"¿Qué harías por salvar la vida de tu hijo? Mar Montiel, una madre desesperada, se enfrenta a esta pregunta cuando su hijo necesita un tratamiento costoso. Sin opciones, Mar toma una decisión desesperada: se convierte en la acompañante de un magnate.
Atrapada en un mundo de lujo y mentiras, Mar se enfrenta a sus propios sentimientos y deseos. El padre de su hijo reaparece, y Mar debe luchar contra los prejuicios y la hipocresía de la sociedad para encontrar el amor y la verdad.
Únete a mí en este viaje de emociones intensas, donde la madre más desesperada se convertirá en la mujer más fuerte. Una historia de amor prohibido, intriga y superación que te hará reflexionar sobre la fuerza de la maternidad y el poder del amor."
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Alergia...
Santiago era un CEO muy reconocido en varios países, y Dinamarca no era la excepción. Para la cena, habían reservado una mesa en el restaurante Noma, uno de los más prestigiosos de Copenhague, la capital danesa.
El lugar era simplemente deslumbrante. Los amplios ventanales dejaban ver el reflejo de las luces de la ciudad sobre el canal, las mesas estaban dispuestas con elegancia escandinava y el aroma a mar y hierbas finas inundaba el ambiente. El murmullo de las conversaciones mezclado con el tintinear de copas creaba una atmósfera sofisticada.
Mar, vestida con su elegante traje negro, caminó del brazo de Santiago hasta su mesa. A su alrededor, hombres de porte distinguido y mujeres que irradiaban belleza y glamour llenaban el lugar. Se sintió pequeña, fuera de lugar, casi invisible frente a tanta gente importante y segura de sí misma.
Santiago, sin embargo, era el centro de atención. Cada mirada, cada saludo, cada sonrisa fingida lo buscaba. Su reputación lo precedía: el implacable, el genio de los negocios, el hombre que todo lo convertía en oro.
Para la mala suerte de mar, entre los invitados se encontraba Efraín Russell, Mar sintio que él cuerpo le temblaba y empezaba a sudar.
— No puede ser, de todos los lugares justo aqui... —susurró Mar, intentando ocultar su nerviosismo tras una sonrisa tensa.
Santiago, al notarlo, se inclinó ligeramente hacia ella.
— ¿Todo bien? —preguntó con voz baja, sin apartar la vista del salón.
— Todo perfecto —respondió Mar, aunque su tono la traicionó.
Santiago corrió la silla para que ella se sentara, no por cortesía, sino porque sabía que debía ser convincente para la prensa y los invitados. Todo era parte del papel.
La cena transcurría entre conversaciones triviales y temas de negocios. Los hombres hablaban de inversiones, fusiones y proyectos millonarios; las mujeres, de moda, viajes y joyas exclusivas. Mar escuchaba con atención, fingiendo naturalidad, aunque en realidad se sentía fuera de su elemento.
Santiago mantenía una sonrisa diplomática, pero cada tanto dirigía la mirada hacia ella, observando cómo jugaba nerviosa con la servilleta o se acomodaba un mechón de cabello tras la oreja. Había algo en esa mujer que lo descolocaba, algo entre inocencia y fuego que lo desconcertaba.
Los meseros comenzaron a repartir las cartas. Mar tomó la suya, pero al ver los nombres en francés y danés, se sintió completamente perdida.
— Santiago, no conozco ninguno de estos platos. ¿Podrías ordenar por mí? —preguntó en voz baja, avergonzada.
Él la miró con una sonrisa ladeada, casi burlona.
— Claro —respondió con ironía—. Dejaré que el chef decida lo mejor para ti.
Mar sostuvo su mirada sin entender el tono sarcástico.
— Gracias… supongo —murmuró, intentando mantener la compostura.
Santiago ordenó el plato especial de la casa: Risotto de langostinos con azafrán y una copa de vino blanco.
La velada avanzaba con risas, brindis y comentarios de admiración hacia él invitado. Santiago sabía desenvolverse a la perfección en esos ambientes, pero había algo distinto esa noche. No podía evitar mirar de reojo a Luna. Su forma de sonreír educadamente, su timidez al hablar con los demás, su mirada perdida por momentos… algo en ella lo inquietaba y lo intrigaba al mismo tiempo.
Cuando la comida llegó, el risotto desprendía un aroma delicioso. Mar tomó la cuchara y probó un pequeño bocado. El sabor era exquisito, pero al llegar a la cuarta cucharada, un ardor extraño comenzó a subirle por la garganta. En cuestión de segundos, su respiración se volvió pesada y el color empezó a abandonarle el rostro.
Santiago se dio cuenta enseguida.
— ¿Luna? ¿Estás bien? —preguntó, notando su expresión de angustia.
Mar intentó hablar, pero solo logró emitir un jadeo. Su pecho subía y bajaba con dificultad.
— ¡Ayuda! ¡Alguien llame a un médico! —gritó Santiago, levantándose bruscamente de su asiento.
El murmullo del restaurante se detuvo. Un hombre de mediana edad se acercó rápidamente.
— Soy médico —dijo con voz firme—. Debemos llevarla a un lugar más privado.
— Síganme, por aquí —indicó un mesero, abriendo una puerta lateral.
Santiago tomó a Mar en brazos sin pensarlo. El perfume de su piel y la fragilidad de su cuerpo en ese momento lo desarmaron. Caminó rápido tras el médico, ignorando los flashes de las cámaras que ya empezaban a capturar la escena.
En una pequeña habitación, el doctor la recostó sobre un sofá y comenzó a revisarla.
— Necesito saber qué ha comido y bebido esta noche —preguntó el médico con tono profesional.
— El plato especial del restaurante, Risotto de langostinos con azafrán, y vino blanco —respondió Santiago, preocupado.
El doctor asintió.
— Es una reacción alérgica al azafrán. Necesito administrarle un antihistamínico y oxígeno de inmediato.
Sacó un inhalador del maletín y se lo colocó a Mar.
— Respire profundamente por la boca, despacio —le indicó.
Mar obedeció. Poco a poco, su respiración comenzó a estabilizarse. El médico le administró además una dosis de antihistamínico y le tomó el pulso.
— Está estable —dijo aliviado—, pero debemos llevarla al hospital para asegurarnos de que todo esté bien.
Santiago asintió, sin pensarlo dos veces.
— Mi chofer nos llevará.
Cuando el médico terminó, Santiago le dio las gracias.
— ¿Le debo algo, doctor? —preguntó.
— No, señor. Solo hice mi trabajo —respondió el hombre con amabilidad antes de marcharse.
Mar, aún débil, intentó hablar.
— Lo siento… no quería arruinar tu noche. No hace falta que me lleves al hospital. Estaré bien —dijo con voz temblorosa.
— El llevarte al hospital no es algo que se discuta —replicó Santiago con firmeza—. Te llevaré y punto.
Mar lo miró entre molesta y agradecida.
— ¿Siempre eres así? ¿Mandón y grosero? —preguntó, cruzando los brazos.
Santiago la miró con esa mueca de ofensa en su rostro...
— ¿Te parece grosero que quiera ayudarte y asegurarme de que estés bien? Levantó una ceja como cuestionandola.
— No sé si lo haces por ayudarme o porque te gusta tener el control —replicó ella.
Santiago soltó un suspiro y la miró directo a los ojos.
— Escucha, Luna. Aunque sea un patán, jamás dejaré que te pase algo mientras estés conmigo. Eres mi responsabilidad —dijo con voz grave.
Por un momento, sus miradas se encontraron y el ambiente se cargó de una tensión diferente. Mar sintió una calidez extraña en el pecho. Pese a lo arrogante que había Sido la noche anterior ese pequeño gesto de preocupación, le hacía latir más de prisa el corazón.
El silencio se hizo presente. Ninguno quiso romperlo, hasta que la voz del chofer los interrumpió desde la puerta.
— Señor Lombardi, el auto ya está afuera, como pidió.
Santiago asintió. Sin decir palabra, volvió a tomar a Mar en brazos.
— No es necesario que me cargues. Puedo caminar sola —protestó ella.
— Luna, no seas testaruda. No estás bien. Te llevaré así que ponte cómoda —respondió con calma.
— Lo dicho, eres un mandón sin remedio. A veces eres detestable —refunfuñó Mar.
— Puedes pensar lo que quieras —dijo él, sin alterarse.
Mientras salían por la puerta trasera, un paparazzi los captó. El flash iluminó la escena justo cuando Santiago la sostenía contra su pecho, lo que sin duda daría mucho de qué hablar en los titulares del día siguiente.
La noche no terminó como Santiago esperaba. Aún así, se sintió aliviado al verla fuera de peligro.
En el hospital, una doctora la atendió y, tras varias horas de observación, le dio el alta. Mar estaba asombrada. La actitud de Santiago era distinta: ya no era el hombre arrogante de la noche anterior. Aunque eso no evitaba que estuviera muy predispuesta.
Cuando la doctora se marchó, Santiago se levantó del sillón donde había estado revisando su teléfono y se acercó a ella.
— Luna, iré a pagar la cuenta. Prepárate, nos vamos —dijo con tono firme.
— Está bien —respondió ella con suavidad.
Minutos después, Santiago regresó y, sin previo aviso, la tomó nuevamente en brazos.
— No hagas esto, Santiago. Ya puedo caminar —protestó, ruborizada.
— Luna, no insistas. Quiero asegurarme de que estés bien —replicó él.
Ella lo miró con picardía.
— ¿Realmente me estás cargando porque te preocupa cómo estoy… o porque te gusta tenerme en tus brazos? —preguntó en tono provocador.
Santiago se detuvo. Sus ojos se encontraron, y él sonrió apenas.
— ¿Y si te dijera que me empieza a gustar tenerte así, en mis brazos? —susurró—. Me gusta oler tu perfume y admirar lo hermosa que te ves cuando bajas la guardia.
Mar se sonrojó, incapaz de responder. Santiago retomó el paso con una media sonrisa, disfrutando del efecto que acababa de provocaba en ella.
Al llegar al auto, la depositó con cuidado en el asiento y le indicó al chofer que condujera con calma. Mar se quedó en silencio todo el camino, mirando por la ventana, mientras su corazón latía más rápido de lo normal.
Ya en el hotel, se apresuró a bajar antes de que Santiago intentara cargarla de nuevo.
— Está bien, ya entendí. No te gusta que te cargue, pero apóyate en mi brazo —dijo él.
Mar lo miró, intentando no sonreír y aceptó. Caminó a su lado hasta llegar a la habitación.
— Luna, pediré que te traigan algo liviano para cenar. Si te vuelves a sentir mal, prométeme que me avisarás —dijo Santiago con voz serena.
Ella asintió en silencio. No entendía por qué, pero por primera vez desde que se conocían, Santiago Lombardi no le parecía tan detestable. Al menos no esa noche...