Ander Hernández, un futbolista nacido en cuna de oro, decide ocultar su apellido para construir su carrera sin la sombra de su influyente padre. En su camino, conoce a Dalia Molina, una mujer que desafía los estándares tradicionales de belleza con su figura curvilínea y sus adorables mejillas.
Dalia, que acaba de sufrir una pérdida devastadora, se enfrenta al reto de sacar adelante a su madre y a su hermana menor. Pero su mundo da un giro inesperado cuando un hombre, tan diferente de ella en apariencia y situación económica, irrumpe en su vida, alterando todos sus planes.
A pesar de sus diferencias, tanto físicas como sociales, los corazones de Ander y Dalia laten al unísono, mostrando que, aunque sean polos opuestos en muchos aspectos, comparten lo más importante: un espíritu noble y un amor que trasciende todas las barreras.
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Parte 20
Ander
La traición de un padre es un dolor profundo, un corte que nunca esperas y que nunca termina de sanar.
Nunca había esperado nada de él, nunca había creído que necesitaba ser un gran padre, bueno, creía que era normal que un papá fuera como él, nada presente y siempre tomando una que otra copa porque así se festeja.
Hasta que creces, creces y escuchas como tus amigos aprendieron a manejar bicicleta porque su papá le enseño, porque ellos acompañaron todo eso proceso, yo no tuve a ninguno de mis padres, pero seguía pensando que era normal porque ambos mantenían en su mundo y yo no podía pertenecer a eso.
Yo quería creer que de verdad mi papá era un papá. ¡Yo quería creer que mi papá era un buen papá! Pero no pude cuando lo vi besarse con una mujer que no era mi mamá, ¿por qué hacerle daño a una mujer? ¿Por qué hacerle daño a una persona? Me quebré por completo. Mi papá no era un buen papá, ni siquiera era un buen hijo, esposo ni jugador, mi papá era un inservible.
Me rompí por completo, ¿yo sería como él en el futuro? No quería serlo y me esforcé, me esforcé como loco para ser bueno en algo completamente diferente, en mi verdadera pasión de ser arquero, ahora lo estaba logrando.
La final estaba a punto de comenzar. El estadio vibraba con la energía de miles de aficionados. El rugido de la multitud resonaba en mis oídos, recordándome lo que estaba en juego. El ambiente era electrizante, una mezcla de nervios y emoción que nos envolvía a todos. Sabía que este partido no solo era importante para el equipo, sino también para mí personalmente. Después de la traición de mi padre y el apoyo incondicional de mis compañeros, quería demostrar que todo el esfuerzo y sacrificio valían la pena.
El pitido inicial sonó y el juego comenzó con una intensidad que cortaba el aire. El equipo contrario era feroz, pero nosotros estábamos preparados. Cada pase, cada movimiento, cada decisión en el campo era precisa, calculada. Habíamos entrenado para esto, y ahora era el momento de demostrarlo. Estábamos sincronizados de una manera que solo puede lograrse con horas de entrenamiento y una conexión más profunda que la mera camaradería.
Los primeros minutos fueron una batalla constante. El equipo contrario atacaba con fuerza, buscando abrir nuestra defensa. Sentía el peso de la responsabilidad sobre mis hombros cada vez que se acercaban a nuestra portería. Pero me mantuve firme, concentrado. Las enseñanzas de Dalia resonaban en mi mente, ayudándome a anticipar los movimientos, a leer el juego como si fuera un libro abierto.
Un primer disparo llegó desde la derecha. Salté y con la punta de los dedos desvié el balón fuera del área. La multitud aplaudió y mis compañeros vinieron a darme una palmada en la espalda. Esa primera atajada nos dio confianza. Sabíamos que podíamos enfrentarlos, sabíamos que podíamos ganar.
El juego seguía, una lucha constante por el control del balón. Nuestros defensores, liderados por Martínez, estaban en su mejor forma, bloqueando cada intento de avance del equipo contrario. En el medio campo, Gómez era una máquina, moviendo el balón con precisión, distribuyendo pases y creando oportunidades.
Finalmente, nuestra oportunidad llegó. Un pase largo desde nuestra defensa encontró a nuestro delantero estrella, que se desmarcó con una agilidad impresionante. Corrió hacia la portería contraria, el estadio conteniendo la respiración. Con un toque habilidoso, el delantero superó al último defensor y disparó. El balón voló hacia la portería, golpeando la red. ¡Gol!
El estadio estalló en aplausos y gritos de alegría. Habíamos marcado el primer gol de la final. Sentí una oleada de emoción, una mezcla de alivio y euforia. Corrí hacia mis compañeros, abrazándonos y celebrando. Sabíamos que este era solo el comienzo, pero era un buen comienzo.
El equipo contrario no se rindió. Redoblaron sus esfuerzos, atacando con aún más ferocidad. Cada vez que se acercaban a nuestra portería, sentía la adrenalina correr por mis venas. Pero nos mantuvimos firmes. Atajé disparo tras disparo, mis reflejos y entrenamiento puestos a prueba. Mis defensores bloquearon cada intento, sacando el balón fuera del área con una determinación implacable.
El primer tiempo terminó con nosotros en ventaja. En el vestuario, el ambiente era una mezcla de concentración y euforia.
—Lo están haciendo increíble muchachos, tienen que ir con toda, tienen una meta y no pueden dudar —Estaban cansados, incluso yo por tapar varios intentos de gol.
Cachetes se acercó a mí antes de volver a la cancha, me roba un beso.
—¿Eso qué es?
—La buena suerte.
El segundo tiempo comenzó con la misma intensidad. El equipo contrario jugaba con una urgencia renovada, buscando desesperadamente igualar el marcador. Atacaban sin descanso, pero nosotros estábamos preparados. Bloqueamos cada intento, respondimos con contraataques rápidos y precisos.
Entonces llegó nuestra segunda oportunidad. Un pase rápido desde el medio campo encontró a nuestro delantero en el área. Con una maniobra habilidosa, esquivó a los defensores y disparó. El balón voló hacia la portería, superando al portero contrario y entrando en la red. ¡Gol! 2-0.
El estadio volvió a estallar en aplausos. Podía sentir la euforia, la energía de la multitud impulsándonos. Mis compañeros y yo celebramos, sabiendo que estábamos más cerca de la victoria. Pero sabíamos que no podíamos bajar la guardia. El equipo contrario seguía siendo una amenaza.
El juego continuó, una lucha constante por el control del balón. Los minutos pasaban lentamente, cada segundo una eternidad. Sentía el cansancio en mis piernas, pero también una determinación inquebrantable. Sabía que no podía fallar, no ahora.
El equipo contrario comenzó a jugar más sucio, dando golpes que claramente eran intencionales. Mis compañeros se enfurecieron, pero Dalia les hizo una seña desde el banquillo, indicándoles que mantuvieran la calma. Sabían que no podían arriesgarse a perder jugadores por tarjetas rojas. Nos mantuvimos disciplinados, concentrados en el juego.
Faltando pocos minutos para el final, encontramos una brecha nuevamente. Un pase rápido a la derecha, un cruce perfecto, y nuestro delantero estrella estaba allí, listo para disparar. El balón salió disparado hacia la portería, golpeando el poste antes de entrar. El estadio explotó en una mezcla de alivio y euforia. 3-0.
El silbato final sonó y caí de rodillas, aliviado y emocionado. Mis compañeros corrieron hacia mí, abrazándome y celebrando nuestra victoria. Miré hacia Dalia, que me sonreía feliz. No podía creer lo que habíamos logrado.
Todo se detuvo cuando vi al capitán del otro equipo yendo hacia el entrenador, empezaron a discutir, Dalia se mete y este la empuja con tanta fuerza que la hace dar varios pasos hacia atrás.