“La Cristiana Del Harén”
“Fui hija de un noble cristiano. Fui esclava entre muros dorados. Fui reina en un trono ajeno. Y, sin embargo, nunca dejé de ser una mujer en lucha con su destino.”
Me llamo Isabel de Solís, y antes de convertirme en leyenda, fui simplemente una joven andaluza que soñaba con días de campo, bordados en los patios floridos y procesiones tranquilas por las iglesias de mi niñez. Era hija de don Sancho Jiménez de Solís, alcaide de Bedmar, un hombre firme, leal a la corona y enemigo declarado del islam. En mi hogar, la fe era rígida como el hierro, y la honra se defendía con la espada. Fui educada para ser sumisa, devota y útil. Como tantas otras, mi destino parecía ya trazado: un matrimonio pactado, hijos varones, y morir envuelta en lino y rosarios.
Pero el destino, ese viejo embustero, me arrancó de ese sendero con violencia.
Aquel día, el sol quemaba sin misericordia. Venía de regreso del palacio de la reina Isabel, con el permiso de mi padre para volver a casa. Era joven, hermosa, inocente. Nunca imaginé que los caminos que cruzan campos y aldeas podían transformarse, de un segundo a otro, en senderos hacia la perdición. Emboscados por guerreros moros, mi escolta cayó rápidamente. Los gritos, el hierro, la sangre. A mi padre lo asesinaron sin piedad. A mí me tomaron como botín, sin importar que gritara o que rezara.
Me cubrieron el rostro con un velo que no era mío, me ataron con cuerdas que oprimían como serpientes y colocaron una pieza de hierro en mi boca para silenciarme. Fui despojada de mi nombre y arrastrada hasta Granada, ese reino que los míos describían como nido de infieles, pero que, al llegar, descubrí que también tenía belleza, grandeza y misterio.
Fui entregada como esclava a una princesa del harén. Me recibió como si fuera peste, mirándome como un animal salvaje. Mi lengua, mi piel, mis ropas, todo en mí resultaba extraño. En los pasillos me llamaban "cristiana vulgar", “indigna”, “enemiga de Alá”. Me despreciaban por lo que era, pero también me temían por lo que representaba: una extranjera que aún conservaba su orgullo.
Durante semanas no hablé. Me negué a llorar. Y en ese silencio forzoso, empecé a observar, a escuchar. La Alhambra era una jaula de mármol, sí, pero también era una sinfonía de secretos: fuentes que cantaban al amanecer, muros que hablaban con caligrafías vivas, jardines que florecían en mitad del desierto. Y entonces, un día, él apareció.
Muley Hacén, el emir. Mi enemigo. El señor del reino que había destruido a mi padre. Entró en mi vida como una tormenta que no pide permiso. No traía armas ni amenazas. Solo una mirada profunda y una voz que parecía tallada en piedra. En lugar de condenarme, me preguntó por mi nombre. En lugar de juzgarme, me escuchó.
Volvió al día siguiente. Y al otro. Al principio, pensé que era juego de poder, una táctica para humillarme. Pero sus visitas se tornaron en conversaciones. Y las conversaciones en confesiones. Yo hablaba de mi infancia en Martos, él de su soledad como rey. Yo le hablaba de los Evangelios, él del Corán. Dos mundos enfrentados, pero nuestras palabras no chocaban: se entrelazaban.
Un día me trajo flores. Otro, me dejó un verso árabe escrito en un papel. Yo aún no sabía leerlo, pero entendí que era un poema de amor. Y entonces, sin querer, algo en mí cedió. No por debilidad, sino por la fuerza con la que ese hombre miraba mi alma. Su poder no me sometía: me invitaba a renacer.
Acepté su religión. No por obligación, sino porque sentía que si el Dios que adoraba me había dejado caer, quizás otro me estaba tendiendo la mano. Tomé el nombre de Zoraida, “Lucero del Alba”, y con él, un nuevo lugar en el mundo.
Me convertí en su esposa favorita. En su reina. Me dio un palacio en la Alcazaba, me ofreció joyas, y me regaló algo aún más precioso: sus pensamientos, sus temores, su amor. Tuvimos dos hijos, Nasr y Sa'ad, herederos de una Granada que ya empezaba a resquebrajarse.
Pero nada fue fácil. Su otra esposa, Aixa, madre del príncipe Boabdil, no me perdonó jamás. Ella, altiva, astuta y cruel, movió a los nobles en mi contra, despertó odios dormidos y provocó intrigas que acabarían por devorarnos a todos. Yo era la extranjera. La cristiana. La intrusa que le robó el corazón a un rey.
Las guerras se intensificaron. Castilla avanzaba. El pueblo se dividía. Y yo, en medio, intentaba proteger a mis hijos, al hombre que amaba, y al nombre que me había sido dado.
Cuando Granada cayó en manos de los Reyes Católicos en 1492, ya todo lo había perdido. Muley había muerto. Aixa había vencido. Y yo, Zoraida, volví a ser solo Isabel, pero una Isabel distinta, rota y reconstruida, fuerte y frágil a la vez.
Escribo estas líneas para que el mundo recuerde que detrás de cada guerra hay una mujer que sufre. Que más allá de los nombres, los reinos y las religiones, todos amamos, todos sangramos, todos queremos ser libres.
Yo fui Isabel. Fui Zoraida. Fui reina, esclava y amante. Y esta es mi historia.
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