En una pequeña sala oscura, un joven se encuentra cara a cara con Madame Mey, una narradora enigmática cuyas historias parecen más reales de lo que deberían ser. Con cada palabra, Madame Mey teje relatos llenos de misterio y venganza, llevando al joven por un sendero donde el pasado y el presente se entrelazan de formas inquietantes.
Obsesionado por la primera historia que escucha, el joven se ve atraído una y otra vez hacia esa sala, buscando respuestas a las preguntas que lo atormentan. Pero mientras Madame Mey continúa relatando vidas marcadas por traiciones, cambios de identidad, y venganzas sangrientas, el joven comienza a preguntarse si está descubriendo secretos ajenos... o si está atrapado en un relato del que no podrá escapar.
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Es diferente
El reloj en la pared marcaba el paso del tiempo, pero Madame Mey sentía que el día se estiraba demasiado, como si el tiempo mismo estuviera jugando con ella. Se levantó de su sillón con movimientos lentos y fluidos, caminando hasta la ventana. La luz de la tarde caía suavemente sobre los jardines exteriores, pero algo en esa quietud parecía... erróneo.
—¿Por qué no ha venido? —susurró de nuevo, esta vez más para sí misma.
Los otros jóvenes nunca volvían, ni siquiera duraban una historia. Pero este era diferente. Desde el principio había algo en él, una chispa, algo que le había llamado la atención de una manera particular. Pero la falta de su presencia comenzaba a enfriar la anticipación que había sentido el día anterior.
Caminó por la habitación, sus pasos resonando en el suelo de madera pulida. El eco de sus zapatos era el único sonido en la mansión vacía, pero ese eco comenzó a volverse más fuerte, más insistente, como un recordatorio de algo que ella no podía controlar.
Madame Mey, normalmente imperturbable, sintió por primera vez en mucho tiempo una especie de impaciencia desconocida. El aire en la sala se volvía más denso a medida que las horas avanzaban y la luz del sol comenzaba a desvanecerse.
Finalmente, el crepúsculo llegó. Las sombras de la habitación se alargaron, envolviéndola en una penumbra espesa. Madame Mey se detuvo frente a la puerta, inmóvil, escuchando el leve susurro del viento golpeando las ventanas. Algo no estaba bien, y ella lo sabía. Podía sentirlo.
—No es normal —murmuró para sí misma, un destello de algo parecido a preocupación cruzó por sus ojos oscuros.
La luna comenzaba a alzarse, pero esa noche, la luz parecía más pálida, más distante. Un frío inexplicable invadió la habitación. Madame Mey no solía dejarse afectar por las emociones de sus “invitados”, pero este joven era diferente. La conexión entre ellos era diferente.
La luna se postro en su punto mas alto y el joven ese día no llego, una risa resonó en la habitación.
—Supongo que es como los demás —dijo en voz alta, como si quisiera que los demás se enteraran.
El día siguiente llegó como cualquier otro, con los rayos del sol colándose entre las cortinas y bañando la sala con una luz tenue. Pero para Madame Mey, algo había cambiado. Se sentía inquieta, algo que no experimentaba a menudo. Aunque intentaba mantener su aire de serenidad, había un peso invisible sobre ella, una tensión que no lograba sacudirse.
Esperó pacientemente, como siempre lo hacía. La paciencia era una de sus virtudes, y siempre había dado frutos. Sin embargo, la inquietud crecía a medida que las horas pasaban y el joven aún no aparecía. Su mente se llenaba de preguntas sin respuesta. Había algo extraño en todo esto, algo que no cuadraba.
Cuando el sol comenzó a descender y las sombras se alargaron una vez más, un leve sonido en el pasillo la hizo girar la cabeza.
La puerta se abrió lentamente, y el joven apareció, cruzando el umbral con pasos lentos y medidos, como si el día anterior no hubiera significado nada. Pero había algo diferente en él. Su rostro mostraba una calma que antes no tenía, y en sus ojos había una chispa... algo que Madame Mey no había visto antes. Una chispa de desafío.
—Te has retrasado —dijo Madame Mey, su voz suave pero llena de un leve reproche. Sin embargo, debajo de esa suavidad, había una nota de sorpresa.
El joven no respondió de inmediato. Se limitó a mirarla con una expresión serena, casi indiferente, como si su ausencia hubiera sido algo natural. Como si todo hubiera estado bajo su control, no el de ella.
—Me retrasé... —murmuró finalmente, casi como si estuviera reflexionando en voz alta—. Sí, parece que lo hice.
Madame Mey alzó una ceja. Había algo en el tono del joven que la descolocaba. La sensación de que había perdido una pequeña parte del control que siempre había tenido sobre sus "invitados" la perturbaba. Se sentó en su sillón, observándolo con cautela.
—Espero que haya valido la pena —dijo ella, con una sonrisa que no llegó a sus ojos.
El joven, en lugar de sentarse de inmediato, permaneció de pie frente a ella. La luz del atardecer bañaba su rostro, resaltando las sombras bajo sus ojos, pero su postura era firme, segura. Algo había cambiado en él durante la noche que había pasado fuera de la mansión, algo que Madame Mey no podía entender del todo.
—Lo fue —dijo él, y esta vez su mirada no vaciló. El aire entre ellos se volvió más denso, como si el simple hecho de estar en la misma habitación hubiera elevado la tensión a otro nivel.
Madame Mey lo observó con ojos entrecerrados, sus pensamientos corriendo a gran velocidad. El joven, que hasta entonces había mostrado signos de vacilación y miedo, ahora parecía tener algo más, una fuerza interna que no había estado presente antes. Y eso la intrigaba.
—Bien —murmuró ella, apoyando la barbilla en una mano, sus dedos tamborileando ligeramente contra su mejilla—. Supongo que tienes una buena razón para no haber venido anoche. ¿O acaso estabas... probando mi paciencia?
El joven sonrió apenas, un gesto que nunca antes había hecho.
—Quizás lo estaba. O tal vez simplemente me tomé mi tiempo.
El silencio que siguió a esas palabras fue profundo, y la tensión entre ellos se volvió casi insoportable. Madame Mey lo miraba fijamente, buscando algo en su expresión, en su postura. Pero él no le ofrecía nada, solo esa sonrisa tranquila, como si supiera algo que ella no.
Finalmente, ella rió suavemente, aunque su risa estaba cargada de un leve desconcierto.
—Este juego, joven, es más peligroso de lo que crees —dijo en un tono enigmático—. La paciencia puede ser una virtud... pero también una trampa.
El joven se sentó finalmente, sin apartar la vista de ella. La dinámica había cambiado, y ambos lo sabían. Pero Madame Mey no podía dejar de preguntarse qué era lo que había sucedido en esa noche, qué había encontrado el joven que lo hacía ahora tan... seguro.
La tensión entre ellos, esa chispa de desafío que había comenzado a arder, prometía que la próxima historia sería aún más intensa.