Emma lo tenía todo: un buen trabajo, amigas incondicionales y al hombre que creía perfecto. Durante tres años soñó con el día en que Stefan le pediría matrimonio, convencida de que juntos estaban destinados a construir una vida. Pero la noche en que esperaba conocer a su futuro suegro, el mundo de Emma se derrumba con una sola frase: “Ya no quiero estar contigo.”
Desolada, rota y humillada, intenta recomponer los pedazos de su corazón… hasta que una publicación en redes sociales revela la verdad: Stefan no solo la abandonó, también le ha sido infiel, y ahora celebra un compromiso con otra mujer.
La tristeza pronto se convierte en rabia. Y en medio del dolor, Emma descubre la pieza clave para su venganza: el padre de Stefan.
Si logra conquistarlo, no solo destrozará al hombre que le rompió el corazón, también se convertirá en la mujer que jamás pensó ser: su madrastra.
Un juego peligroso comienza. Entre el deseo, la traición y la sed de venganza, Emma aprenderá que el amor y el odio
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Capítulo 15
Emma
El aire de Francia me envuelve apenas cruzo las puertas del aeropuerto. El murmullo de las maletas rodando, las bocinas de los autos afuera y el aroma de café recién hecho me resultan tan familiares que por un momento me siento que ya estoy en casa. Y, sin embargo, no puedo disfrutarlo.
El recuerdo del invernadero me persigue como una sombra. El roce de sus manos en mi piel, sus labios reclamando cada rincón de mí con una avidez que me hizo temblar… y yo, dejándome arrastrar como si todo lo que había prometido no existiera.
No debía pasar.
No con él.
Agradezco al cielo que Robert no me haya exigido explicaciones cuando, con el corazón al galope y la vergüenza atravesándome, le pedí que me llevara a casa. El trayecto fue un tormento: cada minuto, cada segundo de silencio entre nosotros me aplastaba más que cualquier palabra. No me atreví a mirarlo y mucho menos me atreví a romper ese vacío. Y cuando por fin nos detuvimos frente a mi edificio, salí de la camioneta como una cobarde, balbuceando una despedida sin alzar los ojos.
Desde entonces… nada. Ni un mensaje, ni una llamada.
Debería ser un alivio. Al fin y al cabo, quizás continuar con ese juego peligroso no es lo correcto. Quizás él entendió el límite que puse, aunque lo hice de la peor manera.
Pero la punzada en mi pecho no desaparece. Me duele como un aguijón que no logro arrancar. A cada tanto me descubro pensando en él más de lo que quiero admitir. ¿Lo asusté? ¿Se enojó? ¿O simplemente se cansó de intentar llevarme a la cama?
El taxi que pedí se detiene frente a mí. Suspiro, ajusto la correa de mi bolso en el hombro, dejo el equipaje en el maletero y me obligo a entrar. El conductor me sonríe, pregunta una dirección, y le respondo en mi idioma natal sin pensar, porque mi mente sigue en otro lugar. Sigue en él.
Me recuesto contra el asiento y cierro los ojos. Francia debería ser mi refugio, mi lugar seguro… pero ni siquiera aquí del desastre que estoy haciendo con mi vida.
El taxi se detiene frente a la casa de mis padres y, por un instante, me quedo mirando la fachada con una mezcla de nostalgia y alivio. La pintura blanca, las ventanas con flores y el viejo portón de hierro negro parecen congelados en el tiempo, como si nada hubiese cambiado con los años.
Pago al conductor, y apenas bajo con mi bolso en mano, escucho la puerta de la casa abrirse de golpe. Mi madre y mi padre aparecen en el umbral, y antes de que pueda decir una sola palabra, ambos corren hacia mí.
—¡Emma!— La voz de mi madre se quiebra mientras me rodea con los brazos y me llena de besos en las mejillas.
—¡Mon dieu, hija! ¿Cómo no nos avisas que llegabas?— Gruñe mi padre entre abrazos, queriendo sonar molesto pero su sonrisa lo traiciona.
Yo río, hundiéndome en ese calor familiar que tanto extrañaba. Los abrazo fuerte, dejando que su perfume, su tacto y su cercanía me devuelvan a la chica feliz que se marchó de casa.
—Quería sorprenderlos— Bromeo, cambiando la situación y dejandole miles de besos en la mejilla a mamá.
Papá, como siempre, no tarda en hacerse cargo. Agarra mi maleta con gesto protector, mientras mi madre me toma de la mano con firmeza, como si tuviera miedo de soltarme y que desaparezca otra vez.
—Vamos, entra ya, antes de que el frío te congele— Me apremia mamá, aunque sé que lo que realmente no quiere es perder un solo minuto conmigo.
Cruzar el portón y pisar el suelo de mi casa es como volver a respirar después de mucho tiempo bajo el agua. El aire huele a pan recién horneado y a lavanda, como siempre. El corazón me late rápido, no solo por la emoción del reencuentro, sino también porque sé que aquí… voy a tener que enfrentar preguntas que no quiero responder.
Camino directo hacia la cocina, me siento en la isla, apoyando los codos sobre la superficie brillante mientras mi padre sube las escaleras con mi maleta como si todavía fuese aquella niña que no podía cargar su propio equipaje.
—¿Tienes hambre, mi amor?— Pregunta mamá, acercándose.
Abro la boca para responder, pero no me da tiempo. Ya ha abierto la nevera, sacado un par de cosas y se mueve de un lado a otro como un torbellino. No puedo evitar sonreír. No ha cambiado nada.
Al cabo de unos minutos, papá baja de nuevo. Se coloca detrás de mí, me rodea con sus brazos fuertes y deja un beso suave en mi cabeza. Cierro los ojos, dejándome acunar por ese gesto tan simple y reconfortante.
Me giro para verlo y digo:
—Te ves muy bien, papá.
Él sonríe orgulloso, pero mamá, que no perdona detalle, frunce los labios.
—Emma, cariño… ¿qué te dan de comer en ese horrendo país?— Me reprende mientras coloca un plato frente a mí. —Has vuelto más delgada. ¿No te gusta la comida en ese lugar?
—No, mamá…— Respondo rápido, tratando de sonar ligera. —Lo que pasa es que hace unos días que no tengo buen apetito. Debe ser por eso.
Papá me mira, y lo conozco demasiado bien para no saber lo que viene. Sus ojos se clavan en los míos, escrutándome con esa calma suya que siempre termina desarmándome.
—Tu brillo no está— Dice de pronto. —Esa alegría que siempre te acompaña está escondida detrás de tristeza.
Fuerzo una sonrisa, desviando la vista hacia el plato que mamá me empuja frente a la nariz.
—¿Qué dices, papá? ¿Cuál tristeza? Estoy bien.
No me cree. Lo sé. Lo noto en la forma en que cruza los brazos y se apoya en la encimera.
—No tienes por qué mentirnos, Emma. Te conocemos mejor que nadie. Sabemos perfectamente cuánto amabas a ese muchacho.
Las palabras me atraviesan como un cuchillo. Los ojos me arden de inmediato y aprieto la mandíbula para contener las lágrimas. No quiero llorar. No quiero volver a sentir ese vacío.
—Mmm… mamá, está riquísimo— Digo atropelladamente, llevándome una cucharada a la boca. El sabor me golpea como una bofetada de nostalgia que no puedo disfrutar. —Extrañaba mucho tu comida.
Ellos no ceden. Mamá deja el cuchillo con el que estaba cortando pan y se acerca, quedándose justo al lado de papá. Ambos frente a mí, con la isla como única barrera. Los dos mirándome igual: con amor, con preocupación, con esa certeza de que estoy rota.
—Emma Rose Bermont— Mi madre pronuncia mi nombre completo con suavidad, pero su voz es un mandato que no puedo ignorar.
La comida en mi boca baja por la garganta como un trozo de piedra. Levanto la vista obligándome a mirarlos. No quiero hacer esto. No quiero abrirme. Pero sé que ya no puedo seguir callando. No frente a ellos.
El dolor late en mi pecho con fuerza, y siento que en cualquier momento va a desbordarse.
—Es sólo que…— Lo intento, pero mi voz se quiebra antes de poder completar la frase.
Mamá rodea la isla y se acerca, apoyando su mano tibia sobre la mía.
—Te rompieron el corazón— Afirma bajito, casi como si me diera permiso para admitirlo.
Siento un nudo cerrarme la garganta. Quiero decir que no, que estoy bien, que ya pasó. Quiero mantener la dignidad. Pero sus ojos me atraviesan, y es imposible seguir fingiendo.
Las lágrimas brotan antes de que pueda detenerlas. Sacudo la cabeza, tapándome la boca con una mano como si eso fuera a contener el sollozo. Papá rodea la isla también y en un instante siento sus brazos firmes envolverme, protegiéndome del mundo como cuando era niña.
—Shhh… ya está, princesa, estamos aquí— Murmura en mi oído.
Me dejo caer contra su pecho, con los hombros sacudiéndose de tanto llorar.
—Lo amaba mucho…— Susurro entrecortada, confesando al fin lo que llevaba tanto tiempo enterrado. —Y me dejó como si nada. Como si yo nunca hubiera significado nada.
El silencio de mis padres no es vacío, es abrazo, es comprensión. Mamá acaricia mi espalda, y papá me sostiene con fuerza, como si jurara que nada volverá a dañarme.
Me aferro al pecho de papá como si fuera el único lugar seguro que me queda en el mundo. Mis lágrimas empapan su camisa, y mamá no deja de acariciar mi espalda, de besarme la sien como cuando era pequeña y tenía miedo a la oscuridad.
—Déjalo ir, mi amor— Susurra mamá. —Llora todo lo que tengas que llorar, pero no permitas que esa herida te robe lo que eres.
Papá asiente con fuerza, con sus brazos tensos alrededor de mí.
—Ese muchacho no merece ni una sola lágrima tuya, Emma. Él no sabe lo que perdió, pero tú no vas a perderte a ti misma por él.
El dolor se revuelve dentro de mí, punzante. Trato de hablar entre sollozos.
—No sé cómo… cómo se hace para olvidar. Me siento… vacía. Como si me hubieran arrancado algo que nunca voy a recuperar.
Papá me toma de los hombros y me obliga a mirarlo. Sus ojos azules brillan con una dureza feroz que siempre me ha intimidado y tranquilizado a la vez.
—Se hace recordando quién eres, y tu eres Emma Rose Bermont. Una mujer brillante, fuerte, capaz de conseguir todo lo que se proponga. No eres una sombra de él, ni una extensión de nadie. Eres tú. Ya lo verás, pronto encontrarás a alguien que si merezca ese hermoso corazoncito.
Mamá se sienta a mi lado y me toma las manos.
—Hija, regresa a casa. Quédate en Francia. Aquí puedes recomenzar, rodeada de quienes te aman de verdad. No tienes que volver a ese país que solo te trajo tristeza.
La propuesta me golpea el pecho como un martillazo. Parte de mí quiere decir que sí de inmediato, dejar atrás todo lo que me ata allá, esconderme en la calidez de su abrazo y sanar aquí.
Pero otra parte… otra parte duda. Una parte que no debería existir, una que aún piensa en esa mirada oscura, en ese hombre que no dejo de recordar aunque intente negarlo.
—No lo sé, mamá— Murmuro, bajando la vista. —Allá tengo mi vida, mi trabajo… mis planes. No puedo simplemente dejarlo todo.
—¿Y qué es lo que realmente te ata allá?— Pregunta papá, mirándome como si pudiera leerme el alma, —¿En verdad es tu trabajo? ¿O algo más? Porque si crees que dejaremos que ese mentiroso bueno para nada regrese a tu vida estás muy equivocada.
Me muerdo el labio, incapaz de responder. No voy a decirles que lo que quiero de Stefan no es que vuelva, sino que sufra igual o más que yo.
Mamá me aprieta las manos con ternura.
—Solo piénsalo, cariño. No te pedimos una decisión ahora. Solo queremos que recuerdes que aquí tienes un hogar, una familia… y que no necesitamos más que tu sonrisa para ser felices.
El nudo en mi garganta se aprieta de nuevo, pero esta vez logro contener las lágrimas. Sonrío débilmente, con la voz apenas audible.
—Gracias… los amo tanto. Necesitaba esto.
Necesitaba que alguien me recordara quien soy. Que me mostrara la Emma que fui alguna vez y la que nunca debió dejar de existir.
Esta es la última, la última vez que me permito llorar por Stefan.
Camille y Antoine, padres de Emma