“El heredero del Trono Lunar podrá gobernar únicamente si su alma está unida a una loba de sangre pura. No mordida. No humana. No contaminada.”
Así empezaron siglos de vigilancia y caza, de resguardo y secreto. Muchos olvidaron la razón de dicha ley. Otros solo recordaban que no debía ser quebrantada.
Sin embargo, la diosa Luna, que había decidido el destino de Licaón y de aquellos que lo siguieron, seguía presente. Miraba. Esperaba. Y en silencio, tejía una nueva historia.
Una princesa nacida en un lugar llamado Edmon, distante de las montañas donde dominaban los lobos. Su nombre era Elena. Hija de una mujer sin conocimiento de que provenía del linaje de la Luna. Nieta de una mujer que había amado a un hombre lobo y había mantenido su secreto muy bien guardado en su corazón. Elena se desarrolló entre piedras, rodeada de libros, espadas y anhelos que no eran aceptados en la corte. Era distinta. Nadie lo comprendía plenamente, ni siquiera ella misma.
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CAPÍTULO 3 – Bajo la Luna y la Sangre.
El reino de Valmira se erguía entre acantilados brillantes y costas indómitas donde las olas chocaban con intensidad, como si quisieran desgastar la tierra. Era un sitio antiguo, donde los ecos de viejas batallas aún resonaban en las piedras. A diferencia de los otros reinos que había recorrido Kael, Valmira no escondía su verdadera esencia. En este lugar, hombres y lobos coexistían. Humanos y licántropos compartían sangre, tradiciones y recuerdos.
Kael llegó con el rostro oculto bajo una capa de viajero. Había decidido no presentarse como príncipe de Occidens. Sin títulos. Sin negociaciones diplomáticas vacías. Esta vez, deseaba ser uno más entre la multitud.
—Este disfraz no me convence —murmuró Derek, caminando a su lado entre tantos viajeros.
—Justamente por eso lo escogí —replicó Kael, esbozando una media sonrisa—. Aquí no quiero ser Kael. Solo deseo encontrarla.
El mercado de Valmira era un festín de colores y olores. Mariscos, frutas de temporada, pieles de bestias salvajes, incienso. Las voces se entrelazaban como una melodía caótica. Los hombres reían, las mujeres negociaban, y los niños corrían entre los puestos.
Durante varios días, Kael llevó la vida de un simple comerciante. Vendía telas provenientes del este y escuchaba a los bardos narrar leyendas locales bajo la luna. Dormía en una modesta posada, compartiendo mesa con soldados, campesinos y poetas. Por primera vez en mucho tiempo, no sentía la carga de expectativas sobre él.
—Si tu abuelo te viese… —dijo Derek una noche, pasándole una copa de vino.
—Diría que soy un tonto —se rió Kael—. Pero también entendería que estoy más cerca de encontrar a mi luna que en cualquier otro palacio.
La luna llena trajo consigo una celebración antigua. Las calles se adornaron con luces, canciones y bailes. Todos vestían de blanco, con coronas de flores y ramas de laurel. Era la “Noche de la Sangre y la Luz”, una ceremonia donde los licántropos rendían homenaje a la paz con los humanos.
Allí, entre lámparas iluminadas y llamas danzantes, Kael la divisó.
No era la elegida… pero era especial, lo supo al sentir su aroma a flores silvestres.
Eyrá.
La princesa de Valmira, hija del rey Alzan. No era como las otras damas nobles que había encontrado. Su belleza no era perfecta, pues su físico era particular, pero radiaba su propia luz. Jugaba con los niños del pueblo, ayudaba a servir la comida y reía sin preocuparse por las normas.
—¿Eres comerciante del este? —preguntó, tocando una de las telas que él ofrecía.
—Así es —respondió Kael, notando que sus ojos claros lo miraban con interés genuino—. ¿Y tú? ¿Reina oculta o alma libre?
—Princesa rebelde —contestó ella con una sonrisa ladeada—. Aunque prefiero “curiosa profesional”.
Pasaron muchas horas platicando. Ella le contaba sobre su territorio, las nuevas alianzas formadas con otros grupos. Él, por el contrario guardaba ciertas verdades, pero se permitió ser sincero en otros temas. Compartió recuerdos de su niñez entre guerreros, sus viajes y lo que había estado buscando.
—¿Crees que algún día la hallarás? —inquirió ella, a la sombra de un antiguo roble.
—No estoy seguro —reconoció—. Pero tengo claro que no será alguien que necesite mi ayuda para volverse fuerte. Será una persona que ya posee esa fortaleza y con quien compartir las cargas del mundo no será un peso… sino un regalo.
Eyrá no dijo nada. Solo esbozó una sonrisa y bajó la mirada.
Esa noche, en su habitación de la posada, Derek lo observó en silencio.
—¿Tienes algún sentimiento por ella?
Kael sacudió la cabeza.
—No. Kan no responde. Es amable, hermosa, inteligente… pero no es ella.
Horas después, impulsado por una sensación inquietante en su pecho, Kael se adentró en el bosque. Se quitó la ropa y dejó que Kan su el lobo tomara el control. La transformación fue dura. Dolorosa. Pero necesaria.
Kan, su lobo negro, corría bajo la luna después de días de búsqueda el lobo necesitaba algo de paz, tal vez el sí podría encontrarla, pero entonces… el aroma cambió.
Sintió que alguien se acercaba y el olor era de sangre humana, Kan se puso alerta, pues vio que eran cazadores.
—Cuidado —gruñó Kael en su interior—
Desde las sombras aparecieron figuras armadas. Eran cinco. Con sus rostros cubiertos. Llevaban lanzas de plata. Uno de ellos alzó la voz.
—¡Ataquen al lobo negro!
—No saben lo que hacen —intentó pensar Kael, pero Kan ya estaba rugiendo listo para atacar.
El primer hombre cayó con un golpe de zancada. El segundo le hizo con una herida en el costado. El tercero fue más rápido y alcanzo a herirlo con la lanza de plata.
El dolor fue insoportable.
Kan aulló. Sus garras temblaban. El veneno de la plata ardía. Pero continuó luchando hasta que todos quedaron muertos. Sangraba. Jadeaba. Se desplomó.
El lobo se dio el mando y donde había garras, ahora había manos. Donde había colmillos, ahora había labios. Kael yacía desnudo sobre la tierra húmeda. La herida en su abdomen era profunda. La plata seguía allí, ardiendo desde adentro.
Derek llegó después, llevaban un rato buscándolo cuando percibieron su olor.
—¡Kael! —exclamó, arrodillándose a su lado—. ¡Por Dios, qué te hicieron!
—Plata… —murmuró Kael—. Fue una emboscada. Sabían que estaba aquí…
—¿Cómo es posible? Nadie lo sabía…
—Alguien lo ha adivinado —escupió sangre—. Necesitamos irnos. No quiero ponerlos en riesgo.
Lo levantaron, envuelto en capas. El príncipe herido, la esperanza de Occidens, sangraba en los brazos de su guardia. Y mientras lo alejaban del bosque, la luna parecía llorar por él. Su cuerpo temblaba.
Y entonces, todo se oscureció se oscureció para él.
El príncipe de Occidens, el futuro rey del Trono Lunar, estaba lastimado. Desprotegido. Por primera vez… había sido vencido, todos habían fallado en su tarea de protegerlo y si algo le sucedía las consecuencias serían incalculables.