Prisionera De Sus Ojos

El aire frío del jet golpeó a Jalil apenas subió los escalones. No había ruido, ni gente alrededor, ni asistentes cuidándole cada movimiento. Por primera vez en su vida viajaba solo, sin comitiva, sin modelos, sin fiestas que taparan su vacío.

Se dejó caer en el asiento. El silencio lo envolvía de una manera que le resultaba insoportable.

Argentina.

Un país al que nunca había ido, tierra de su abuela, donde Amira había crecido. No entendía por qué lo enviaban allí. Sonaba a castigo, a campo, a olvido.

La frase de Mariana volvía una y otra vez:

“La fiesta terminó”.

Y él sabía que tenía razón. Hacía años había perdido el control.

Cuando el jet despegó, Jalil sintió que toda su vida quedaba atrás. Ya no era el heredero brillante ni el príncipe escandaloso. Era un hombre solo, sin influencias que lo protegieran.

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Tras un vuelo interminable, el auto avanzó por un camino de tierra. Jalil apoyó la cabeza en el vidrio, agotado. Cuando la polvareda se disipó, vio la estancia.

El Valle de Amancay.

Pastizales interminables, cardos secos y, a lo lejos, una casa blanca rodeada de álamos. El sol caía detrás de las montañas.

¿Eso iba a ser su hogar?

¿Su castigo?

El chofer habló:

—Señor Hazbun, llegamos.

Jalil bajó sin contestar. El aire olía a tierra húmeda y a ganado. Nadie lo esperaba, nadie corría a saludarlo, nadie sabía quién era. Por primera vez en su vida, eso dolió.

Adentro, la casa era grande pero estaba envejecida. Pisos gastados, paredes frías, una cocina mínima. En la habitación sólo había un colchón nuevo y una frazada.

—Esto es todo lo que enviaron —dijo el chofer.

—Mañana lo viene a buscar Don Ernesto. Él le va a enseñar el lugar. —Hizo una pausa—. Descanse.

Jalil lo siguió con la mirada hasta que el auto se alejó por el camino de tierra. Cuando el motor se perdió en la distancia, el silencio lo cubrió todo otra vez.

Un silencio que pesaba.

Un silencio que no podía comprar.

Un silencio que no sabía llenar.

Jalil cerró la puerta de la casa. Se quedó quieto un momento, con la mano en el picaporte, sin saber qué hacer...

Zahra se despertó antes del amanecer, como todos los días.

La casa estaba fría; el otoño en la Patagonia entraba por las rendijas sin pedir permiso. Se puso un buzo, fue hasta la habitación contigua y encendió la luz tenue.

—Andy… mi amor, arriba. —Le acarició el cabello oscuro. El niño abrió los ojos despacio y se aferró a su cuello.

Andrew tenía cinco años y cada día se parecía más a Jalil.

La misma expresión seria al despertar.

La misma forma de fruncir el ceño cuando tenía sueño.

La misma mirada profunda que ella había intentado olvidar por años.

Le preparó un chocolate caliente, lo ayudó a vestirse, una campera inflable y mientras él se ponía las zapatillas ella armó su pequeña mochila azul.

—¿Podemos llevar las galletas? —preguntó él.

—Claro, las que hicimos anoche —respondió Zahra, dándole un beso en la cabeza.

Salieron al exterior. El aire helado los golpeó de inmediato. La camioneta de Zahra, una vieja Hilux color arena, estaba cubierta de escarcha en los bordes. Se subieron, ella frotó sus manos un momento y arrancó.

El camino al jardín era corto, bordeado por álamos que ya habían empezado a perder hojas. Andy miraba por la ventana, fascinado con cómo el viento las hacía girar.

—Mamá… ¿hoy vas a venir a buscarme vos?

—Sí, cariño. Yo siempre —dijo Zahra, sonriendo.

Lo dejó en la entrada del pequeño jardín rural. Varias madres saludaban, algunas con mate en mano, otras apuradas. Zahra se agachó para darle un beso.

—Portate bien.

—Sí, mami.

Se quedó unos segundos viendo cómo él entraba corriendo junto a sus compañeros. Luego respiró hondo y volvió a su camioneta. Tenía que abrir el local.

La fonda estaba ubicada sobre la ruta, modesta pero muy concurrida.

Una mezcla de parrilla, café y comida casera.

Mesas de madera, manteles simples, olor a pan tostado y carne recién puesta a la parrilla.

Zahra abrió las ventanas para que entrara un poco de aire fresco, encendió las luces y puso la pava eléctrica. Mientras acomodaba unas cajas, escuchó la puerta.

Era Laura, una de sus empleadas, joven y siempre puntual.

—Buen día, Zahra.

—Buen día. ¿Podés revisar que tengamos café suficiente para la mañana?

—Sí, ya me fijo —respondió la chica, colgando su campera detrás del mostrador.

Zahra se ató el delantal.

Encendió la cafetera.

Revisó el pan.

Miró el cuaderno de reservas para el mediodía.

Era un día como cualquier otro.

O así creía.

Porque a sólo unos kilómetros, un príncipe desterrado caminaba entre caballos y pastizales…