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“La Cristiana Del Harén”

“La Cristiana Del Harén”

Status: En proceso
Genre:Casarse por embarazo / Traiciones y engaños / Esclava / Sirvienta / Amor-odio
Popularitas:639
Nilai: 5
nombre de autor: Luisa Manotasflorez

En los últimos estertores del Reino Nazarí de Granada, cuando el esplendor andalusí comenzaba a desvanecerse ante el avance implacable de los Reyes Católicos, se tejió una historia olvidada por el tiempo, pero viva en las piedras de la Alhambra.

Isabel de Solís, hija de un noble castellano, nunca imaginó que la guerra la arrebataría de su hogar para convertirla en prisionera en el corazón del mundo musulmán. Secuestrada por soldados nazaríes y llevada a la Alhambra, se convirtió en esclava de una princesa que la humillaba y despreciaba por su origen cristiano. Vista como una extranjera, una infiel y una mujer sin valor, Isabel vivió sus días bajo la sombra del miedo, cubierta por velos que no solo ocultaban su rostro, sino también su libertad.

Pero todo cambió el día en que los ojos del sultán Muley Hacén se posaron sobre ella.

Conocido por su poder, su temperamento y su lucha contra los cristianos, Muley Hacén vio en Isabel algo más que una cautiva. La belleza de la joven,

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CAPITULO 2

La confrontación entre Isabel y Aixa

La mañana era tensa en el palacio. El ambiente parecía más espeso, como si el aire cargado presintiera que algo estallaría. Aixa entró al pabellón con paso firme, el rostro endurecido, los ojos encendidos como carbones. Vestía sus ropas más regias, el velo de seda cubriendo su cabello, los brazaletes tintineando como advertencias al caminar. Venía directa. Sabía que Isabel estaba allí.

Isabel estaba sentada junto a la fuente del jardín interior del harén, con una túnica color lavanda que resaltaba sus ojos verdes. Tenía el rostro sereno, pero sus dedos jugueteaban nerviosos con la joya dorada en forma de luna que decoraba su velo. Cuando vio a Aixa acercarse, no se movió. Solo la miró… esperando.

—Qué rápido te sientes reina, ¿no? —escupió Aixa con sarcasmo, deteniéndose frente a ella.

Isabel sonrió levemente, sin levantar del todo la cabeza.

—¿Te duele? —preguntó con voz suave pero punzante—. Te lo quitó una cristiana. Ninguna musulmana logró lo que yo logré… y tú lo sabes. Eso debe doler, ¿no? Para ti, eso es como una traición. Una infidelidad.

Aixa apretó los puños, pero Isabel siguió hablando, su tono subiendo, calmado pero firme como una daga deslizándose bajo la piel.

—No voy a hacerte daño, Aixa. No con golpes. Voy a darte donde más te duele… con amor. Con el amor que él ya no te tiene. Me voy a ganar su corazón. El sultán no va a tener ojos para ninguna otra. Ni para ti.

¿Sabes qué hizo anoche? Me dejó en sus aposentos… toda la noche. Hicimos el amor. Cada hora. Con deseo, con hambre… con ternura. Me miró como nunca te ha mirado. Me entregué a él… y él me quitó la virginidad.

Aixa la miró con rabia, pero Isabel no se detuvo.

—Guardó la sábana… con mi sangre. Prueba de que fui suya. Me prometió matrimonio. Me dijo que no me dejaría jamás. Me habló de amor, Aixa. No de deseo… de amor verdadero. Y cuando muestres esa sábana al consejo, ¿quién crees que quedará como la favorita?

Aixa dio un paso al frente, con los ojos brillantes de furia.

—¡Tú no sabes nada del palacio, extranjera! ¡No tienes idea de cómo se sobrevive aquí! —rugió.

—¿Y tú sabes lo que es que tu esposo busque otra? —replicó Isabel con voz baja, pero con filo—. No tengo la culpa de esto. Él me busca, mujer. No yo. No fui a su lecho… él vino al mío.

Hubo un silencio cargado. El trueno lejano rompió el momento. Isabel la miró fijamente.

—¿Sabes algo más, Aixa? Tal vez en nueve meses… tu hijo tendrá un nuevo hermano.

Las palabras cayeron como un relámpago en el centro del corazón de Aixa. Su rostro palideció, su mandíbula tembló.

—Esto no ha terminado… —susurró con los dientes apretados.

—No. Apenas empieza —respondió Isabel sin parpadear.

Se sostuvieron la mirada. Dos mujeres en guerra. Una por el orgullo, la otra por amor… y poder. No necesitaban espadas. Las palabras, las promesas, el deseo del sultán y la sangre derramada bastaban para incendiar el palacio.

La batalla ya no era del imperio… era de mujeres. Y solo una reinaría en el corazón de Muley.

El anuncio de Zoraida

La noche había caído como un manto de terciopelo sobre la Alhambra. Las estrellas brillaban altas, y una luna blanca, casi llena, bañaba con su luz plateada los patios de mármol y las fuentes que cantaban suavemente en los jardines.

Dentro del salón principal, las lámparas de aceite colgaban como soles dorados, lanzando reflejos cálidos sobre los mosaicos y el mármol. Había música de laúd y qanun; los sirvientes pasaban en fila perfecta, con bandejas que despedían aromas dulces y especiados. Los embajadores y nobles de Fez, Túnez, El Cairo, Anatolia y Granada ya estaban en sus asientos, esperando al anfitrión.

De pronto, la voz del maestro de ceremonias retumbó:

—¡Que se abran las puertas del sultán! ¡Que entren su majestad y su favorita!

Las grandes puertas se abrieron. Todos se giraron.

Entró Muley, vestido con una túnica de terciopelo negro bordada en hilos de oro y un turbante con pluma blanca. A su lado, caminaba Isabel, ahora conocida como Zoraida, con un vestido azul cielo que flotaba como niebla, y un velo blanco sujeto en la cabeza con una delicada media luna de oro. La tela no cubría su rostro, pero caía en ambos lados de sus mejillas. Llevaba en sus manos una rosa blanca, símbolo de pureza.

Las miradas se dirigieron a ella como si el mundo hubiera enmudecido.

Aixa, ya sentada en el trono secundario, vestida de rojo granate y oro, con su rostro altivo y enmarcado por un velo bordado con perlas, la observó con una mezcla de rabia, humillación y dolor contenido.

Cuando llegaron al centro del salón, Muley alzó la mano:

—Mis leales invitados, mis hermanos y aliados... esta noche es especial. No solo celebramos la paz, el comercio y la hermandad. También deseo presentar ante ustedes a alguien que ha iluminado mis días con dulzura, humildad y sabiduría. Esta es… —hizo una pausa— mi favorita, Zoraida.

Los nobles inclinaron la cabeza. Algunos sonrieron. Otros cuchichearon. Nadie osó cuestionar la voluntad del sultán. Isabel, serena, hizo una inclinación elegante. Sus ojos verdes brillaban, y su piel pálida parecía de mármol vivo. A su lado, Muley la miraba como si fuera una joya recién descubierta.

Luego, giró el cuerpo hacia la otra figura destacada.

—Y aquí, con nosotros, se encuentra la madre de mi heredero, Boabdil. La princesa Aixa, noble entre las nobles. —El tono fue solemne, pero menos íntimo.

Aixa esbozó una sonrisa rígida. Todos sabían que esa frase era una forma de desplazarla, de reducir su papel al de madre y no amante. No era la favorita. No era la elegida. No era la que dormía con el sultán cada noche.

Se sirvieron más de cincuenta platos: cordero con canela, arroz con dátiles y almendras, pasteles de miel, pescado en leche de coco, frutas exóticas y dulces de pétalos de rosa. Las copas eran llenadas de sharbat de granada, vino de dátiles y agua de azahar.

Muley, con gesto tierno, sirvió con sus propias manos el plato de Zoraida.

—Esta es la parte más tierna del cordero, mi flor. Solo para ti.

Isabel, sorprendida, bajó la mirada con una sonrisa tímida. Se sentía en el centro del mundo, protegida, deseada… amada. El calor de la sala no era nada comparado con el fuego en sus mejillas.

Aixa, al otro lado de la sala, no soportaba más. Cada sonrisa de Muley, cada gesto, cada mirada dirigida a Isabel era una puñalada invisible. Sus uñas se clavaban en la madera del asiento. El oro de sus anillos se calentaba con la rabia.

Luego del banquete, cuando todos empezaban a relajarse y la música volvía a sonar, Aixa se levantó y caminó entre los pilares, hasta encontrar a Isabel junto a una fuente, rodeada de damas extranjeras.

—Qué espectáculo el de esta noche…, dijo Aixa con tono venenoso.

Isabel alzó la vista, sabiendo lo que vendría. Aixa se acercó y, en voz baja, cargada de furia:

—Mira lo que hiciste. Lo que me quitaste. Tú, una cristiana… ¿sabes lo que eso significa? Ni una musulmana logró lo que tú has hecho. Eso me arde, pero no porque tú seas especial. Me arde porque él me traicionó contigo. Esto para mí es una infidelidad. Una humillación.

Isabel no tembló. Le sostuvo la mirada y respondió con tono firme:

—No te quité nada, Aixa. No soy culpable de lo que él siente. Yo no lo busqué… él me busca. Me deja en sus aposentos. Me besa, me abraza… me hizo suya.

Aixa se estremeció.

—¿Sabes algo? —prosiguió Isabel—. Guardó mi sangre. Sí… la que derramé la noche que me quitó la virginidad. La guardó como prueba. Dijo que lo mostraría ante los jueces, como prueba de que fui suya por amor y por derecho. ¿Y si en nueve lunas nace un nuevo hijo? Quizás tu heredero tenga pronto un hermano…

La tensión era tal que incluso las damas que estaban cerca fingían no oír. Aixa, enardecida, apretó los dientes.

Isabel cerró el asunto con una sonrisa irónica:

—Ahora soy su favorita. Y no podrás cambiarlo. Ni con gritos… ni con golpes.

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