Marina Holler era terrible como ama de llaves de la hacienda Belluci. Tanto que se enfrentaba a ser despedida tras solo dos semanas. Desesperada por mantener su empleo, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para convencer a su guapo jefe de que le diera otra oportunidad. Alessandro Belluci no podía creer que su nueva ama de llaves fuera tan inepta. Tenía que irse, y rápido. Pero despedir a la bella Marina, que tenía a su cargo a dos niños, arruinaría su reputación. Así que Alessandro decidió instalarla al alcance de sus ojos, y tal vez de sus manos…
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Capítulo 3
Se echó la trenza por encima del hombro y, llevándose una mano a la mejilla, deseó que la única causa del pesado y frenético latido de su corazón fuera su instinto protector.
Nunca antes se había encontrado con un hombre que exudara una virilidad tan potente y obvia. Era extraño, y nada agradable, descubrir que sus hormonas estaban reaccionando al aura que él proyectaba. Se puso una mano protectora y temblorosa en el estómago, como siempre que se encontraba en una situación que le daba vértigo.
La lógica le decía que no era ningún peligro para Georgia, solo otro visitante del Día de Diversión que se había perdido o curioseaba, pero, como su obligación era proteger a los mellizos de todo lo malo del mundo, Marina no iba a correr ningún riesgo.
–Georgia, por favor.
Con obvia desgana y un suspiro, la niña de cabello cobrizo se bajó de la silla. Alessandro no la miraba; tenía la mirada perdida en una franja de estómago pálido y firme, que desapareció de su vista cuando la mano de la mujer se cerró sobre la de la niña. Después, se inclinó y le dijo algo que llevó a la niña a asentir y salir corriendo por la puerta.
Alessandro observó a la joven enderezarse y echar hacia atrás la gruesa trenza de cabello oscuro, descubriendo la curva firme de su mandíbula y la larga línea de su cuello.
Darse cuenta de que su respuesta a ella había sido primitiva, descontrolada, le hizo fruncir el ceño hasta que puso la situación en perspectiva. Que hubiera tenido una intensa e inesperada reacción física no implicaba que no pudiera controlarla. Desde su fallido matrimonio, no se había involucrado en una relación de la que no pudiera alejarse. Nunca lo haría.
–Siento eso –dijo ella, enderezándose.
Sus esbeltos hombros se habían relajado un poco tras la marcha de la niña, pero los ojos azules seguían estudiándolo con curiosidad crítica, algo que él no estaba acostumbrado a ver cuando una mujer lo miraba.
Si ella no fuera tan guapa, tal vez no le habría hecho gracia. Sonrió para sí.
Su aprecio por la belleza no se limitaba a la arquitectura. La mujer tenía poco más de veinte años, era lo bastante joven para no necesitar maquillaje. Tenía una piel perfecta, pálida pero con un toque rosa claro en sus mejillas suaves y redondeadas. No solo era sexy, era una belleza, aunque tal vez no en el sentido clásico.
No se parecía nada al tipo de mujer que solía resultarle atractivo. Para empezar, salía con mujeres que cuidaban al máximo su apariencia. La mujer que tenía delante no estaba arreglada, pero el rostro ovalado con grandes ojos azules y rasgados, pómulos finos y marcados, y labios anchos y carnosos creaba un conjunto que le daba un aspecto sexy con un toque vulnerable.
La vulnerabilidad era otra cosa que evitaba en las mujeres. La dependencia requería mucha atención; para él, el tiempo era oro.
Su reacción solo demostraba que la atracción sexual no era una ciencia exacta. Ella ni siquiera tenía aspecto informal y elegante, era más bien informal y descuidado. Aun así, sentía pesadez en la ingle cuando acabó de recorrer con la vista las largas y deliciosas piernas embutidas en vaqueros. Era alta y delgada pero con curvas que la camisa blanca no conseguía ocultar, tenía un cuerpo delicioso; estaría fantástica con algo sedoso e insustancial, y después sin nada en absoluto.
Su mal humor se templó un poco más. El día aún podría salvarse. Lo atraía más que ninguna otra mujer en los últimos meses. Quizás, en parte, porque no era un clon de su tipo habitual. Por eso y por la mirada cristalina, la boca sexy y la seguridad de que podría enredar los dedos en su pelo sin quedarse con un manojo de extensiones en la mano.
Intentó recordar qué la había llamado la niña. No había sido «mamá». No llevaba alianza, pero como eso no significaba nada, prefirió ser cauto.
En su vida había suficientes complicaciones para buscar otras, así que Alessandro tenía una vida amorosa sencilla. No mantenía relaciones largas y lo dejaba claro desde el principio; aun así no le costaba mucho llevarse a una mujer a la cama.
Las casadas, las madres solteras, las mujeres que querían compromiso estaban descartadas. Había aprendido de sus errores, y un caro divorcio que le había costado una esposa y un buen amigo había acelerado la curva de aprendizaje. No tenía sentido buscar problemas cuando había multitud de mujeres atractivas, sin compromiso y libres de cargas.
Podía luchar por algo cuando hacía falta, pero no fantaseaba con lo inasequible. No le costaba alejarse de la tentación, por bonito que fuera el envoltorio, por eso lo sorprendía que en ese caso le costara adoptar su actitud habitual.
Marina, a pesar de que su sobrina estaba a salvo, no se había relajado. Al entrar, había visto que el hombre no era feo, pero había tardado en ver las largas pestañas que enmarcaban unos ojos negros como el azabache, o la increíble estructura de sus facciones esculpidas. Cada ángulo y plano de su rostro era perfecto.
Era su idea de un ángel caído, bello y seductoramente peligroso, suponiendo que los ángeles midieran un metro noventa y tres y vistieran de negro de pies a cabeza.
Él sonrió. Solía notar cuando una mujer se sentía atraída, y en ese caso era obvio. O no intentaba ocultar su reacción, o no sabía cómo hacerlo, pero no estaba flirteando con él, lo que era muy refrescante. Hasta el mejor vino perdía interés si un hombre lo bebía en cada comida del día; disfrutaba del flirteo hasta cierto punto, pero una vez conocidos los pasos del apareo moderno, podía llegar a ser demasiado predecible. Sonrió.
La blancura de sus dientes y la intensidad de sus ojos oscuros provocó un escalofrío que recorrió el cuerpo de Marina como una sedosa cinta de deseo. La alivió encontrar una imperfección que tendría que haberlo afeado, pero, por desgracia, incrementaba su atractivo: una cicatriz, una fina línea blanca que empezaba a la derecha de un ojo y trazaba la curva del pómulo.
Marina tragó saliva mientras el silencio se alargaba. Era tan consciente de él que su cuerpo tardó unos segundos en responder a las órdenes de su cerebro. Casi aplaudió de alivio cuando consiguió bajar la vista.
–Me temo que usted tampoco tendría que estar aquí –intentó sonar amistosa pero firme, pero sonó jadeante. Aun así, era mejor eso que seguir babeando mientras lo miraba.
Alessandro alzó la vista del logo de su camiseta, que no había leído, mientras se imaginaba sacándole la camiseta por la cabeza. De repente, se le ocurrió algo que borró la agradable imagen.
No podía ser... Seguro que ella no era...