EL PADRE DE LAS DOCE PRINCESAS BAILARINAS

Mientras tanto, a lo lejos, en el palacio real, Irene estaba leyendo con una sonrisa la carta de su padre. Se encontraba alegre de que este estuviera bien y que al parecer pronto pudiera unir su vida con alguien.

Por eso, cuando llegó la hora de la cena y la reina le pidió su compañía, esta no pudo esconder su emoción. Aquello hizo que la reina preguntara curiosa.

—Así que con la duquesa Serena, ¿Eh?—preguntó la reina.

Irene observó preocupada a la reina, quien jugaba con la cuchara en el plato de su sopa. Jamás la había visto tan absorta, ni siquiera cuando su hijo la confrontó con el hecho de querer casarse con ella, una simple plebeya.

—¿Ocurre algo, su majestad?—preguntó observando los ojos azul rey de la monarca.

—No me malentienda, princesa—respondió la reina tomando un poco de vino—aunque no lo parezca, me alegro de que alguien como su padre esté cortejando a la duquesa... pero...

—¿Su majestad?—cuestionó nuevamente nerviosa.

—Me gustaría preguntarle, princesa...—respondió con la voz ronca—tomando como base la sociedad hipócrita en la que estamos, ¿cómo cree usted que es vista la duquesa?

—Como una mujer monstruo—dijo de manera sincera.

La reina asintió al ver que la princesa había entendido su punto. Por el mero hecho de ser como es, la duquesa estaba siendo la comidilla de la sociedad en ese momento. Quien decidiera estar con ella tendría que tener un nivel de paciencia grande para soportar tal nivel de estrés.

—Pero, ¿la duquesa estará condenada para siempre?—cuestionó la princesa—¿no podrá ser feliz?

La reina suspiró, pensando en aquella pregunta. Por muchos años se preguntó, porque las personas buenas tenían que sufrir. Cuando conoció a Serena y le dio la oportunidad de mantener su título nobiliario, pensó en lo mismo.

—Desde que Serena ingresó al ejército, ha habido muchas solicitudes de mujeres por ingresar—dijo tomando otro poco de vino—muchas de ellas mujeres que han pasado por violencia doméstica. Algo que nunca se dio ni siquiera cuando aún no estaba Serena.

—¿Me está queriendo decir que el sufrimiento de Serena motiva al pueblo?—preguntó llena de ira.

La abuela de sus nietos, asintió, no podía esconder la verdad tras la influencia de Serena. Ella era fiel creyente de que, cada cierto tiempo, el destino colocaba a determinadas personas en el mundo para sufrir y ser observadas por otros.

—Nadie experimenta en cabeza ajena, eso es cierto—siguió hablando la monarca—pero si se motiva al ver la fuerza de voluntad de personas como Serena.

Irene entendió lo que quería comunicarle la reina. Y aunque quisiera, no podía negarlo. En momentos como este, donde el reino se encontraba bajo amenaza por invasión, Serena era el chivo expiatorio hasta para que las mujeres se armaran de valor para luchar por su patria.

En cierto modo, era positivo, significaba que la sociedad estaba comenzando a ver, aunque no lo admitieran, la necesidad de un cambio. Pero, si lo que la reina decía era cierto, detestaba el destino que cogía a fuerza a Serena como un modelo a seguir hasta desangrarse por completo.

—Ahora bien, no podemos negar que pese a todo la duquesa ha salido victoriosa—siguió hablando la reina—he estado vigilando desde que ella entró al ejército y a la guardia real, con tal de tener su título. Te sorprendería saber todo lo que ella ha hecho...

Aunque Serena hubiera sentido que estaba sola allí, la reina siempre la vigiló a lo lejos. Por eso, fue ella quien colocó a sus dos compañeros asesinados en su escuadrón. Los dos soldados tenían la orden de protegerla solo si era necesario.

No obstante, también era cierto que, si quería usar a Serena como modelo a seguir para cambiar el paradigma del pueblo, debía hacer que esta fuera capaz de defenderse. Y muy bien que lo había hecho hasta con los hijos de los nobles que estaban prestando su servicio militar obligatorio en la guardia.

—Ya sea su padre o cualquier otro hombre—habló antes de salir del comedor—deberá entender que el estar con Serena será vivir una constante batalla. Si Sir Jeremy está consciente de ello, tendrá siempre mi bendición.

Irene se quedó en silencio varios minutos, sin siquiera probar bocado alguno. No es que estuviera en contra de la duquesa Serena, pero debía ser realista. Si alguien se casara con ella, debía asumir mucho riesgo y su padre, su querido padre, era quizá uno de los hombres más débiles físicamente que conocía para afrontarlo.

Justo en el momento en que se iba a levantar, suspirando con pesadez, para poder responder a su padre sobre la audiencia que este deseaba, una suave brisa cerró de golpe la puerta del comedor. Aquello asustó a la princesa, puesto que las ventanas estaban abiertas como para que hubiera una corriente de aire en el lugar.

—Su alteza—la voz de un hombre hizo que se alejara de la mesa.

Al otro lado del lugar, se encontraba un hombre joven, con vestimenta de la iglesia, cabello negro y ojos violetas. Con un sentimiento de familiaridad, la princesa reconoció al amigo de su padre.

—¿Sir Scott?—preguntó aún con la guardia en alto.

—Es un gusto volver a verla, princesa—saludó con una inclinación—sé que mi presencia la ha asustado, no nos vemos desde hace más de cinco años.

—Usted entenderá que si entra de esta forma y no hace el protocolo de visita, también es motivo para asustarme—respondió nerviosa—¿a qué se debe su vista, sir Scott?

—Me disculpo por eso, su alteza—le dijo—pero en lo que el papa pide los permisos necesarios, tomará un poco de tiempo una audiencia oficial. Y lo que tengo que hablar con usted... involucra a su padre.

Poco a poco, a medida que Scott le explicaba la situación, Irene entró en un estado de nerviosismo. Cada vez su mayor inseguridad se sentía más posible, el miedo de perder a su padre hizo que ella se replanteara sobre su relación con la duquesa.