Tora Seijaku es una persona bastante peculiar en un mundo donde las brujas son incineradas, para identificar una solo basta que posea mechones de color negro
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Vencimiento de Traumas
Todos la miraron, sorprendidos por la intensidad de su respuesta. Rebecca inclinó la cabeza, intrigada, pero no preguntó; entendía bien que había heridas que no se narraban con facilidad.
El fuego crepitó. Tora sostuvo la mirada de Syra, luego giró hacia el resto del grupo.
—En ese caso, debemos cambiar de plan. Pero antes… —su voz bajó, cargada de intención—, ¿alguien necesita realizar un entrenamiento?
El silencio se convirtió en expectativa. Rebecca arqueó una ceja, Meli apretó los labios y Syra, aún atrapada en el recuerdo, respiró hondo, como si aquella pregunta hubiese sido dirigida especialmente a ella.
El silencio parecía prolongarse demasiado, hasta que Syra se levantó lentamente. La fogata proyectaba sombras en su rostro, haciendo que sus ojos reflejaran tanto dolor como determinación.
—Yo… —su voz titubeó al principio, pero luego se afirmó—. Yo necesito entrenar.
Rebecca la miró con cierta sorpresa, ladeando la cabeza.
—¿Tú? Nunca me pareciste el tipo de chica que lo admite en voz alta.
—No se trata de admitirlo o no —replicó Syra, con un destello de ira contenida—. Se trata de no quedarme paralizada otra vez… mientras todo lo que quiero proteger es destruido frente a mí.
Sus palabras flotaron en el aire como cuchillas. Tora observó con calma, sin interrumpirla, esperando que ella misma terminara de sacar lo que llevaba dentro.
Syra respiró hondo, cerró los ojos un instante, y las imágenes de aquel pasado regresaron: sus amigas cayendo una a una, la impotencia atenazándola, la sensación de que su disfraz era una cárcel que la obligaba a contemplar sin actuar. Al abrir los ojos, una lágrima había resbalado por su mejilla, pero no intentó ocultarla.
—No quiero volver a ser esa niña que se esconde detrás de un disfraz. Quiero ser alguien que pueda luchar, aunque me cueste la vida.
Tora asintió, solemne.
—Entonces entrenaremos. Pero no solo tu cuerpo, Syra. Entrenaremos tu espíritu. Porque el enemigo que te paraliza está aquí. —Se llevó la mano a la sien, golpeando suavemente—. Y también aquí. —Ahora, al pecho.
Syra bajó la mirada, sintiendo cómo esas palabras se clavaban en lo más profundo de su ser. Rebecca, sin mucho interés en lo sentimental, sonrió apenas con ironía.
—Bueno, esto se pone interesante. Veremos si tienes lo que se necesita.
Meli, en cambio, dio un paso hacia Syra y le puso una mano en el hombro.
—No estás sola esta vez. Recuerda eso.
El fuego crepitó con más fuerza, como si respondiera al juramento silencioso que había nacido entre ellos. Tora se puso de pie y tomó su guadaña, plantándola en el suelo.
—Bien, Syra. Empezaremos ahora. El entrenamiento nocturno será tu primera prueba: no contra mí, ni contra ellos… sino contra tu propio miedo.
Syra apretó los dientes, su corazón latiendo con violencia. Dio un paso al frente, lista para enfrentar lo que fuera necesario.
La luna estaba alta, teñida de un resplandor blanquecino que parecía observarlos como un testigo severo. El grupo había apagado casi por completo la fogata, dejando apenas un brasero bajo para no llamar la atención de bestias cercanas. Tora se adelantó unos pasos con la guadaña al hombro y señaló a Syra.
—Tu entrenamiento empieza ahora.
Ella tragó saliva, sintiendo la tierra fría bajo sus pies. No llevaba armadura, apenas una tela ligera que no ofrecía más protección que su propia decisión. Rebecca bostezó, trepada en la rama de un árbol, pero sus ojos ávidos no se perdían detalle. Meli permanecía sentada sobre una roca, con los brazos cruzados, expectante.
Tora levantó la mano y el suelo empezó a temblar. Bloques de tierra emergieron del suelo, formando columnas irregulares como si un templo en ruinas apareciera de la nada. La oscuridad entre ellas era profunda, generando sombras en movimiento.
—Camina entre estas columnas —ordenó Tora, su voz grave—. Pero cada sombra que veas, considérala un enemigo.
Syra inspiró profundo, su pecho subiendo y bajando con fuerza. Dio el primer paso dentro del laberinto improvisado y las columnas de tierra se cerraron detrás de ella con un sonido seco, como si hubiesen sellado su destino. La penumbra envolvió el pasillo estrecho y en su mente comenzaron a brotar recuerdos.
Un eco rasgado se filtró en la oscuridad:
—De rodillas…
La voz era la de aquel verdugo de su pasado. Su corazón dio un vuelco y sus manos comenzaron a temblar. De repente, una sombra tomó forma frente a ella: era la silueta de una de sus amigas, con la cabeza cubierta por un velo negro. La ilusión se arrodilló lentamente y un filo invisible descendió hacia su cuello.
—¡No! —gritó Syra, extendiendo la mano—.
De su palma emergió una ráfaga de fuego débil, apenas un chispazo que rozó a la sombra antes de disiparse. La figura cayó al suelo como polvo arrastrado por el viento.
Desde arriba, Tora observaba con severidad.
—No basta con resistir el recuerdo. Tienes que dominarlo. Cada sombra es tu trauma. Si no lo derrotas aquí, allá afuera te devorará.
Otra sombra apareció detrás de Syra. Esta vez era un verdugo armado con una lanza. Ella giró instintivamente y lanzó un tajo de energía con la daga que siempre llevaba, pero el verdugo la bloqueó con un golpe seco, lanzándola al suelo.
Syra apretó los dientes. El lodo de la tierra húmeda se le pegó a las manos, recordándole la impotencia de aquella noche donde se escondía disfrazada, escuchando el golpe de las cabezas rodando.
—¡Basta! —rugió desde dentro.
Su energía brotó con una fuerza que no había sentido antes. Llamas carmesí recorrieron el filo de su daga, y en un solo impulso atravesó la sombra. Esta estalló en humo oscuro, desvaneciéndose.
Rebecca, desde el árbol, chasqueó la lengua.
—Al fin despierta un poco la bestia que lleva dentro.
Syra jadeaba, sudor resbalando por su frente. Miró al cielo abierto entre las columnas y susurró:
—No volveré a quedarme de brazos cruzados.
Tora asintió, satisfecho. El entrenamiento apenas comenzaba.
—Sin embargo, estos muñecos de lodo son muy débiles —dijo con calma, clavando su mirada en Syra—. Pero ni modo… supongo que tendré que entrar yo y realizar el entrenamiento en persona.
Con un salto ágil, descendió hasta el corazón del laberinto. El aire vibró en torno a él cuando hizo girar la guadaña, cuyo filo desprendía un resplandor frío. El sonido metálico al rozar el suelo resonó como un presagio.