Raquel, una mujer de treinta y seis años, enfrenta una crisis matrimonial y se esfuerza por reavivar la llama de su matrimonio. Sin embargo, sorpresas inesperadas surgen, transformando por completo su relación. Estos cambios la llevan a lugares y personas que nunca imaginó conocer, además de brindarle experiencias completamente nuevas.
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Capítulo 20
Ese momento en que la tuve en mis brazos fue como si el tiempo se hubiera detenido. El calor de su cuerpo, el suave olor de su cabello... quise congelar ese instante y no soltarla nunca más. La suavidad de su tacto calmaba algo profundo en mí, algo que ni siquiera sabía que necesitaba ser calmado. De no ser por el llanto de Miguel rompiendo el silencio, quizás ese abrazo hubiera durado para siempre.
Ella rápidamente tomó al pequeño en brazos, y la forma en que lo arrullaba, con todo el cariño y la ternura, hizo que mi pecho se oprimiera. Él pronto se calmó, y me sorprendí observándola con aún más intensidad, como si estuviera viendo todo por primera vez.
Reuní todo el valor que tenía para decir lo que hacía tiempo rondaba mi mente. Era arriesgado, pero necesitaba intentarlo. Respiré hondo.
— ¿Dónde pasarás la cuarentena? — pregunté, intentando sonar casual, pero mi corazón latía acelerado.
— En casa de mi hermana — respondió ella, sin pensarlo mucho. — Dijo que me ayudaría.
Tragué saliva. Era el momento. Mis manos estaban un poco sudadas, pero el deseo de estar cerca de ella y de nuestro hijo era mayor que el miedo a ser rechazado.
— Quiero pedirte algo — dije, con la voz un poco ronca, mientras buscaba sus ojos. — No pude disfrutar de tu embarazo… y me gustaría, mucho, mucho de verdad, disfrutar cada segundo del desarrollo de mi hijo. Siempre soñé con ser padre y tú has hecho realidad ese sueño. — Hice una pausa, sintiendo que mi corazón casi se detenía. — ¿Pasas la cuarentena en mi casa?
Ella se atragantó con el agua que estaba bebiendo. Era obvio que no se lo esperaba. Su expresión era una mezcla de sorpresa y nerviosismo.
— Yo… no sé qué decir… — empezó a hablar, sus ojos inquietos, las manos apretando nerviosamente el vaso. — Le prometí a Rebeca que me quedaría con ella, y… no creo que vaya a funcionar. Voy a quitarte privacidad, y… llevar las cosas de Miguel a tu casa va a ser mucho trabajo… — Hablaba rápido, casi atropellando las palabras, su voz revelando el desconcierto.
Sin pensarlo mucho, llevé mi dedo a sus labios, interrumpiendo el flujo de palabras nerviosas. Ella dejó de hablar de inmediato, sus mejillas enrojeciendo con mi gesto, lo que la hacía parecer aún más encantadora.
— Cálmate — dije en voz baja, mis ojos fijos en los suyos. — No tienes que ir si no quieres, pero mi casa es bastante espaciosa. No necesitarías traer nada de Miguel porque… ya he comprado todo. En este momento, hay un equipo decorando una habitación para él, y la habitación de invitados se está preparando para ti. — Hice una pausa, dándole tiempo para procesar. — En cuanto a tu hermana, creo que entenderá que… solo quiero estar cerca de mi hijo.
El silencio que siguió estuvo cargado de emociones. Parecía absorber cada palabra, aún sorprendida, aún intentando procesar lo que estaba sucediendo. Sus ojos se llenaron de algo que no pude descifrar de inmediato, quizás fuera gratitud, quizás fuera miedo.
Finalmente, asintió con la cabeza, aceptando, pero aún sin palabras. Una suave sonrisa escapó de mis labios. Sabía que el camino sería largo, pero ese era el primer paso.
— ¡Gracias! Prometo que te sentirás como en casa — dije, y ella sonrió tímidamente, bajando la mirada por un segundo antes de mirarme de nuevo.
— Te lo debo. Tienes derecho a estar cerca de tu hijo — respondió, su voz suave, pero firme.
— Mencionaste que tenías los registros de tu embarazo… Me encantaría verlos — comenté, intentando suavizar el clima y cambiar de tema.
— Sí, le pedí a Raquel que hiciera algo especial. Debe traerlos más tarde — dijo, surgiendo una leve sonrisa en su rostro.
— De acuerdo — respondí, relajándome.
Nos acomodamos y vimos una película, pero confieso que mi atención estaba más centrada en ella. Hablamos de tantas cosas, y cuanto más la conocía, más me sentía atraído por todo lo que era. Su forma de hablar, los pequeños detalles que revelaba sobre sí misma… me estaba enamorando. Y quería mucho más que solo ser el padre de Miguel. Quería formar una familia con ella, quería que ese tiempo, juntos, fuera el comienzo de algo aún mayor.
De repente, un olor inconfundible invadió el aire, interrumpiendo mis pensamientos.
— Creo que alguien por aquí ha llenado el pañal — dijo, sonriendo y señalando al pequeño Miguel.
— Hijo mío, ¿cómo un niño tan guapo puede ensuciar tanto? — bromeé, sonriendo.
Ella rió, moviendo la cabeza de un lado a otro.
— Creo que papá debería cambiarme, ¿no crees? — dijo, fingiendo una voz graciosa, imitando al bebé.
Entrecerré los ojos, intentando contener la risa. — Mamá tiene mucha más experiencia en esto, hijo mío — respondí, siguiendo la broma.
Ella continuó con el tono de voz infantil. — Si quieres estar cerca de mí, tienes que aprender a cambiar pañales… ¿Y qué vas a hacer cuando estés solo conmigo, papá?
— Entonces mamá le enseñará a papá — respondí, riendo.
Ella soltó una carcajada, con los ojos brillantes de diversión, y por un momento todo pareció tan fácil y natural entre nosotros. En ese instante, tuve la certeza de que quería más momentos como ese, quería tenerla a mi lado y formar parte de cada pequeña alegría que nuestro hijo nos trajera.
— Vamos allá, entonces, papá, es tu oportunidad de demostrar tus habilidades — dijo, entregándome a Miguel en brazos con una sonrisa desafiante.
Tomé a Miguel con cuidado y me acerqué al cambiador. Ella se quedó a mi lado, guiando cada paso, mientras se reía de mis torpes intentos de cambiar el pañal. Al final, con un poco de ayuda, lo conseguí, y el pequeño Miguel estaba de vuelta en brazos de su madre, limpio y cómodo.
— Nada mal para ser la primera vez, ¿eh? — dije, orgulloso de mi trabajo.
— Hmmm, puedo considerarlo como una aprobación parcial — respondió, riendo.
Nuestras miradas se cruzaron durante un segundo más largo de lo habitual. Algo silencioso, pero fuerte, pasó entre nosotros, y sentí que ese pequeño paso hacia la convivencia familiar era el comienzo de algo más grande.
Más tarde, llegó Rebeca, y pronto se unió a nosotros, trayendo su energía contagiosa. No podía apartar los ojos de Miguel, que dormía plácidamente en brazos de su madre. Era como si su mundo girara alrededor de ese pequeño ser.
— Pero vendré todos los días a mimar a este bebé tan lindo de su tía — dijo Rebeca, oliendo el suave cabello de Miguel, con una radiante sonrisa en el rostro.
— Si quieres, puedes quedarte allí también — sugerí, sin pensarlo mucho, intentando ser amable. El ambiente era distendido, y la felicidad que sentía parecía desbordarse.
— No hace falta — respondió ella, aún encantada con su sobrino, pero con un tono firme que me indicaba que ya tenía sus propios planes. — Pero gracias por la oferta — concluyó con una sonrisa amistosa, lanzándome una mirada cómplice.
La noche pasó rápida y tranquila, con todos nosotros un poco ansiosos por lo que estaba por venir. A la mañana siguiente, llegó el gran momento: Raquel y nuestro pequeño Miguel recibieron el alta.
Mientras salíamos por las puertas, con Raquel sosteniendo a nuestro hijo con cuidado, mi corazón estaba lleno de alegría. La felicidad que sentía era algo que nunca podría haber imaginado antes. La responsabilidad, el amor, el futuro, todo parecía más brillante, más posible. Al entrar en el coche con ellos, me di cuenta de que mi vida estaba cambiando para siempre, y no podría estar más agradecido por ello.
Conduciendo hacia mi casa, miré a Raquel y a Miguel por el espejo retrovisor, y una sensación de paz me envolvió. Este era solo el comienzo de un nuevo viaje, un viaje que estaba más que dispuesto a emprender con ellos a mi lado.