— ¡Suéltame, me lastimas! —gritó Zaira mientras Marck la arrastraba hacia la casa que alguna vez fue de su familia.
— ¡Ibas a foll*rtelo! —rugió con rabia descontrolada, su voz temblando de celos—. ¡Estabas a punto de acostarte con ese imbécil cuando eres mi esposa! — Su agarre en el brazo de Zaira se hizo más fuerte.
— ¿Por qué no me dejas en paz? —gritó, sus palabras cargadas de rabia y dolor—. ¡Quiero el divorcio! Ya te vengaste de mi padre por todo el daño que le hizo a tu familia. Te quedaste con todos sus bienes, lo conseguiste todo... ¡Ahora déjame en paz! No entiendes que te odio por todo lo que nos hiciste. ¡Te detesto! —Las lágrimas brotaban de sus ojos mientras su pecho se llenaba de impotencia.
Las palabras de Zaira hirieron a Marck. Su miedo más profundo se hacía realidad: ella quería dejarlo, y eso lo aterraba. Con manos temblorosas, la atrajo bruscamente y la besó con desesperación.
— Aunque me odies —murmuró, con una voz rota y peligrosa—, siempre serás mía.
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Capitulo 2: Dolor tras su muerte
NARRADORA
Con el tiempo, la presión se volvió insoportable. Los acreedores comenzaron a acosarlo, las deudas crecían y la empresa, el legado que había construido con tanto esfuerzo, estaba a punto de desaparecer. El estrés comenzó a afectar la salud de Octavio. No podía dormir, sus manos temblaban constantemente, y la desesperación lo consumía.
El sol de la tarde empezaba a descender, bañando la carretera con un resplandor dorado que contrastaba con la oscuridad que envolvía el alma de Octavio. Conducía sin rumbo, sus manos apenas aferradas al volante mientras sus pensamientos se arremolinaban en su mente, cada uno más pesado que el anterior. Los días que siguieron a la quiebra de la empresa habían sido un torbellino de desesperación, y aunque su familia intentaba mantenerse fuerte, Octavio sentía que estaba fallando en cada aspecto de su vida.
El sonido del motor rugía en el fondo, pero Octavio apenas lo notaba. Su mente estaba lejos, atrapada en el caos de las deudas, la traición de Fabián, y la aplastante culpa que lo devoraba por dentro. Lo había perdido todo: su negocio, su orgullo, la estabilidad de su familia. Y ahora, mientras la carretera serpenteaba frente a él, sus pensamientos oscuros parecían conducirlo hacia un precipicio del que no veía salida.
Sus ojos, enrojecidos por la falta de sueño y el llanto contenido, miraban sin realmente ver la carretera. El paisaje a su alrededor era solo un borrón. En su pecho, un nudo de angustia se apretaba cada vez más fuerte, robándole el aliento, haciéndole sentir como si el mundo se estuviera cerrando a su alrededor.
En ese momento, algo en su mente se quebró. Quizá fue el peso acumulado de tantos días de tormento emocional, o tal vez la desesperación que había crecido hasta volverse insoportable. Sin darse cuenta, sus manos se aflojaron del volante, y su mirada se desenfocó. El auto empezó a desviarse, pero Octavio no reaccionó. Era como si su voluntad se hubiera rendido por completo, incapaz de luchar más contra las fuerzas que lo oprimían.
El coche salió de su carril, tambaleándose hacia el borde de la carretera. El sonido de los neumáticos saliéndose del asfalto fue el primer aviso, pero Octavio no lo escuchó, o si lo hizo, no le importó. Todo en su interior había llegado a un punto de ruptura.
En un abrir y cerrar de ojos, el auto perdió el control. El volante giró violentamente mientras el vehículo se deslizaba hacia un terraplén. Los árboles y el suelo se acercaban a una velocidad vertiginosa, pero Octavio seguía inmóvil, como si ya hubiera aceptado lo inevitable. No hubo gritos, ni intentos desesperados de recuperar el control. Simplemente dejó que sucediera.
El choque fue brutal. El auto impactó contra un árbol con una fuerza devastadora, lanzando vidrios y metal por todas partes. El sonido del metal retorciéndose y la madera quebrándose resonó en el aire. El capó del coche se aplastó como si fuera de papel, y el cuerpo de Octavio fue lanzado violentamente hacia adelante, atrapado entre los restos destrozados del vehículo.
En un instante, todo terminó. Octavio murió en el acto, sin sufrimiento prolongado, sin gritos finales. Solo un silencio profundo, un vacío oscuro que lo envolvió todo.
El sol seguía descendiendo en el horizonte, proyectando sombras largas sobre el escenario del accidente, como si la misma naturaleza lamentara la tragedia que acababa de ocurrir. La carretera quedó en silencio, con los restos del coche destrozado como único testimonio del sufrimiento que había consumido a un hombre que, en su desesperación, había encontrado un final abrupto y trágico.
Poco después, el cielo comenzó a oscurecerse, y el mundo siguió su curso, ajeno a la vida que se había apagado en esa solitaria carretera.
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La noche estaba llegando. La casa de los Aragón estaba sumida en un silencio casi sepulcral, roto solo por el ocasional crujido de la madera del suelo y el viento que golpeaba las ventanas. Clara estaba en la cocina, intentando preparar algo de comer, aunque no tenía apetito. Desde la quiebra de la fábrica, todo había cambiado. Octavio apenas hablaba y salía cada día con la esperanza de encontrar una solución, pero ella sabía que el peso de la situación lo estaba aplastando. Las deudas crecían, los acreedores acosaban, y su esposo se hundía cada vez más en una espiral de desesperación.
Clara se movía por la cocina con movimientos mecánicos, casi sin pensar. El sonido del cuchillo cortando las verduras era monótono, repetitivo, pero de alguna manera la mantenía ocupada, impidiendo que su mente vagara hacia pensamientos más oscuros. Estaba agotada, no solo físicamente, sino emocionalmente. Sabía que su familia estaba al borde de un abismo, y lo que más la asustaba era que no sabía cómo detener la caída.
De repente, el timbre de la puerta sonó, un sonido inesperado que la hizo sobresaltarse. Dejó el cuchillo sobre la mesa y, secándose las manos en el delantal, caminó hacia la entrada. El corazón le latía con fuerza en el pecho, un presentimiento oscuro comenzaba a crecer en su interior, aunque no sabía por qué.
—Buenas tardes, señora Aragón —dijo el oficial con voz solemne—. Soy el oficial Martínez. Necesito hablar con usted sobre su esposo, Octavio Aragón.
Clara sintió un escalofrío recorrer su espalda. Una inquietud comenzó a formarse en su mente, pero se obligó a mantener la calma mientras le indicaba al oficial que entrara.
—Por favor, pase —dijo, tratando de sonar tranquila—. ¿Sucede algo con Octavio?
El oficial Martínez cruzó el umbral y se dirigió al salón, donde Clara lo siguió, su corazón latiendo más rápido con cada paso. Se sentó en uno de los sofás, y Clara tomó una silla frente a él, sintiendo que el peso de la incertidumbre se hacía cada vez más insoportable.
—Señora Aragón —empezó el oficial, mirando fijamente a Clara—. Lamento informarle que su esposo, tuvo un accidente automovilístico esta tarde.
Clara sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Sus manos comenzaron a temblar y se agarró de los brazos de la silla para no caer. Su mente se nubló por un instante, tratando de procesar lo que acababa de escuchar.
—¿Qué... qué quiere decir con esto? —preguntó, su voz apenas un susurro, incapaz de comprender—. ¿Está… está herido?
El oficial se inclinó hacia adelante, sus ojos llenos de compasión.
—Lo siento mucho, señora Aragón. Su esposo no sobrevivió al accidente. Murió en el lugar.
El mundo de Clara se desplomó a su alrededor. La noticia le golpeó con una fuerza implacable, y el dolor físico que sintió era casi insoportable. La imagen de Octavio, el hombre que había compartido su vida, el padre de su hijo, estaba ahora irremediablemente ausente. El dolor se manifestaba en forma de lágrimas que comenzaron a correr por su rostro sin control.
—No… no puede ser —murmuró, casi como una súplica—. Esto no puede estar pasando.
El oficial Martínez la observó con empatía, sin poder hacer nada más que ofrecer consuelo en ese momento devastador.
—Sé que esto es muy difícil, señora Aragón. Hay algunas formalidades que debemos atender, pero entiendo que ahora mismo es importante que esté con su familia.
Clara asintió lentamente, sin poder articular más palabras. Se quedó sentada allí, el oficial hablando en un murmullo distante mientras ella trataba de juntar los pedazos de su corazón roto. El oficial le ofreció su tarjeta y se despidió con un gesto de respeto, dejándola sola con su dolor.
Cuando la puerta se cerró tras él, Clara se desplomó en el suelo, su cuerpo sacudido por sollozos incontrolables. En medio de la oscuridad que la envolvía, su mente intentaba aferrarse a los recuerdos felices con Octavio, pero el vacío dejado por su pérdida era abrumador. Las lágrimas seguían cayendo, y el dolor de la pérdida se sentía como una pesadilla interminable.
En ese instante, mientras el eco de la noticia de la muerte de Octavio resonaba en su mente, Clara supo que la vida nunca volvería a ser la misma. La casa, que una vez había sido un refugio de amor y seguridad, ahora parecía fría y vacía, reflejo de la profunda tristeza que sentía en su corazón.
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El día del entierro de Octavio fue oscuro y húmedo, como si el cielo mismo llorara su partida. El cementerio estaba cubierto por una neblina espesa que parecía hacer eco del sufrimiento que pesaba sobre la familia Aragón. Los pocos amigos y parientes cercanos que habían asistido se mantenían en silencio, incapaces de comprender cómo un hombre tan fuerte y trabajador había terminado de esa manera, consumido por el peso de una traición que le había arrebatado todo.
Después del largo proceso de duelo, cuando finalmente Octavio fue enterrado, un silencio pesado se asentó sobre el lugar. Los amigos y conocidos comenzaron a despedirse uno a uno de Clara, que permanecía al borde de la desesperación. Su rostro, una máscara de tristeza y fortaleza, reflejaba el dolor profundo de su pérdida. Aunque el peso del duelo casi la aplastaba, Clara sabía que debía mantenerse firme por Marck, y seguir adelante. Cada despedida era un recordatorio de la ausencia irremediable de Octavio, pero el amor y la responsabilidad que sentía por Marck le daban la determinación para enfrentar el futuro con coraje, a pesar de la devastación que le embargaba.
Los días que siguieron fueron aún más difíciles de lo que Clara había anticipado. La presión financiera era implacable. A las pocas semanas de la muerte de Octavio, comenzaron a llegar cartas del banco y de los acreedores, exigiendo pagos que Clara no podía hacer. La fábrica, el legado que Octavio había construido con tanto esfuerzo, ya no existía. Y aunque intentaba mantenerse fuerte por Marck, la realidad era abrumadora.
Finalmente, el día que temía llegó. Una carta del banco informaba que, debido a la incapacidad de pagar las deudas acumuladas, la casa sería embargada. Clara apenas pudo contener las lágrimas cuando leyó la notificación. Todo lo que le quedaba, la última conexión con la vida que alguna vez tuvieron, sería arrebatado.