El odio entre Liam y Allison siempre ha sido evidente, cada enfrentamiento es una guerra intelectual. Ella es una chica lista y vengativa y él, un genio soberbio que cree estar siempre por encima de todos.
Pero lo que ambos ignoran es la afilada línea que separa su codicia por el poder, con sus impulsos y la atracción.
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El diablo viste de toga
~ Allison
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Yo era una alumna becada. Lo que, en ese lugar, era el equivalente a ser la servidumbre no remunerada del personal educativo. Mi educación tenía un precio y así la pagaba; el tiempo era dinero, y como yo no tenía dinero, les debía mi tiempo.
Desde el primer día de mi carrera, se me había asignado a dos de los maestros para que fuera su asistonta personal, sumado a la obligación de mantener un promedio intachable para que pudiera conservar mi vacante. Apenas llevaba dos años en ese lugar, y honestamente, el cerebro me pesaba de solo pensar qué tanto más tendría que aguantar hasta el día de mi graduación.
Una de esas docentes era precisamente la doctora Baudelaire. Sí, la misma traidora que había quebrado toda lógica eligiendo al idiota de Liam en lugar de a mí para dar el dichoso discurso, a pesar de saber que yo debía esforzarme el doble que él para estar a la altura de las exigencias. Yo me lo merecía en verdad.
En cuanto a la beca, no es que yo o mi familia estuviéramos en la miseria, pero mi realidad económica era mucho menos cómoda que la mayoría de los privilegiados aquí. Por eso, tenía que tragarme el orgullo y dejar que me pisaran cuanto quisieran.
El otro bufón al que tenía que resolverle la vida era el doctor Morales, maestro de filosofía –por desgracia mi curso favorito– y otro lamebotas del señor Liam. Si alguna vez tuve dudas de ello, ese día quedaron completamente despejadas. Aunque sin duda él era un poco más tolerable que la primera arpía.
Esa tarde, yo me estaba encargando de digitar el registro de notas del alumnado desde su cuaderno hasta el sistema de Baudelaire, una de las cosas que me asignaban con alarmante frecuencia y de las que más me quejaba. Ya era una tarea tediosa antes de todo lo ocurrido, y ahora lo era mucho más debido a que tenía que soportar en el mismo espacio, detrás de la pantalla del monitor, en vivo y en directo el ensayo de la introducción del discurso para el que se me rechazó.
Ella, como parte de la directiva del evento, tenía que corregir las bobadas que Liam había redactado, dos veces por semana, que lamentablemente coincidían con mis actividades de sirvienta becaria para con esa sujeta. Cualquiera con medio cerebro se podría dar cuenta que sus sugerencias eran más halagos que críticas reales. Tenía la desfachatez de hacer comentarios como si lo que hubiera escrito fuera digno de un genio incomprendido.
Ahí estaba él, se encontraba frente a mí, hablando y hablando con aires de confianza, apoyado sobre una mesa con las piernas enlazadas en las que se balanceaba ligeramente mientras parloteaba. He de decir que su discurso no era nada especial, no era la mejor pieza de oratoria del siglo. A duras penas lograba ser coherente. Ni siquiera los auriculares de cable que traía en ese momento lograban apagar totalmente su voz irritante, por eso me resigné a escuchar fragmentos de su absurda verborrea.
Luego de un rato de escuchar sus murmullos sin sentido, supuse que debió haber terminado porque Baudelaire empezó a juntar sus palmas para aplaudir encantada, asintiendo con aprobación como si fuese merecedor a un premio.
Ridículo.
Yo seguía con la vista clavada en el computador, viendo la escena por el rabillo del ojo, pero no pude evitar disminuir el ruido de la música para enterarme de lo que pasaba.
—Excelente trabajo, Liam. Es claro que has estado practicando. Sin embargo, hay algunas ideas aquí —le señaló una hoja con el bolígrafo—. Anoche me tomé la molestia de anotarlas. Y estoy segura de que podrías incorporarlas para mejorar aún más.
No sé si eran ideas mías, pero su voz parecía agudizarse más cuando hablaba con él que cuando se dirigía a mí. Tal vez era un reflejo condicionado al puro morbo que ya tenía. Era una total queda bien. Él movía la cabeza con afirmación y falsa modestia a cada recomendación que la doctora le hacía. Parecía estar orgulloso de sí mismo, y se enorgullecía constantemente por su trabajo.
No levanté la vista por completo, pero sentí que me estaba observando por algunos momentos. Otra vez, seguro estaba disfrutando la gran humillada que eso significaba para mí. Continué simulando que aún sonaba música en mis oídos, no iba a darle ningún gusto.
Después de unos minutos, la maestra miró su teléfono, pidiendo disculpas para salir a atender la llamada un rato, yo respondí con educación forzada y seguí indiferente a todo. Liam estaba ordenando las hojas en su folder y no pudo resistir más las ganas de perturbar mi paciencia.
—¿Es que acaso no puedes quitarte esos malditos audífonos ni por un momento? —soltó sin preambulos.
Me quité uno, frunciendo el celaje de la vista.
—¿Te supone algún problema? Ocúpate de tu discurso, yo tengo trabajo —le recalqué la última palabra con fastidio— que hacer. Déjame en paz.
Seguí tecleando con más fuerza de la necesaria, solo para enfatizar. Soltó un suspiro.
—Eso no significa que tengas que actuar de esa forma. Al menos sería agradable que mostraras un poco de respeto por la doctora. No creas que no se nota el desaire con el que te diriges a ella. Se supone que es tu figura de autoridad.
¿Por qué a esa señora la tenía que ver como mi autoridad? Ajá, enseñaba de forma decente, y luego de eso, ¿qué?, ¿qué había hecho por mí? En todo caso, ella tendría que estar a mi disposición, pero la vida quiso darme un peso extra para molestarme y ponerme a hacer un buen porcentaje de su trabajo para que se diera la libertad de jugar a ser la mentora benevolente y estar persiguiendo a alumnos como él todo el día.
Pero no dije nada, solo porque ella podría volver a ingresar por la puerta en cualquier momento, pero la lengua me estaba picando, y sabía que si empezaba, no podría detenerme. Así que me limité a usar el silencio a mi favor, esperando a que Liam tomara el sonido de los clics que soltaba con el ratón, como respuesta, como si su comentario no mereciera ni una palabra.
La docente entró, disculpándose –más bien con él que conmigo– de nuevo por la interrupción, y él volvió a hacer como si nada y a prestarle atención con su postura seria, revisando su trabajo.