Madelein una madre soltera que está pasando por la separación y mucho dolor
Alan D’Agostino carga en su sangre una maldición: ser el único híbrido nacido de una antigua familia de vampiros. Una profecía lo marcó desde el nacimiento —cuando encontrara a su tuacantante, su alma predestinada, se convertiría en un vampiro completo. Y ya la encontró… pero ella lo rechazó. Lo llamó monstruo. Y entonces, el reloj comenzó a correr.
Herido, debilitado y casi al borde de la muerte, Alan llega por azar —o destino— a la casa de Madeleine, una mujer con cicatrices invisibles, y su hija Valentina, demasiado perceptiva para su edad. Lo que parecía un encuentro accidental se transforma en una conexión profunda y peligrosa. En medio del dolor y la ternura, Alan comienza a experimentar algo que jamás imaginó: el deseo de quedarse, aún sabiendo que su mundo no le permite amar como humano.
Cada latido lo arrastra hacia una verdad que no quiere aceptar…
¿Y si su destino son ellas?
¿Madelein podrá dejar
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Capítulo -3
Capítulo: La visita
—Mi niña —susurré con urgencia—, ve a mirar si ese hombre en la cama sigue dormido. Si es así, escóndelo y luego vienes donde mí. No digas nada, ¿sí?
—Está bien, mami, ya regreso —respondió ella con obediencia y pasos ligeros.
Unos golpes resonaron en la puerta.
—¿Sí? ¿Quién es? —pregunté, tratando de sonar tranquila.
—Hola, buenas noches. ¿Podría abrir? Es urgente…
—Sí, dígame, ¿qué necesita?
—Estamos buscando a esta persona —dijo, mostrando una foto—. ¿De casualidad se encuentra aquí?
—La verdad, no, señores.
Uno de ellos levantó el brazo, apuntándome con un arma.
—¿Podemos revisar?
—Claro, no veo por qué no. Pero podrían guardar eso, mi niña se asustará.
Se miraron entre ellos, dudando. Finalmente, bajaron el arma y asintieron.
—Pasen…
—Mami, ¿quiénes son? —preguntó mi hija desde el pasillo.
—Son policías encubiertos —dije, mirándolos con frialdad—. Andan revisando que todo esté bien, ¿verdad, señores?
—Eh… sí, claro. Somos policías. Estamos en una misión importante —balbuceó uno de ellos.
Esa mujer da miedo… parece tan inofensiva, pensó el otro, sin decir una palabra.
—Vamos, no hay nada —dijeron tras mirar por encima.
—Adiós, policías —solté sin emoción mientras los acompañaba hasta la puerta.
Cuando se fueron y cerré, mis piernas flaquearon. Me dejé caer al suelo, jadeando.
—Eso estuvo cerca… Ash, ¿por qué no le pregunté el nombre a ese tipo? Así sabría cómo se llama…
—¿Dónde lo escondiste? —le pregunté a mi hija cuando regresó.
—Donde siempre, mami. En el escondite secreto. ¿Lo hice bien?
—Más que bien, mi niña. Nos hemos salvado de morir.
—¿Porque ellos eran malos?
—Sí, mi niña. Eran muy malos. Ves en qué problema me metiste… cerremos bien la puerta. Vamos a sacarlo.
Entramos en la habitación. Las dos camas estaban tendidas, como si nadie las hubiese usado.
—Ya, mami. Sácalo. Debe haberse lastimado. Yo traigo el botiquín.
Me acerqué, busqué el botón oculto y lo presioné. El colchón se deslizó hacia un lado con un sonido sordo. Desde abajo emergió un hombre, pero el movimiento brusco lo hizo sangrar.
—Aquí está, mami.
—Ve a bañarte. Es hora de dormir.
—¿Vas a dormir con él?
—No, dormiré contigo. No preguntes cosas. Ve rápido.
—Está bien, mami —respondió, desapareciendo en el pasillo.
Mientras curaba al desconocido, no pude evitar pensar en el papá de mi hija. En esa persona que tanto había amado. Sorprendentemente, ella no me lo mencionó hoy. ¿Será por ti?
Me estremecí cuando me tomó de la mano con rapidez y fuerza. Lo miré sorprendida.
—¿¡Pero qué carajos!?
—¿Quién eres? —pregunto, con voz tensa y fría .
—Eso debería preguntarlo yo… Si ya estas bien, ¿puedes irte de mi casa?
—Ay, por Dios… tiene unos ojos hermosos —murmuré, sin poder evitarlo. Sus párpados caídos no ocultaban del todo el azul profundo que se asomaba como si el cielo se hubiese escondido en su mirada. Tragué saliva—. No, no, Made, tú no puedes fijarte en eso ahora. ¡Bótalo! O vendrán esas personas otra vez —me dije, dándome una palmada en la frente.
Pero no lo hice.
No podía.
Lo miré de nuevo, tendido en la cama, con la respiración agitada como si ya se hubiera rendido.
—No sé… te encontramos y te trajimos para curarte —le susurré con cuidado—. Mi hija te llamó Alan.
Él me miró un segundo, como si el mundo entero pendiera de ese instante.
—Por favor… ayúdame —susurró con voz quebrada.
Y como si su cuerpo ya no resistiera más, se desmayó. Así, sin más. ¡Plop!
Suspiré largo. Crucé los brazos. Miré el techo.
—Y sí, señores… otra vez. Se volvió a desmayar.
Ahora tengo a un hombre guapo, medio muerto, tirado en mi cama. Con heridas por todos lados, sin documentos, sin nombre, sin nada. Solo esa mirada... y esa voz que me pidió ayuda como si yo pudiera salvarlo del infierno.
—¡Mami! —la vocecita de mi hija llegó desde el pasillo—. ¿Está bien el señor Alan?
—Sí, mi amor… está descansando —respondí, tratando de sonar tranquila.
No sé por qué, pero sentí la necesidad de protegerlo. Como si algo en él me hablara sin decir una sola palabra. Como si su presencia significara más de lo que aparentaba.
Y aunque todo en mi interior me gritaba que lo echara, que no me metiera en más líos, ya era tarde. Él estaba aquí. En mi casa. En mi cama.
Y ahora era mi problema.