María, una joven viuda de 28 años, cuya belleza física le ha traído más desgracias que alegrías. Contexto: María proviene de una familia humilde, pero siempre fue considerada la chica más hermosa de su pueblo. Cuando era adolescente, se casó con Rodrigo, un hombre adinerado mucho mayor que ella, quien la sacó de la pobreza pero a cambio la sometía a constantes abusos físicos y psicológicos. Trama: Tras la muerte de Rodrigo, María se encuentra sola, sin recursos y con un hijo pequeño llamado Zabdiel a su cargo. Se ve obligada a vivir en una precaria vivienda hecha de hojas de zinc, luchando día a día por sobrevivir en medio de la pobreza. María intenta reconstruir su vida y encontrar un futuro mejor para ella y Zabdiel, pero los fantasmas de su turbulento matrimonio la persiguen. Su belleza, en vez de ser una bendición, se ha convertido en una maldición que le ha traído más problemas que soluciones. A lo largo de la trama, María debe enfrentar el rechazo y los prejuicios de una sociedad que la juzga por su pasado. Paralelamente, lucha por sanar sus traumas y aprender a valorarse a sí misma, mientras busca la manera de brindarle a su hijo la vida que merece. Desenlace: Tras un doloroso proceso de autodescubrimiento y superación, María logra encontrar la fuerza y la determinación para salir adelante. Finalmente, consigue mejorar sus condiciones de vida y construir un futuro más estable y feliz para ella y Zabdiel, demostrando que la verdadera belleza reside en el espíritu y no en la apariencia física.
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Una Oportunidad Inesperada
Esa noche, María y Zabdiel disfrutaron de una cena más abundante y sabrosa de lo habitual. La mujer había logrado comprar algunos vegetales, un poco de carne y un trozo de pan, gracias al dinero obtenido por la venta de la fotografía de su boda.
Zabdiel devoraba con entusiasmo cada bocado, regalándole a su madre una sonrisa radiante entre cada bocado. María lo observaba con el corazón henchido de ternura, sintiéndose agradecida de poder brindarle a su hijo, aunque fuera por un día, una comida decente.
Una vez terminada la cena, María recogió los platos y los lavó con esmero, aprovechando el poco agua que les quedaba. Zabdiel la ayudó a secarlos, demostrando una madurez y responsabilidad que enorgullecían a su madre.
Cuando terminaron, María se sentó en el viejo sillón improvisado, palmeando el asiento a su lado para que Zabdiel se acurrucara junto a ella. El niño no tardó en acercarse, buscando el calor y la protección materna.
—Mami, ¿puedo preguntarte algo? —dijo Zabdiel, alzando su mirada hacia ella.
—Claro, mi amor. ¿Qué sucede? —respondió María, acariciando suavemente sus cabellos.
—¿Por qué ya no vivimos en aquella casa grande con papá? —preguntó el pequeño con inocencia.
María sintió cómo su corazón se estrujaba ante la mención de Rodrigo. Sabía que tarde o temprano tendría que abordar ese tema con su hijo, pero temía que las heridas aún estuvieran demasiado frescas.
—Bueno, cariño... —comenzó a decir, buscando las palabras adecuadas—. Papá ya no está con nosotros, y ahora somos sólo tú y yo. Por eso vivimos en esta casita, pero algún día tendremos una mejor, ya lo verás.
Zabdiel se quedó en silencio por unos instantes, procesando las palabras de su madre.
—¿Y papá no va a volver? —preguntó con tristeza.
María lo acercó más a su cuerpo, abrazándolo con fuerza.
—No, mi amor. Papá se fue y no va a regresar —respondió, conteniendo las lágrimas que amenazaban con brotar—. Pero tú y yo vamos a estar bien, te lo prometo.
El niño asintió, recostando su cabeza en el pecho de María. Ambos permanecieron en silencio, disfrutando de la compañía y el calor del otro.
María sabía que tarde o temprano tendría que hablar con Zabdiel sobre la verdadera naturaleza de su relación con Rodrigo, pero por ahora, prefería protegerlo de esa cruda realidad. Su hijo era aún demasiado pequeño para entender el infierno que ella había vivido.
Cuando Zabdiel se quedó dormido, María lo acostó suavemente en la improvisada cama y lo cubrió con la única manta que tenían. Luego, se sentó en el borde, contemplando su rostro sereno. Una lágrima rodó por su mejilla al pensar en el futuro incierto que les aguardaba.
—Juro que haré todo lo que esté en mis manos para darte la vida que mereces, mi amor —susurró, besando con ternura la frente del niño.
Se levantó con cuidado y se dirigió a la ventana, observando cómo la noche caía sobre el vecindario. Sus ojos se posaron en la fotografía de su boda, que reposaba sobre la repisa. Un nudo se formó en su garganta al recordar lo que había tenido que hacer para conseguir ese dinero.
Secándose las lágrimas, guardó el retrato en un cajón improvisado. Sabía que era una decisión dolorosa, pero necesaria para poder subsistir. No podía darse el lujo de aferrarse a recuerdos del pasado cuando el presente era tan incierto.
Exhaló un profundo suspiro y se dirigió a la improvisada cama, acostándose junto a Zabdiel. Cerró los ojos, intentando conciliar el sueño, pero los pensamientos no la dejaban descansar.
Al día siguiente, María se levantó con la determinación de encontrar una forma de mejorar la situación de ella y de su hijo. Zabdiel se marchó a la escuela y ella se quedó sola en la choza, contemplando los escasos recursos que les quedaban.
Decidida, salió de la vivienda y se encaminó hacia el centro de la ciudad. Caminaba con paso firme, ignorando las miradas de lástima y reprobación que le lanzaban los transeúntes. Ella ya estaba acostumbrada a ese trato, pero eso no hacía que doliera menos.
Llegó a una zona bulliciosa, donde se encontraban numerosos negocios y comercios. Su belleza, que en otro tiempo le había abierto tantas puertas, ahora parecía ser un obstáculo más que un atributo. Muchos hombres se le acercaban con miradas lascivas, ofreciéndole trabajos que ella rechazaba con vehemencia.
Finalmente, se detuvo frente a un elegante restaurante. Tomó aire y empujó la puerta, adentrándose en el acogedor local. Un hombre vestido de traje se acercó a recibirla.
—Buenas tardes, señorita. ¿En qué puedo ayudarla?
—Buenas tardes —respondió María, esforzándose por sonar segura—. Vengo a solicitar un empleo. ¿Tienen alguna vacante disponible?
El hombre la miró de arriba abajo, evaluándola con detenimiento.
—Bueno, en este momento no tenemos puestos abiertos en el salón. Pero quizás pueda considerar trabajar en la cocina —dijo, regalándole una sonrisa condescendiente.
María sintió cómo la decepción la invadía, pero no se iba a rendir tan fácilmente.
—Por favor, señor. Estoy desesperada por encontrar un trabajo. Puedo hacer lo que sea necesario —insistió, con la esperanza reflejada en su mirada.
El hombre la observó por unos instantes, pareciendo dudar. Finalmente, soltó un suspiro y se rascó la barbilla.
—Mire, lo cierto es que tenemos una vacante de mesera. Pero déjeme advertirle que el trabajo puede ser bastante pesado y los clientes pueden llegar a ser un poco... difíciles —dijo, con una mueca de disgusto.
—No importa, señor. Haré lo que sea necesario para mantener a mi hijo —aseguró María, sin dudar ni un segundo.
—Bien, entonces le daré una oportunidad —accedió el hombre, sorprendido por la determinación de la mujer—. Empezará mañana a primera hora. Su salario será el mínimo, más propinas. ¿Le parece bien?
—Sí, señor. Muchas gracias, se lo agradezco infinitamente —exclamó María, sintiendo cómo un peso se le quitaba de encima.