienvenidos. Pero aquí, señor Carrero, usted no es el jefe. Es un aprendiz. Catia, muéstrale dónde está el delantal.
El fin de semana se convirtió en una revelación. Alejandro se sintió ridículo al ponerse el delantal manchado de harina, pero al obligarse a amasar la masa y controlar la temperatura del horno, descubrió un extraño orden en el caos de la cocina.
Catia lo observaba. Vio la frustración en su rostro al principio, y luego, una concentración casi infantil. Vio al hombre bajo el traje, el que necesitaba controlar algo tangible para sentirse seguro.
En la noche, al compartir una cena sencilla en la cocina, Catia habló de sus sueños: la universidad, los viajes, el simple placer de hacer feliz a la gente con un pastel y de los niños a los que una vez atendió haciendo que los ojos de la joven se iluminaran. Alejandro no la juzgó; la escuchó, y por primera vez, compartió algo más que un trauma.
—Mi sueño... era hacer un mejor trabajo que mi padre. Y lo logré —dijo Alejandro, con un tinte de amargura—. No es un sueño, es una obligación.
—El éxito es una obligación. Pero la felicidad es una elección —dijo Catia, tocándole suavemente la mano—. Y yo quiero que recuerdes cómo se siente elegir algo que no sea dinero.
En la pequeña casa, durmieron en camas separadas. Pero la tensión emocional era más fuerte que cualquier contacto físico. Catia y Alejandro habían cambiado las reglas. Ya no eran jefe y activo, sino dos personas enfrentando la posibilidad de que la farsa fuera, de hecho, el único camino para la verdad que ambos anhelaban.
El día siguiente compartieron junto a Alicia casi todo el día, Alejandro no podía dejar de ver a su esposa reír junto a su amiga, era una sonrisa genuina que nunca antes había visto, ella no estaba fingiendo, no trataba de convencer a nadie, simplemente estaba siendo ella y no podía negar que esa parte le estaba gustando y mucho.
La noche cayó sobre "El mejor rincón". Después de una cena a base de estofado y pan casero, Catia y Alejandro se retiraron a sus cuartos separados en la parte trasera de la panadería. La cama de Alejandro, aunque sencilla, se sentía más cómoda que la inmensa cama de su penthouse; la de Catia, una vieja cama de soltera, era un refugio.
Sin embargo, la separación física era una tortura. El olor a canela y azúcar, que antes era solo trabajo, se había mezclado con el recuerdo de la confesión de Alejandro y la intimidad forzada de Milán.
A medianoche, Catia no podía dormir. El calor de la noche y la tensión emocional la impulsaron a levantarse. Salió de su habitación en busca de un vaso de agua, pero se sintió inexplicablemente atraída por la cocina, donde se encontraban los grandes hornos de ladrillo.
Encontró a Alejandro allí. Estaba sentado en un taburete de madera, no con su pijama de seda, sino solo con el pantalón de dormir. Estaba mirando el horno apagado, su rostro iluminado por la débil luz de la luna que entraba por la ventana. No estaba trabajando, estaba simplemente siendo vulnerable.
—¿No puedes dormir? —preguntó Catia, acercándose con cautela.
—No. El silencio es demasiado ruidoso —respondió Alejandro, sin girarse. —En la torre, el ruido de la ciudad me da una falsa sensación de control. Aquí... solo hay espacio para pensar.
—Y para sentir —murmuró Catia, acercándose a la mesa de amasar, el lugar donde hoy habían trabajado codo a codo.
El silencio se instaló entre ellos, pero ahora estaba cargado de la verdad que habían descubierto: se necesitaban el uno al otro, no solo para la empresa, sino para enfrentar la soledad.
Alejandro se acercó peligrosamente a ella, sus ojos recorrían el hermoso rostro de su esposa y con suavidad acaricio el brazo de ella, sus respiraciones se volvieron agitadas y una necesidad de cercania se instaló en sus almas.