Mariana siempre fue una joven independiente, determinada y llena de sueños. Trabajaba en una cafetería durante el día y estudiaba arquitectura por las noches, y se las arreglaba sola en una rutina dura, viviendo con sus tíos desde que sus padres se mudaron al extranjero.
Sin embargo, su mundo se derrumba cuando decide revelar un secreto que había guardado por años: los constantes abusos que sufría por parte de su propio tío. Al intentar protegerse, es expulsada de la casa y, ese mismo día, pierde su trabajo al reaccionar ante un acoso.
Sola, hambrienta y desesperada por las calles de Río de Janeiro, se desmaya en los brazos de Gabriel Ferraz, un millonario reservado que, por un capricho del destino, estaba buscando una madre subrogada. Al ver en Mariana a la mujer perfecta para ese papel —y notar la desesperación en sus ojos—, le hace una propuesta audaz.
Sin hogar, sin trabajo y sin salida, Mariana acepta… sin imaginar que, al decir “sí”, estaba a punto de cambiar para siempre su propia vida —y la de él también.
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Capítulo 20
Capítulo 20 – Toque, Silencio y Sentimiento
El reloj ya pasaba de las tres de la mañana cuando Gabriel cerró la puerta del apartamento. Mariana estaba descalza, el cabello suelto y la sonrisa aún fresca de la noche que vivieron. Él dejó las llaves sobre la encimera y la miró en silencio.
—Fue un buen día, ¿verdad? —preguntó ella, apoyándose en la pared de la cocina, mientras se quitaba los pendientes y soltaba un suspiro leve.
Gabriel solo asintió, acercándose lentamente.
—Pero… —dijo él, deteniéndose frente a ella—. Aún no ha terminado.
La atrajo con delicadeza por la cintura, acercando los rostros. Mariana sintió el olor del perfume de él mezclado al de su propio sudor, a la noche, a las ganas de estar allí. Él la miró a los ojos, y ella supo: no era más solo deseo. Era intimidad. Era la calma de quien sabía que el otro era refugio.
—Ven —dijo él, tomando su mano.
La llevó hasta el baño. Mariana observaba en silencio, sintiendo el corazón calentarse con cada gesto.
Gabriel abrió la ducha, ajustó la temperatura y entonces se volvió hacia ella. Con dedos suaves, desabotonó el vestido que ella usaba, deslizando el tejido despacio, como quien desenvuelve algo precioso. Ella no desvió la mirada de él ni por un segundo.
—Eres linda —susurró él.
Entraron en la ducha juntos, y allí, bajo el agua tibia escurriendo por los cuerpos, los toques se volvieron más lentos, más profundos. No había prisa. Gabriel la acariciaba como quien lee un libro con cuidado para no perder una palabra.
Ella lo besó con intensidad, con ganas, con entrega. Él la sostenía con firmeza, pero sin fuerza. Era un abrazo, no una prisión. Y cuando los labios descendieron, cuando los suspiros comenzaron a llenar el espacio entre las gotas de agua, el deseo dejó de ser físico: se volvió emocional. Mariana se inclinó para chuparlo y Gabriel solo sonrió sorprendido
Gabriel, completamente entregado, gimió bajo, agarrándose a los azulejos detrás de sí. Los ojos cerrados, la cabeza apoyada en la pared, y el cuerpo entero temblando bajo el toque de ella. Cuando ella paró, él la atrajo hacia sí, con una mirada cargada de algo más que lujuria.
—Te necesito —murmuró él—. De verdad.
El aire en el cuarto pesaba, cargado del vapor del baño y del calor que emanaba de ellos. Mariana se movió sobre Gabriel con una confianza que lo dejó sin aliento. Sus caderas encontraron las de él en un ritmo ancestral, profundo, y él agarró las sábanas con fuerza, los nudillos de los dedos blancos. Un gemido ronco escapó de su garganta, más un rugido ahogado que un sonido.
—Mariana...— El nombre de ella salió como una súplica, un reconocimiento. Sus ojos, oscuros y fijos en ella, reflejaban una mezcla de asombro y devoción absoluta. Cada movimiento de ella era una revelación, una corriente eléctrica recorriendo su cuerpo ya tenso. Él arqueó la espalda del colchón, los músculos del abdomen contrayéndose bajo la piel, incapaz de quedarse pasivo ante aquella sensación avasalladora.
Ella se inclinó hacia adelante, las manos apoyadas en su pecho. El contacto de la piel húmeda, el ritmo que establecieron – era primitivo, urgente, un lenguaje sin palabras donde solo los cuerpos hablaban. Él levantó las manos y le sujetó la cintura, no para guiar, sino para sentir, para anclarse en aquel torbellino. La respiración de él era jadeante, interrumpida por suspiros cortos y profundos cada vez que ella se sumergía con más fuerza.
—Nunca... —la voz de él falló, ronca, casi irreconocible—. Nadie... así...
Las palabras murieron en el aire. No eran necesarias. Todo estaba dicho en el temblor incontrolable de sus piernas, en la tensión tensa del cuello, en el sudor que le escurría por las sienes mezclándose con un hilo de agua aún preso en el cabello. Él la miraba como si ella fuera el centro de su universo, la única fuente de luz en un cielo oscuro. Había una furia contenida en aquella entrega, una dulzura brutal en la forma en que los cuerpos se buscaban y encontraban, repetidamente, con una precisión que los dejaba a ambos sin aire.
Mariana sintió el poder que tenía sobre él en aquel instante – no un poder de dominio, sino de revelación. Cada gemido que le arrancaba, cada contracción muscular bajo sus manos, era un fragmento de su alma expuesta. Se inclinó aún más, los labios cerca de su oído, y el calor de su aliento hizo que Gabriel se estremeciera violentamente.
—Gabriel...— El nombre de ella en él era como un hechizo.
Él cerró los ojos con fuerza, la cabeza presionada contra la almohada, los dientes apretados en un esfuerzo sobrehumano para contener una ola que amenazaba con arrastrarlo por completo. Sus manos subieron por la espalda de ella, los dedos hundiéndose levemente en la piel suave, no para controlar, sino para no perderse. La intensidad no era solo física; era un terremoto interno, la sensación vertiginosa de estar siendo desmontado y remontado por ella, pieza por pieza, con una intimidad que dolía y exaltaba al mismo tiempo.
El cuarto desapareció. El tiempo se estiró y después se comprimió en un único punto de fuego. Cuando la tensión alcanzó su pico insostenible, Gabriel soltó un sonido gutural, profundo, que venía de las entrañas – una mezcla de agonía y éxtasis. Su cuerpo se arqueó en un espasmo final, una descarga eléctrica que lo recorrió de los pies a la cabeza, dejándolo inmóvil, jadeante, los ojos aún cerrados como si vislumbrara algo demasiado brillante.
Mariana descendió despacio, el cuerpo aún temblando ligeramente, y apoyó la cabeza en su pecho. Sentía el corazón de él martillear como un tambor de guerra, violento y rápido, contra su cara. La mano de él subió hasta su cabello mojado, los dedos temblando mientras lo peinaba con una ternura que contrastaba brutalmente con la furia del momento anterior. No había palabras. El silencio que se siguió era espeso, cargado del eco de la tormenta que habían atravesado juntos. Era el silencio de quien sabe que algo fundamental ha cambiado. Solo la respiración, poco a poco calmándose, y el tacto de la piel contra la piel, húmeda y viva, testimoniaban lo que había acontecido. Él la apretó contra sí, en un abrazo que era más que posesión – era gratitud, era reconocimiento, era el único puerto seguro después de haber navegado en un mar tan profundo.
Después, se quedaron acostados, entrelazados, el pecho de él como almohada para ella.
—¿Sientes que esto es más de lo que debería? —preguntó Mariana, con la voz baja, casi durmiendo.
—Siento que es exactamente lo que tenía que ser —respondió él.
Y, en aquella madrugada, sin contratos, sin reglas, sin miedos, solo con el sonido del mar allá afuera, ellos durmieron como si ya fueran uno solo.