Gabriela Estévez lo perdió todo a los diecinueve años: el apoyo de su familia, su juventud y hasta su libertad… todo por un matrimonio forzado con Sebastián Valtieri, el heredero de una de las familias más poderosas del país.
Seis años después, ese amor impuesto se convirtió en divorcio, rencor y cicatrices. Hoy, Gabriela ha levantado con sus propias manos AUREA Tech, una empresa que protege a miles de mujeres vulnerables, y jura que nadie volverá a arrebatarle lo que ha construido.
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El ajedrez de Sebastián
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...CAPÍTULO 3...
SEBASTIÁN
La sala de juntas de VALCORP tenía todo lo que mi vida no: orden, control y silencio.
Los inversionistas hablaban entre ellos con su voz engolada y arrogante, como si cada palabra fuera una sentencia bíblica. Yo los escuchaba con paciencia, sin perder la sonrisa de tiburón que me caracterizaba.
—La adquisición de AUREA Tech no puede retrasarse —dijo uno de ellos, un tipo calvo con más dólares que escrúpulos—. Ese algoritmo de seguridad femenina vale millones. Millones que otros fondos ya están olfateando.
Asentí.
—Lo sé. Y será nuestra.
Lo dije como si fuera fácil, como si no supiera que detrás de esa empresa estaba ella.
Gabriela.
La mujer que durante seis años había sido mi esposa. La madre de mi hija. Y el dolor de cabeza más persistente de mi vida.
No podía permitir que mis socios notaran la grieta en mi voz. Para ellos, Gabriela no era más que un obstáculo. Para mí… bueno, para mí era otra cosa.
Un inversionista me interrumpió los pensamientos:
—¿Problemas personales con la dueña?
Me reí con frialdad.
—Ninguno que no pueda manejar.
Mentira. La verdad es que Gabriela siempre había sido la única que sabía cómo desarmar mis argumentos en segundos, sin necesidad de gritar. Y por eso, ahora, este “juego de adquisiciones” no era solo negocio.
Era personal.
Cuando la reunión terminó, me quedé solo, mirando la ciudad desde el ventanal del piso treinta y cinco. La ciudad bullía bajo mis pies, y yo sentía que todo estaba bajo control.
Hasta que mi celular vibró. Era un mensaje de Valentina.
— Papá, no vuelvo a quedarme en tu casa si esa mujer sigue allí. Estoy enojada contigo.
Me quedé inmóvil, con el teléfono en la mano.
Natalia. Otra grieta en mi orden perfecto.
Solté una maldición en voz baja. Porque por más que quisiera separar los negocios de mi vida personal, las dos cosas estaban empezando a chocar como trenes sin freno.
Y Gabriela…
Gabriela estaba justo en el centro del impacto.
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Llegué a casa y lo primero que encontré fue a Natalia, en shorts diminutos y una camiseta que, honestamente, era más tela simbólica que prenda. Estaba dándole órdenes al decorador como si esta fuera su casa de toda la vida.
—El cuadro va a la derecha, no, más arriba… ¡Por Dios, un poco de gusto estético! —reclamaba, con ese tonito que mezclaba niña rica malcriada y reina de belleza frustrada.
Apoyé el maletín sobre la mesa y la observé unos segundos en silencio. A cualquiera le parecería ardiente, una diosa de portada de revista. A mí también me lo pareció… hasta que abrió la boca.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté al fin, con la ceja arqueada.
Natalia giró sobre sus talones con una sonrisa triunfal.
—Amor, estoy organizando la sala. Es muy rara, demasiado “alternativa”. Tu hija no tiene buen ojo para la decoración, y pensé que debíamos darle un toque más… acogedor.
Ahí estaba. El detonante.
Caminé hacia ella despacio.
—¿Te atreviste a decirle eso a Valentina?
La sonrisa de Natalia vaciló un segundo, pero se recompuso enseguida.
—No fue nada grave, cariño. Solo le comenté que tiene gustos corrientes y que esa colección de vinilos que tiene es bastante… infantil. Y que debería pensar en algo más… maduro.
Me reí. Un sonido bajo, sarcástico, de esos que en mi mundo significaban “prepárate”.
—Valentina tiene quince años, Natalia. No treinta. Está en su derecho de ser una mocosa caprichosa.
Ella se cruzó de brazos, ofendida.
—¿Me vas a decir que tengo que aguantar sus berrinches? Porque, sinceramente, tu hija busca atención.
—No —le interrumpí, ya sin rastro de sonrisa—. Lo que tienes que aguantar es la realidad: Valentina es mi hija. No es tu amiga, no es tu proyecto de decoración, y mucho menos tu competencia.
Natalia abrió la boca, pero alcé un dedo, cortándola como una tijera.
—Te lo advierto solo una vez: si la vuelves a molestar, se acabó.
Su rostro se endureció, esa máscara de “yo soy la mejor opción” resquebrajándose por primera vez desde que la conocía.
—¿Estás defendiendo a Gabriela a través de ella? —escupió, como si el nombre de mi ex le quemara la lengua.
¿En serio sacó esa conclusión?
Me acerqué lo suficiente para que entendiera el mensaje.
—Estoy defendiendo a mi hija. Y eso, Natalia… está por encima de cualquier contrato, cualquier fusión y cualquier cama.
La tensión se podía cortar con un cuchillo. Ella me fulminaba con la mirada, pero yo ya estaba cansado de ese juego.
—Ahora, si quieres redecorar, empieza por tu estudio—añadí con descaro—. Que ahí sí tienes poder de decisión.
Dejé la sala sin esperar respuesta. Porque, en el fondo, sabía que había encendido una mecha y que Natalia… no era de las que se quedaban tranquilas después de una advertencia.
Subí las escaleras de dos en dos, necesitando poner distancia entre Natalia y mi paciencia. Cerré la puerta del estudio y solté un suspiro.
¿Que por qué estoy con Natalia?
Fácil.
Primero, porque me atrae. Sí, lo admito: es explosiva, ardiente, y su sonrisa de niña rica aburrida siempre viene acompañada de un vestido ajustado que cuesta más que el sueldo mensual de un gerente promedio.
No soy de piedra.
Segundo, porque me conviene. Natalia es la hija de Roberto Giraldo, uno de los tiburones más viejos y astutos del país. Su empresa y la mía, juntas, serían un monstruo indestructible y yo no desperdicio oportunidades como esas.
Y tercero… porque me recuerda lo que no debo repetir.
Gabriela.
Gabriela fue algo real. El único incendio que me obligó a casarme siendo un joven y que terminó devorando todo en seis años. Amarla fue inevitable y perderla, también. Así que Natalia es mi recordatorio constante de que, en este punto de mi vida, el amor no paga facturas.
Los negocios sí.
El problema… es que entre el deseo y la conveniencia, Natalia cree que puede opinar sobre Valentina y ahí es, cuando no me gusta.
Valentina es mi línea roja.
Mi punto débil, sí… pero también mi mayor fuerza.
Y que quede claro: nadie —ni siquiera Natalia— se mete con mi familia.
Me serví un Bourbon, dejé que la quemazón me recordara que sigo vivo, y sonreí con ironía.
Gabriela piensa que soy un desgraciado sin remedio.
Quizás lo soy. Pero mientras ella juega a ser heroína con su empresa, yo estoy preparando la partida real.
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(No creen que merezco un especial saludo de la autora?)