Una mujer despierta en una playa sin recuerdos, aparece un hombre que asegura ser su esposo y que su nombre es Olga. Pronto es llevada a una casa ajena donde dos niños, extrañamente distantes, también la llaman "mamá". A medida que intenta encajar en esta nueva vida, comienza a percibir que no pertenece a ese lugar: su forma de sentir, de hablar y de recordar no corresponden con la mujer que todos dicen que es.
En medio del control por parte de su supuesto esposo, ella empieza a descubrir verdades aterradoras. Además, su cuñado que empieza a residir en la casa, se convierte en un vínculo perturbador, pero familiar, despertando emociones que parecen venir de otra vida.
Mientras la casa se llena de presencias inquietantes, dibujos siniestros y comportamientos que rozan lo sobrenatural, ella y su cuñado reconstruyen, paso a paso, una historia de amor prohibido, que trata de hacerle frente a la traición y busca una venganza ante la injusticia.
Ella ya no es quien solía ser, ¿te atreves?
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3. Extraña sonrisa
El auto avanzaba por un camino de curvas entre los árboles, tenías que hacer un largo recorrido a las afueras de un pueblo que tampoco le traen momentos de la memoria perdida. Felipe conducía en silencio, con los nudillos blancos por la presión en el timón del vehículo. Ella, “Olga”, según él, observaba por la ventana, intentando atrapar fragmentos de algo: un recuerdo, una emoción, una pista, algo que la conectara por el camino que la lleva a la que dicen es su casa, pero no había nada. Era como ver el mundo por primera vez desde un cuerpo prestado.
- “Estamos cerca”, dijo Felipe, sin mirarla. “Los niños han estado con mi madre, estos días, mientras te estuve buscando. No saben exactamente lo que pasó. Les dije que mamá necesitaba descansar unos días”, agregó sin mirarla.
“Mamá”, aquella palabra cayó como una piedra en su estómago. No se sentía madre. No sentía ese lazo instintivo que se supone despierta el alma ante un hijo. Todo en ella seguía desconectado, una historia que no se sentía suya.
Llegaron a una casa de estilo antiguo, con fachada de piedra y jardín cubierto de hierba crecida. Aparentemente, era una casa muy hermosa, pero tenía algo inquietante, como si los cimientos guardaran secretos. Una brisa helada sopló en cuanto ella bajó del automóvil, como si le alertara que solo podría sentir helar su ser en aquel lugar.
- “¿Aquí vivimos?”, preguntó ella, con voz baja.
Felipe asintió. La tomó del brazo con suavidad, pero con una firmeza que no pasó desapercibida. Aquel toque se sintió tan extraño, sin ninguna conexión, para supuestamente ser su esposo y el padre de sus hijos.
Al entrar, el olor a cera y madera vieja la envolvió. No era un hogar desordenado ni cálido. Estaba impecable, quizás demasiado, obsesivamente limpio. Cada cosa en su lugar, como si nadie hubiera vivido ahí en años, como la imagen en una revista vieja.
Dos pequeños salieron corriendo desde una habitación. El niño mayor, de ojos vivaces y pelo revuelto, se detuvo en seco al verla. La niña, de cabello oscuro, la miró desde atrás de una silla, supuestamente solo se había ido algunos días, pero aquellos niños también sintieron la desconexión.
- “¿Mami?”, preguntó el niño, con duda.
Ella se agachó, sonriendo con torpeza. Abrió los brazos.
- “Hola… Facundo, ¿verdad?”, dijo ella.
El niño pareció dudar. Luego corrió hacia ella. El abrazo fue tibio, pero el corazón de ella permaneció impasible. La niña no se acercó. Solo murmuró: “Tú no eres mi mamá”.
Felipe se apresuró a tomarla en brazos.
- “Emma está confundida. Es normal”, dijo Felipe, apretando la mandíbula. “Estará bien”, agregó.
Las dos empleadas de la casa solo guardaban silencio, tienen ojos, pero no son capaces de mirarla, tenían boca, pero no hablaban.
Aquella Olga miró a su hija, una niña con ojos grandes, demasiado sabios para una niña de tres años.
Esa noche, en el dormitorio que compartía con Felipe, porque no había opción, porque se suponía que era su esposo, él le ofreció una infusión caliente antes de dormir. Ella la aceptó, aunque un instinto sordo le decía que no debía confiar.
Él se sentó junto a ella en la cama, observándola como si fuera un objeto valioso, frágil. Como si temiera que desapareciera otra vez.
- “¿Has recordado algo? ¿Alguna imagen? ¿Mi rostro, al menos?”, preguntó Felipe, tocando su mano y una extraña sonrisa.
Ella negó con la cabeza, y alejó su mano de él. Felipe bajó la mirada, decepcionado.
- “Te amo, Olga. Te necesito de vuelta. Todo esto ha sido un infierno. Pero ya estás en casa. Y te juro…”, expresó Felipe mirándola con intensidad, como si estuviera hecha de vidrio a punto de romperse. “Te juro que nunca más dejaré que te pase nada malo”, agregó con una mirada fría que intentó disimular. Un aura extraña parecía cubrir a ese hombre, podría parecer apuesto, pero esa sensación de peligro al verlo es inevitable.
En la penumbra, cuando Felipe ya dormía, ella se levantó y caminó por la casa. Había una puerta cerrada en el pasillo del fondo. Una puerta con cerrojo. Algo en ella vibró al acercarse.
Acarició la manija. Estaba fría. Escuchó un crujido al otro lado. No era el viento. No eran las tuberías. Parecían pasos, se estremeció. Volvió a su habitación sin hacer ruido, pero no durmió el resto de la noche.
...Felipe...