Para Maximiliano Santos la idea de tener una madrastra después de tantos años era absurdo , el dolor por la perdida de su madre seguía en su pecho como el primer día , aquella idea que tenía su padre de casarse otra vez marcaría algo de distancia entre ellos , el estaba convencido de que la mujer que se convertiría en la nueva señora Santos era una cazafortunas sinvergüenza por ello se había planteado hacer lo posible para sacarla de sus vidas en cuánto la mujer llegará a la vida de su padre como su señora .
Pero todo cambio cuando la vio por primera vez , unos enormes ojos color miel con una mirada tan profunda hizo despertar en el una pasión que no había sentido antes , desde ese momento una lucha de atracción , tentación , deseo , desconfianza y orgullo crecía dentro de el .
Para la dulce chica el tener que casarse con alguien que no conocía representaba un gran reto pero en su interior prefería eso a pasar otra vez por el maltrato que recibió por parte de su padre alcohólico.
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CAPITULO 23
Max
La suelto para poder tomar aire cuando nuestras respiraciones se vuelven forzadas. Sus mejillas y ojos brillan, convirtiéndose así en una de las cosas que más me gusta admirar.
—¡Nademos! —digo, y sin más, llevo las manos a la parte baja de la camisa y comienzo a quitármela.
—¡Estás loco! —exclama con una pequeña risita cuando, sin más, me deshago de los pantalones y los arrojo a un lado antes de lanzarme al agua, que está bastante fresca.
El sonido se extingue cuando me sumerjo hasta el fondo, suelto mis extremidades y nado hacia la superficie, que se baña con los últimos rayos del sol.
Cuando emerjo del agua, Eda está parada en la orilla, con una sonrisa que le cubre el rostro entero y se refleja en sus ojos. Es un espectáculo que me deja sin aliento.
—Vas a agarrarte un resfriado —me riñe—. Así que salte.
—No, entra tú.
—Que va —intenta alejarse cuando hago que le salpique el agua.
—¡No seas cobarde! —le grito, disfrutando de su reacción.
La miro y veo que está dudando; la sonrisa que parece después me saca a mí una sonrisa.
—Vale, vale, lo haré —dice—. Pero con una condición.
—¿Cuál? —pregunto, intrigado.
—Tú prepararás el chocolate caliente —dice con entusiasmo, igual que una niña.
—Yo puedo pedir que alguien lo haga —me encojo de hombros, y ella me mira mal.
—¿Qué?
—No tendría chiste —se queja.
—Tú solo métete al agua ya, yo me encargo del resto —aseguro, sintiendo que la emoción crece entre nosotros.
—¿Qué ocurre? —pregunto al verla quedar pensativa.
—No puedo meterme con el vestido —dice, mirando el agua con desconfianza.
—¿Y qué hay con eso? —replico, tratando de entender su preocupación.
—Me lo quitaré, así que date la vuelta —suelta, y la miro intentando ver algún rastro de bruma en ella.
—Te he visto sin nada, Eda —le recuerdo, sintiendo cómo la tensión en el aire se vuelve palpable.
—Lo sé, pero...
—De acuerdo, me volveré, pero será rápido. Contaré hasta seis.
—Bien...
Me doy la vuelta, intentando ignorar lo que me dice que es ridículo, más cuando hemos estado juntos ya.
—Uno... Dos... —comienzo a contar—. Tres... —me giro un poco y, por el rabillo del ojo, la veo quitarse el vestido.
El momento se siente suspendido en el tiempo. La imagen de Eda, con su piel blanca y los escasos rayos del sol se escurren por su cuerpo, me deja sin aliento. La mezcla de emoción y deseo se agita en mi interior, y no puedo evitar sonreír al pensar en lo que está a punto de suceder.
—Cuatro... —mi voz se vuelve más baja, casi un susurro—. Cinco...
El aire se vuelve denso, y el latido de mi corazón resuena en mis oídos.
—¡Seis! —grito, girándome ansioso por verla.
Trago en seco cuando mis ojos son incapaces de no recorrerla por completo. Cada curva es una jodida locura, una condena que te incita a cometer el más atroz delito.
El cabello que se ha soltado cae sobre sus hombros, y el sujetador rosa, al igual que las bragas, me piden que las arranque. En su piel reconozco las marcas que dejé de nuestro intenso encuentro, recuerdos que me atormentan y excitan a la vez.
—Ven —le digo, acercándome a la orilla del pequeño muelle—. Entra.
Eda se acerca a mí con tranquilidad, mientras en mi pecho hay un mundo de desorden. Ella se agacha, y voy a ayudarla; la sujeto por la cintura y la hago entrar en el agua.
—Está deliciosa —dice cuando se hunde hasta que el agua le llega al cuello, su voz es un susurro que se mezcla con el sonido del agua.
Me sumerjo, intentando apaciguar el fuego que se enciende dentro de mí. La frescura del agua es un alivio temporal, pero no logra extinguir el deseo que arde en mi interior.
Cuando emerjo, ella lo hace igual, y la imagen que me ofrece es una verdadera maravilla. El cabello se le pega a la piel, el agua resbala por sus brazos, y sus pestañas se vuelven más espesas, como si cada gota resaltara su belleza.
Las gotas cristalinas resbalan por el mismo lugar donde le he pasado mi lengua, en el valle de sus senos. La visión es tan hipnótica que me cuesta recordar que esto es algo prohibido.
El deseo se intensifica, y siento que el aire se vuelve denso entre nosotros. Cada segundo que pasa, la distancia entre nosotros se acorta, y la tensión se vuelve casi palpable.
No puedo evitarlo; me acerco un poco más, sintiendo la calidez de su cuerpo a través del agua fría. La atracción es innegable, y en este momento, todo lo que quiero es perderme en ella.
Cuando abre los ojos, ya estoy pegado a ella. Mi mano viaja hasta su cintura y la pego a mi pecho.
—Alguien podría venir, Max —dice en un susurro, su voz temblando ligeramente.
—Nadie lo hará —aseguro—. Este sitio es prohibido para todos cuando yo estoy aquí. La única en romper esa regla has sido tú —le informo, y ella sonríe con picardía.
—¿Será nuestro sitio? —pregunta, con los ojos muy abiertos, y no tardo nada en asentir.
—Sí, cuando me necesites y no quieras decirme nada, vendrás aquí y yo lo haré tras de ti —aseguro, sintiendo que cada palabra que digo se convierte en un lazo que nos une más.
Eda envuelve sus manos en mi cuello y, sin decir nada más, me pega a ella, rozando nuestros labios con sutileza. La cercanía es electrizante, y el mundo exterior parece desvanecerse.
—Si por estar contigo tengo que irme al infierno, lo haría y le presumiría a todos los demonios que estuve en el paraíso sin ir al cielo —reconozco esas palabras, y sin duda alguna, nos caen perfectamente a los dos.
—¿Citas a William Shakespeare? —pregunto, lo obvio, y ella asiente, su sonrisa iluminando su rostro.
—Me encanta leer —dice, cosa que ya sé.
—Y a mí me encantas tú —soy sincero.
Antes de que diga algo, pego mis labios a los de ella.
Jamás entenderé por qué el ser humano pierde la razón ante algo que le resulta tan excitante y que es prohibido. Quizás sea eso mismo lo que nos hace cometer los actos más ruines y los más placenteros a la vez. No sé qué es el amor, bueno, eso creo. Pero sin duda alguna, sé que esto que Eda me hizo sentir es algo que sobrepasa la ruin definición que el mundo tiene sobre lo que supuestamente es.
...
La noche cayó por fin; el cielo, despejado de nubes, dejaba ver las estrellas que lo decoraban.
El mundo seguía moviéndose, pero en aquel arroyo, aquel pequeño santuario que desde ese momento se había convertido en el testigo de aquel acuerdo hecho por dos almas que aún no se dignaban a aceptar con la frente en alto y el pecho elevado lo que ocurría entre ellos.
Max y Eda, en ese momento, habían cruzado una línea que separa el placer del amor, aunque ninguno de los dos se diera cuenta.
Esa noche no hicieron nada más que besarse, pero, pese a eso, hubo mucha más intimidad. Eda comenzó a contarle cómo había sido su niñez, mientras él solo se limitaba a escuchar, haciendo por primera vez lo que nunca había hecho por nadie más.
Eda, sin darse cuenta, estaba regalándole a Max, incluso a ella misma, lo que serían sus primeras veces en la vida, esas que jamás se repetirían. Cada palabra que salía de sus labios era un tesoro, un fragmento de su historia que lo unía más a ella.
La conexión entre ellos se volvía más profunda con cada confesión, y en ese pequeño rincón del mundo, el tiempo parecía detenerse. Las risas y las lágrimas compartidas tejían un lazo invisible que los unía, un lazo que desafiaba las normas y las expectativas.
Max se dio cuenta de que, a pesar de las circunstancias, había algo puro y hermoso en lo que estaba ocurriendo alli. Era un momento que trascendía lo físico, un instante en el que sus almas se entrelazaban, dejando atrás las patéticas reglas que imponía el código moral.
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