Rosella Cárdenas es una joven que solo tiene un sueño en la vida, salir de la miserable pobreza en que vive.
Su plan es ir a la universidad y convertirse en alguien.
Pero, sus sueños se ven frustrados debido a su mala fama en el pueblo.
Cuando su padrastro se quiere aprovechar de ella, termina siendo expulsada de casa por su propia madre.
Lo que la lleva a terminar en la hacienda Sanroman y conocer a la señora Julieta, quien en secreto de su marido está muriendo en la última etapa de cáncer.
Julieta no quiere que su familia sufra con su enfermedad. En su desesperación por protegerlos, idea un plan tan insólito como desesperado: busca a una mujer que ocupe su lugar cuando ella ya no esté.
Y en Rosella encuentra lo que cree ser la respuesta. La contrata como niñera, pero en el fondo, esconde su verdadera intención: convertirla en la futura esposa de su marido, Gabriel Sanroman, cuando llegue su final.
¿Podrá Rosella aceptar casarse con el hombre de Julieta?
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Capítulo: Tu esposa está muriendo
Rosella recuperó la conciencia de golpe, como si una corriente helada la atravesara desde la nuca hasta los pies.
Dio un paso atrás de inmediato, asustada de sí misma, del impulso que casi la arrastraba hacia algo prohibido.
Eso no debía pasar… eso no podía pasar, se repetía con desesperación mientras intentaba controlar la respiración entrecortada.
El rostro de la señora Julieta cruzó su mente como una sombra dolorosa.
Aunque ella creyera que Julieta había engañado a Gabriel, aunque esa historia estuviera envuelta en versiones contradictorias, Rosella sabía una cosa con absoluta claridad: ella no era capaz de destruir un hogar.
—Él está casado… —murmuró para sí, sintiendo cómo la culpa le tensaba el estómago—. Y yo no soy ese tipo de mujer. No puedo hacer esto. No debo…
Gabriel sintió cómo algo se quebraba dentro de él al oírla.
La frustración lo atravesó como un golpe: las ganas, el deseo intenso que lo había gobernado durante segundos, se evaporaron como humo entre sus dedos. Era como si la realidad le hubiese arrojado un balde de agua fría.
Sus ojos, que un minuto antes ardían, ahora se apagaban. Estaba confundido, dolido, atrapado entre una atracción feroz y las heridas todavía abiertas de su matrimonio roto.
En ese instante, Sarah corrió hacia ellos, agotada y con las mejillas encendidas por el juego y la emoción del día.
Su llegada puso fin a cualquier tensión, obligándolos a recomponerse.
—Tenemos que volver —dijo Rosella con suavidad—. Las niñas deben dormir ya.
Gabriel asintió en silencio, sin mirarla directamente.
***
Al llegar al hotel, Rosella se ocupó de las pequeñas con esa ternura natural que la caracterizaba. Arropó a las gemelas juntas en una cama, como siempre les gustaba, y acomodó a la pequeña Sarah en otra.
La habitación quedó en un silencio suave, apenas roto por las respiraciones tranquilas de las niñas.
Fue entonces cuando Rosella tuvo un pensamiento repentino: ¿Dónde iba a dormir ella?
Miró la habitación casi con angustia.
No quería incomodar, no quería provocar nada, no quería dar pie a las emociones peligrosas que habían surgido antes.
Dormiré en el sofá, pensó al fin, abrazándose a sí misma.
Prefería esa incomodidad antes que alimentar la cercanía que ya la estaba consumiendo por dentro.
Gabriel había salido minutos antes, diciendo que regresaría más tarde. Su ausencia le ayudó a calmarse… pero también la dejó inquieta.
***
Cuando Gabriel regresó, ya era de noche. La habitación estaba sumida en una penumbra tranquila; solo la luz plateada de la luna se colaba por la ventana, tiñendo todo con un brillo tenue.
Apenas cerró la puerta, la vio.
Allí estaba Rosella.
Recostada en el sofá, dormida.
Su respiración era tan suave que parecía parte del silencio mismo.
Gabriel avanzó hacia ella con pasos lentos, casi reverentes.
Su sombra se alargaba en el suelo mientras él se inclinaba poco a poco para verla mejor.
Su rostro…
Dios, su rostro parecía esculpido en luz.
Tan joven, tan sereno, tan hermoso… hacía honor a su nombre. Esa belleza dulce lo desarmaba, lo debilitaba, lo atravesaba.
Se agachó hasta quedar a su lado, apoyando una mano en el borde del colchón.
Toda su alma parecía inclinarse hacia ella.
Sus dedos temblaron al acercarse a la piel tersa de su mejilla. No llegó a tocarla… pero el impulso era tan fuerte que le pesaba en el pecho.
Rosella abrió los ojos de golpe.
La respiración se le detuvo al verlo tan cerca, tan encima, tan intenso.
—¡Señor…! —alcanzó a decir, sobresaltada.
Pero Gabriel puso su dedo índice sobre sus labios, en un gesto suave, pero firme, pidiéndole silencio. Su aliento cálido la envolvió.
Rosella quedó congelada, paralizada entre el miedo y algo más difícil de admitir.
Entonces lo sintió.
El olor a licor. Sutil, pero presente.
Su corazón se aceleró con un terror visceral.
“¿Está ebrio?”
Si él estaba borracho… ella podría sufrir las consecuencias.
Y él era un hombre fuerte, herido, vulnerable.
Gabriel, sin embargo, no tenía conciencia de lo que transmitía.
No estaba ebrio; solo se sentía valiente por el alcohol que había probado, lo suficiente para desinhibirlo, no para enturbiar su juicio por completo.
Pero Rosella no podía saber eso.
Él la miraba como si fuera lo más puro que había visto en años. Sentía despertarse cada uno de sus sentidos, cada fibra de su cuerpo.
Era una atracción que lo consumía, que lo hacía perder la noción de prudencia.
Bajó la mirada a sus labios.
Y su dedo descendió lentamente por la piel de la joven, recorriéndola en línea recta hasta casi rozar el borde de la tela que cubría sus pechos.
La respiración de Rosella se volvió irregular, temblorosa, pero no retrocedió porque estaba atrapada entre el miedo, el desconcierto… y una emoción intensa que también la agitaba por dentro.
Los ojos de Gabriel parecían más oscuros que nunca.
Y entonces, un sonido abrupto cortó el momento en dos.
El teléfono vibró con insistencia, rompiendo el hechizo.
Rosella se apartó de inmediato, incorporándose con torpeza.
Gabriel miró la pantalla y su rostro palideció.
Ella. Julieta. Su aún esposa.
El corazón comenzó a latirle con fuerza, como si quisiera salirse del pecho. Había estado a punto de olvidarla por unos momentos… y eso le provocó una culpa aguda, casi insoportable.
Se levantó apresurado y salió al balcón para contestar.
—Julieta… ¿Al fin llamas? —dijo, respirando agitado.
Pero una voz masculina respondió al otro lado.
Enrique.
El enojo lo atravesó como una lanza.
—¿Qué quieres? —escupió Gabriel con rabia contenida—. ¡Qué cinismo llamarme! ¿Hablas para burlarte de cómo me robaste a la madre de mis hijos?
—Escúchame —dijo Enrique, con una voz quebrada que hizo que Gabriel frunciera el ceño—. Julieta nunca te engañó.
—¿Qué? —Gabriel sintió que el mundo giraba bajo sus pies—. ¿Entonces imaginé lo que vi?
—No.
Un silencio helado.
Luego, un suspiro que se sintió como una sentencia.
—Gabriel… tienes que venir a Ciudad de México.
Pausa.
—Julieta está en el hospital.
Otra pausa, pero cuando la voz de Enrique sonó era tan débil, tan temblorosa como si temiera, como si estuviera llorando.
—Gabriel… Julieta está… muriendo.
creo que quizo decir Arnoldo.!!!