Lila, una médica moderna, pierde la vida en un ataque violento y reencarna en el cuerpo de Magdalena, la institutriz de una obra que solía leer. Consciente de que su destino es ser ejecutada por un crimen del que es inocente, decide tomar las riendas de su futuro y proteger a Penélope, la hija del viudo conde Frederick Arlington.
Evangelina, la antagonista original del relato, aparece antes de lo esperado y da un giro inesperado a la historia. Consigue persuadir al conde para que la lleve a vivir al castillo tras simular un asalto. Sus padres, llenos de ambición, buscan forzar un matrimonio mediante amenazas de escándalo y deshonor.
Magdalena, gracias a su astucia, competencia médica y capacidad de empatía, logra ganar la confianza tanto del conde como de Penélope. Mientras Evangelina urde sus planes para escalar al poder, Magdalena elabora una estrategia para desenmascararla y garantizar su propia supervivencia.
El conde se encuentra en un dilema entre las responsabilidades y sus s
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Capítulo 2: La niñera ahorcada.
Desperté rodeada de sombra. Quietud. Luego, una suave brisa. El inconfundible aroma de lavanda y madera antigua se hacía presente. No era el olor metálico de la sangre ni el plástico de los quirófanos que conocía de mi vida anterior. Mis párpados estaban pesados. Pero no era cansancio, al menos no del habitual. Era como si el cuerpo al que pertenecía ya no fuera el mío. Sentía huesos extraños, un latido diferente, una piel más delicada. Y, sin embargo, estaba viva.
Viva… pero en donde, no lo sé aún.
Cuando finalmente logré abrir los ojos, vi un techo blanco con vigas de madera ordenadas y un candelabro de cristal suspendido en el centro. Me encontraba recostada en una cama con dosel, cubierta por una pesada manta de tejido denso. No había monitores de ritmo cardíaco. No escuchaba el sonido de máquinas ni el murmullo de pasillos contemporáneos. Todo estaba rodeado por un silencio inusual, casi sagrado.
¿Estoy muerta?
¿O es esto. . . el paraíso?
Pero luego, la punzada en mi pecho y el aire fresco que llenaba mis pulmones me hicieron recordar que esto no era la muerte. Era algo diferente. Más incomprensible. Con esfuerzo, me incorporé, y al hacerlo, un dolor agudo me recorrió la cabeza, haciéndome cerrar los ojos brevemente. Y entonces sucedió.
Como un torrente descontrolado, las imágenes comenzaron a fluir:
Una niña de rizos castaños riendo en un jardín.
Un hombre robusto cargándola.
Un castillo rodeado de un lago azul brillante.
Una mujer rubia con una sonrisa falsa.
Un grito. Agua. Oscuridad.
Mi corazón dio un salto.
—No. . . no puede ser —susurré, mientras llevaba una mano temblorosa hacia mi rostro.
Me levanté y buscando con dificultad un espejo, lo encontré al lado del armario, en un marco dorado que mostraba el paso del tiempo. Lo que vi en el reflejo me dejó paralizada.
Esa… no era yo.
Ya no era Lila Fernández.
La imagen que vi era la de una joven de rostro alargado, mejillas suaves, labios pálidos y unos grandes ojos llenos de miedo. Iba vestida con un atuendo gris muy formal, cerrado hasta el cuello, más apropiado para una institutriz que para una mujer libre.
Entonces lo entendí. Con un horror que se infiltró en mi ser, lo comprendí. Estaba dentro de la historia.
La novela que había leído durante aquellas largas guardias nocturnas en el hospital. Aquella trágica historia del conde solitario, su hija… y la niñera.
La niñera que fue ahorcada por un crimen que no cometió.
La mujer silenciosa, devota, olvidada.
La que murió amando en secreto al hombre que la traicionó.
—¡Maldita sea! —murmuré, con la voz quebrada—. ¡Soy la niñera!
Magdalena Belmonte.
No comprendía por qué ni el cómo, pero lo sabía con total seguridad. Estaba inmersa en esa narrativa. Y no era la protagonista.
Era la víctima.
Tenía nítidos los recuerdos. Evangelina Oxford, la hermosa dama que el conde salva en un acto casi divino, se convierte después en su esposa. . . y es la asesina de la pequeña Penélope. Sin embargo, cuando la niña fallece, Evangelina no lleva la carga de la culpa. En cambio, finge estar horrorizada, llora desconsoladamente y ofrece pruebas fraudulentas que incriminan a Magdalena.
Y el conde —deslumbrado por el sufrimiento, la ira y la traición— la condena a ser ahorcada en un árbol en el jardín. El mismo árbol visible desde la habitación de la niña.
Tragué saliva. Sentí que mis manos temblaban.
No. . . no iba a repetir ese relato. No iba a morir ahorcada. No esta vez.
Busqué con ansiedad papel y lápiz. En un cajón de la mesita de noche encontré una libreta cubierta de polvo. Empecé a escribir: los nombres, los sucesos, todo lo que recordaba de la historia. Un mapa de lo que podría suceder.
Penélope.
El diario falso.
El lago.
El conde Freddy Arlington.
La traición.
La soga.
Una línea final:
"Impedir que Evangelina ingrese al castillo. Proteger a Penélope. No morir. "
Respiré profundamente.
Si esto era otra oportunidad, no la iba a malgastar.
Abrí la puerta de la habitación y salí al pasillo. El aire olía a cera de abeja y flores secas. Las paredes estaban adornadas con tapices antiguos, retratos familiares y hermosos vitrales pintados. Caminé con precaución por los pasillos. Los tablones de madera crujían bajo mis pies. Sentía que cada rincón guardaba un secreto.
Una sirvienta pequeña, con un moño apretado y semblante cansado, apareció al final del pasillo.
—Perdón… ¿la señorita Penélope está en su habitación?
—Está en su sala de juegos, tercer piso. Está dibujando. No le agrada ser interrumpida.
Afirmé con la cabeza y agradecí. Comencé a subir las escaleras con un poco de miedo. Sabía que aún había tiempo antes de que Evangelina hiciera su entrada triunfal. . . y mortal.
Me detuve frente a una gran puerta blanca. Toqué suavemente.
—¿Quién es? —preguntó una voz pequeña y dulce.
—Magdalena. ¿Puedo entrar?
Hubo un breve silencio. Luego, se escucharon pasos. La puerta se abrió.
Allí estaba. Penélope Arlington. Aproximadamente ocho años, con rizos castaños, ojos grises y un lazo azul.
Pequeña, delicada. . . y completamente ajena al destino que la acechaba.
—Papá dijo que estabas enferma —me dijo con voz seria.
—Ya me siento mejor —le sonreí—. Gracias por preocuparte.
—Puedes pasar.
Entré. La habitación era amplia. Había muñecas de porcelana, estanterías llenas de libros, una alfombra roja y una ventana enorme que daba al lago. Al maldito lago.
—¿Te gusta dibujar?
Ella asintió, sin mirarme.
—¿Puedo ver?
Me ofreció uno de sus dibujos. Representaba a tres personas: el conde, ella y yo. Curiosamente, solo mi figura estaba sonriendo.
—¿Qué significa esto? —inquirí.
—Papá está triste. Su corazón está roto —respondió, señalando el corazón negro sobre su padre—. Pero tú logras hacerle reír. Eres especial.
Sentí una presión en el pecho. Me acerqué y le di una caricia en la cabeza.
—Te prometo que cuidaré de ti, Penélope. No permitiré que nada malo te suceda.
Ella sonrió. Y me hice la promesa de que esta vez cambiaría el desenlace.
Al salir de la habitación, una sensación me envolvió.
No estaba en mi realidad.
No tenía una sala de operaciones.
Ni un instrumento quirúrgico.
Ni una forma de escapar.
Pero tenía una fuerte resolución.
Y esta vez… la niñera no será castigada.