En el imperio de Valtheria, la magia era un privilegio reservado a los hombres y una sentencia de muerte para las mujeres. Cathanna D’Allessandre, hija de una de las familias más poderosas del imperio, había crecido bajo el yugo de una sociedad que exigía de ella sumisión, silencio y perfección absoluta. Pero su destino quedó sellado mucho antes de su primer llanto: la sangre de las brujas corría por sus venas, y su sola existencia era la llave que abriría la puerta al regreso de un poder oscuro al que el imperio siempre había temido.
⚔️Primer libro de la saga Coven ⚔️
NovelToon tiene autorización de Cattleya_Ari para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
CAPÍTULO 014
08 del Mes de Kaostrys, Dios de la Tierra
Día del Último Aliento, Ciclo III
Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria
—Cathanna, las brujas no son un maldito juego —habló Vermon, desconcertado—. No puedes andar diciendo cosas como esas. Menos en lugares como estos, dónde hay muchas personas que podrían alarmarse y destruir la calma. Por favor, concéntrate en la danza y deja de querer llamar la atención, hija. Ya no eres una niña.
Cathanna cerró los ojos por un segundo, tomando una gran bocanada de aire. Odiaba en demasía a su padre en ese momento.
—No busco llamar la atención, padre. —Su mirada se despegó del cielo, dirigiéndose ahora hacia el hombre junto a ella—. Tienes que creerme. De verdad acabo de ver una bruja. Era hermosa y sus alas… sus alas eran aterradoras. Iguales a las de los cuervos —afirmó, tragando con fuerza—. Debemos avisar que hay brujas en este lugar.
La expresión de frustración de Vermon fue decayendo poco a poco, hasta que solo le quedó confiar plenamente en la palabra de su hija. Llevó su mirada al cielo, buscando rastro de aquella bruja, pero no encontró nada, aun así, sabía que esperar a que sucediera algo, no sería más que una muerte anunciada.
—Esto no es bueno —murmuró para sí, aunque Cathanna lo oyó con claridad—. Nada bueno. Si realmente viste una de esas cosas… debes irte. Tienes que regresar al castillo de inmediato, hija.
Antes de que pudiera pronunciar una palabra, Vermon se levantó de golpe, la tomó del brazo con una fuerza que le arrancó un gesto de dolor y, sin dar explicación alguna, la arrastró hacia la salida bajo la mirada confundida de Anne y Cedrix. Cathanna giró un poco la cabeza, encontrándose con varios ojos curiosos en ella, sobre todo, la del príncipe Kaemon, quien tenía una ceja curvada.
Volvió a mirar al frente cuando empezaron a bajar las escaleras a toda prisa. Cathanna apenas lograba seguirle el ritmo, intentando comprender qué estaba pasando.
—¿Qué sucede? —cuestionó respirando agitada—. ¿Por qué tengo que volver al castillo de repente?
—No hagas preguntas.
Cathanna miró a su padre con una mezcla de sentimientos encontrados. Pero no dijo nada más. Solo hizo una reverencia y subió al carruaje, con las manos temblorosas. Miró por la ventana cuando el vehículo comenzó a moverse. El vaivén debió haberla desconcentrado de sus pensamientos, pero obtuvo resultados equivocados, hasta que, de pronto, el carruaje solo se detuvo de golpe, ocasionando que su frente impactara con fuerza contra la ventanilla. De sus labios escapó un gemido de dolor mientras llevaba la mano a su frente maltratada.
Abrió la puerta y sin pensarlo demasiado, salió del carruaje hecha una furia, encontrándose con el cielo de color naranja.
—Vuelva adentro, señorita Cathanna —dijo uno de los guardias, mirando a un punto en el cielo—. En seguida partiremos al castillo.
—Quiero saber por qué nos detuvimos.
—Vuelva adentro —dijo otro guardia.
Cathanna entrecerró los ojos, notando algo raro entre los guardias. Sin embargo, aunque tratara de averiguar de que se trataba, su mente iba un paso atrás.
—¿Por qué nos detuvimos? —insistió Cathanna.
—Mi señorita Cathanna, vuelva adentro.
—¡Ya díganme que pasa!
Cathanna abrió los ojos de par en par cuando, de la nada, un corcel blanco apareció delante de ella. En su lomo, había un cazador cubierto por una capucha que dejaba entrever sus ojos. Sin darle tiempo a reaccionar, él la sujetó con fuerza por la cintura y la alzó como si no pesara nada, colocándola sobre el caballo, que comenzó a galopear rápido antes de que ella pudiera siquiera soltar una queja.
Pero entonces percibió ese exquisito olor que había comenzado a sentir desde hacía pocos días: vino fuerte y resina de pino, con un dulzor metálico, tan característico de la sangre. Frunció el ceño, con la mente girando en círculos. Nada de lo que estaba imaginando tenía sentido, o al menos eso quería creer, porque no era lógico que ese olor perteneciera a un cazador. ¿Qué podría estar haciendo el mismo cazador en los lugares a los que ella acudía cerca del castillo?
Agitó la cabeza, tratando de borrar esos pensamientos.
Justo cuando abrió la boca para protestar, una risa macabra descendió desde el cielo, congelándole la sangre. Alzó la vista de manera lenta y vio a varias brujas volando hacia ellos con sus largas alas de cuervo. Un grito de terror escapó de su garganta, y por un instante, su cuerpo perdió todo rastro de equilibrio, inclinándose hacia abajo. Sin embargo, el hombre detrás de ella, la sujetó con fuerza de la cintura, evitando la caída a último momento.
Ese simple toque despertó algo que no tenía nada que ver con las brujas o con el peligro inminente de la situación en la que estaba atrapada, mucho menos con el intenso olor que desprendía ese hombre. Recordó todo lo que había pasado aquella noche: las palabras, los golpes y las humillaciones por parte de su abuelo.
Abrió la boca, deseando gritar algo, pero las palabras no querían salir. Maldijo internamente y solo se obligó a levantar la vista hacia el cielo, donde las brujas seguían persiguiéndolos, soltando risas.
Cathanna sintió que el agarre en su cintura se hacía cada vez más flojo, hasta que él se levantó, sacando detrás de su espalda una hoja envuelta en rayos que por poco la atrapan. Lo miró de reojo, con los ojos más abiertos que nunca. Soltó un chillido ahogado al verlo saltar del caballo, como si hacer eso fuera pan de cada día, encontrando su blanco sin mucho problema: el cráneo de la bruja se partió en dos con un sonido seco que sacó gruñidos de las otras.
Él aterrizó con cuidado sobre el caballo que galopeaba en círculos, al tiempo que las brujas volaban hacia el lado contrario de donde estaban ellos. Guardó la espada nuevamente en su espalda, al lado de ese fusil que adoptaba un leve tono rojo, por los rayos de sol.
—¿¡Qué carajos acabas de hacer!? —exclamó Cathanna, alterada mientras apretaba con fuerza las cuerdas del caballo y miraba de reojo al hombre que seguía de pie, con la vista clavada en el cielo—. ¿¡Quién... carajos eres tú!? ¿¡Y de dónde saliste!?
—Pues… técnicamente, del vientre de mi madre, hace un par de años, casi veintiséis —respondió con una seriedad que rozaba el sarcasmo mientras se acomodaba en el caballo y le quitaba las riendas de las manos de un tirón—. ¿Quieres matarnos o qué, señorita? Porque así no se sujetan las correas de un animal en movimiento. Eres la peor copiloto que he tenido en mi vida. ¡Dioses santos!
—¡Déjame bajarme ya mismo de esta cosa! —Se retorció como un pez fuera del agua, apretando los ojos con mucha fuerza—. ¡Esto es un secuestro y está penado con la muerte, con varios años de cárcel o con la deshonra para ti y toda tu familia, sinvergüenza! ¡Libérame!
Zareth detuvo el caballo, y de un salto, sus pies tocaron el suelo. Posteriormente, extendió su mano a Cathanna, quien lo miró como si se tratara de una víbora a punto de sacar sus dientes para morderla.
No quería tocarlo. El simple hecho de que su mano se uniera con la de un desconocido, le mandaba corrientes de electricidad por la espalda que la hacían temblar. Pero tampoco sabía cómo bajarse de ese caballo por su cuenta, pues era la primera vez que estaba sobre uno. Así que, obligando a su mente a calmarse, tomó esa mano y descendió.
Él se descubrió la cabeza, dejando ver un rostro que parecía tallado por los mismos dioses. Cathanna frunció el ceño, incapaz de apartar la mirada ante aquella perfección que desafiaba toda lógica. Conectó la mirada en sus ojos, y entonces notó aquello que la dejó sin aliento. No eran de un azul claro ni de un celeste común. Eran de un azul eléctrico, tan intenso que dolía mirarlos demasiado.
Aun así, le resultaba imposible apartar la mirada de ellos. Destellos plateados danzaban en sus iris, tan similares a relámpagos atrapados en medio de una terrible tormenta que amenazaba con destruirlo todo a su paso. Por un momento, juró que, si se acercaba demasiado, podría sentir la electricidad en su piel.
Cathanna se aclaró la garganta, sintiendo sus mejillas arder.
—¿Cómo se supone que llegaré a casa ahora? —murmuró, abrazándose a sí misma y mirando el lugar con desagrado—. No sé dónde estoy, ni con quién. Esto es una completa estupidez… ¿Y por qué te echaste todo el tarro de perfume? —susurró solo para ella.
—¿Crees que yo tengo la respuesta, brujilla? —Sonrió de lado, dejando asomar sus colmillos afilados—. Solo es un bosque. Estoy seguro de que Aureum no se encuentra tan lejos. Lo importante es que estás bien. Deberías agradecerme por ser todo un caballero contigo.
Cathanna cerró sus manos con fuerza, mirándolo fijamente, sin siquiera pestañear, como si quisiera lanzarle mil cuchillos encima para destruirle esa inhumana cara de burla. Para ella, que la compararan con una bruja, era el peor insulto que alguien podría decirle.
—¿Has osado llamarme de esa manera tan ordinaria? —cuestionó Cathanna, sintiendo el enojo crecer en su cabeza—. ¿Acaso no sabes quién soy yo? Mejor ni me respondas. Llévame a casa ahora mismo. Estoy muy consternada y confundida. Necesito mi habitación.
—Estúpida niña caprichosa y mimada —escupió Zareth, acercándose lo suficiente a ella—. No soy tu padre para que vengas a darme órdenes. No tengo ninguna responsabilidad contigo, brujilla. Solo salvé tu vida. ¿Lo entiendes o tengo que explicarlo más fácil?
—¿Quién te crees que eres para hablarme de esa manera tan descortés, cazador? —examinó, abriendo la boca ofendida—. Si no me llevas a casa, iré yo misma y le contaré a mi padre como me has dejado tirada aquí a mi suerte, con tantos animales rabiosos cerca. Por los dioses que él te mandará decapitar. —Se alejó varios pasos—. Lo hará sin pensarlo dos veces, así que, por favor, utiliza esa cabeza que tienes.
—¿Terminaste tu discurso barato? —Cruzó los brazos sobre su pecho, moviendo la cabeza a un lado, recorriéndola completa—. Porque ya me estoy quedando dormido de tener que escucharte.
—¡Eres un idiota y un cretino! —pataleó—. ¿Qué te sucede?
—No seas tan dramática, brujilla. —Relajó los hombros—. Dentro de unos minutos vendrán los guardias por ti. Solo tienes que esperar aquí, como toda una niña bonita. Nada de ruido. Los lobos podrían venir por ti. Créeme cuando te digo que solo dejan los huesos.
—¡No me digas brujilla! —Respiró profundo, calmándose.
Zareth dejó escapar una risa sarcástica. Nunca en su vida alguien se había atrevido a hablarle de esa manera, y mucho menos una bruja. La idea de partirle el cuello en ese mismo instante le resultaba demasiado tentadora, pero no podía hacerlo… y esa impotencia solo lo molestaba más. Chasqueó los dedos y, en un parpadeo, desapareció en un remolino, dejándola completamente sola.
Cathanna soltó un soplo de fastidio y comenzó a maldecirlo en todos los idiomas que conocía, hasta que por fin los guardias llegaron hasta donde estaba. Les dio una mala mirada y se metió en el carruaje, apoyando la espalda en el respaldo de la silla. Soltó un bufido otra vez.
—Qué hombre tan… imbécil.
Al regresar al castillo, se apresuró a entrar sin saludar a nadie, todavía con la cabeza hirviendo de enojo por lo ocurrido. Pero justo cuando estaba por ingresar en su habitación, se topó con Katrione saliendo del cuarto de su hermano. Ambas se miraron por unos segundos. Katrione se acercó de inmediato y tomó del brazo a Cathanna, ganándose una mirada cargada de desprecio de su parte.
—¿Qué quieres? —Elevó una ceja, aburrida.
—¿Qué sucede contigo, Cathanna? —le preguntó Katrione, nerviosa—. ¿Por qué me estás ignorando? No entiendo nada.
—No sé de qué hablas —replicó, soltándose de su agarre con brusquedad—. Tal vez andar de zorra con mi hermano te está haciendo imaginar cosas que no existen, Katrionita hermosa.
Katrione arrugó el rostro al instante, incapaz de procesar lo que acababa de escuchar. Por un instante quiso convencerse de que estaba soñando, porque jamás hubiera esperado algo así de Cathanna. De los demás, por supuesto que sí. De ellos ya estaba acostumbrada a las burlas y a los juicios, y había aprendido a ignorarlos y vivir con ello. Pero de ella... de su única amiga de verdad, nunca.
Retrocedió unos pasos, sintiendo el ardor en los ojos y un nudo formársele en la garganta. No entendía por qué, de repente, Cathanna se comportaba igual que el resto de Valtheria. Justo ella, que siempre había sido diferente, la única que no la había juzgado jamás.
—¿Eso es lo que crees de mí, Cathanna? —preguntó, sin despegar su mirada de los ojos grises de ella—. ¿En serio? ¿De verdad piensas que soy una zorra? ¿Por qué me dices esto?
—Es lo que todo el mundo piensa de ti, Katrione —explicó, con la mente nublada por el rencor, tratando de desviar la mirada—. Me arrepiento tanto de no haberme alejado de ti antes. Eres la peor amiga que alguien podría tener. —Soltó una risa carente de gracia—. No sabes cuanto te estoy odiando. Me da vergüenza que me vean con la gran prostituta de Valtheria, la mujer que deja que todos los hombres la llenen de sus genes solo para tener la boca llena de comida. —Volvió a reír de la misma manera, cruzándose de brazos—. Simplemente ya no quiero que te acerques a mí, mucho menos a mi hermano. No quiero que te acerques a este castillo en tu miserable vida. Mejor ve a divertirte con tus hombres, ya que es a lo único que aspiras.
—¿Crees que yo quiero que me toquen todos esos malditos hombres de mierda? —soltó, con rabia, apretando los puños hasta que las uñas se le clavaron en las palmas—. ¿De verdad crees que quiero ir todos los días a ese lugar para que me toquen? No lo hago por placer, Cathanna. Lo hago porque necesito vivir. Lo hago para comprar la medicina de mi madre que se está muriendo poco a poco en casa. Lo hago porque no todas nacimos con el privilegio de ser la hija de un hombre importante como tú. Lo hago porque la vida me ha obligado a vender mi cuerpo para no terminar en la calle mendigando unas monedas. —Las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas—. Y pensé que tú lo entendías más que nadie. Pensé que tú...
—Yo nada —interrumpió Cathanna, con dureza, dándole un empujón con el dedo—. Lo haces porque te gusta andar de zorrita. Siempre hay otras salidas para no ser una asquerosa prostituta, pero tú no quieres buscarlas. No eres la única mujer en el mundo que tiene problemas, Katrione. No eres la única mujer con una madre enferma, ¿pero sabes la diferencia entre esas muchas mujeres y tú? Es que ellas no se la pasan llorando con las piernas abiertas para comer.
—¿¡Cómo te atreves a decir eso!? —gritó Katrione, con la voz quebrada por completo, conteniéndose para no lanzarle un golpe en el rostro—. No tienes derecho... no sabes nada de mí, ni de lo que hago, ni de lo que siento. No sabes por qué no he dejado ese lugar. ¡No quiero estar un segundo más ahí! Pero tengo que quedarme, porque yo no soy tú, Cathanna —susurró, bajando la mirada a sus pies mientras se mordía el labio con fuerza—. No tengo la protección de una princesa. Yo solo soy yo, y si desobedezco, mi vida se termina. Y no puedo permitir que eso pase, porque tengo más responsabilidades que ser bonita y esperar a convertirme en la maldita esposa de un hombre.
—Por lo menos tengo la certeza de que algún día podré convertirme en la esposa de alguien —especificó, con frialdad, dejando que cada palabra cayera sobre Katrione, quien levantó la mirada, soltando una risa seca—. Créeme que prefiero ser la sumisa esposa de alguien, antes de tener tu miserable vida. Debería darte vergüenza mostrar tu rostro ante los demás, fingiendo que eres una mujer pura.
Antes de que Katrione pudiera responder, Cathanna se internó en su habitación, cerrando la puerta de un portazo. Katrione se quedó inmóvil, con los puños apretados. Luego, los alzó y comenzó a golpear suavemente la madera, mientras contenía el llanto. Necesitaba entender qué había pasado para que su amistad, esa que había durado tanto, se rompiera de pronto como un cristal estrellado contra el suelo.
—Cathanna, habla conmigo —imploró Katrione—. Sé que podemos arreglar lo que sea que haya sucedido entre nosotras…
Pero Cathanna no respondió. No quería hacerlo.
Reconocía que lo que había dicho estaba mal, que era algo sumamente cruel juzgarla por algo que Katrione no elegía, pero no podía evitar sentirse consumida por ese rencor en su interior.
Ya no intentaba ocultarlo. Cathanna sentía un profundo rencor hacia Katrione por lo que había pasado aquella noche. En su mente, todo tenía claridad: si no hubiera sido por la insistencia de su amiga, nada de aquello habría ocurrido. Pensaba que su abuelo jamás la habría cruzado esa línea dolorosa, aunque la realidad era desemejante.
Y le dolía demasiado no poder abrazarla, no poder decirle cuanto la quería. Pero al mismo tiempo, dentro de ella ardía un impulso feroz de querer destruirla por completo, de borrar hasta la última huella de lo que alguna vez fue su mejor amiga. Era una tormenta de amor y odio, desgarrándole el pecho como si cada emoción exigiera reinar sobre la otra, y el odio estuviera ganando.
Cathanna se dejó caer frente al escritorio y comenzó a dibujar en su cuaderno sin una idea clara, con la intención de no pensar en nada. Solo deseaba vaciar su mente hasta que quedara como la parte superior de esa nueva hoja en blanco que no sabía cómo rellenar. Irritada, la arrugó y la arrojó contra la pared. Puso la pluma en otra hoja, pero no podía imaginar nada, hasta que su mano se movió sola, trazando nuevamente ese rostro que tantas veces había visto al dormir.
—¿Quién eres tú y por qué no puedes dejarme tranquila? —Soltó con un suspiro pesado, arrancando la hoja para lanzarla lejos.
Luego de unas horas sumida en su mundo, todavía sentada frente al escritorio y la nueva hoja en blanco, la puerta sonó despacio. Cathanna se levantó a regañadientes, la abrió y se encontró con Celanina. Se hizo a un lado para dejarla pasar, y Celanina frunció el ceño al ver la cantidad de papeles tirados por el suelo. Le lanzó a Cathanna una mirada de reproche; ella solo se encogió de hombros.
Aunque no era su responsabilidad limpiar la alcoba de Cathanna, Celanina tomó la cesta de basura y empezó a recoger los papeles, soltando murmullos que Cathanna decidió ignorar, aburrida. Entonces algo en uno de ellos llamó su atención. Dejó la cesta a un lado y desdobló el papel, solo para encontrarse con un rostro familiar.
—¿Cómo es que tienes esto, Cathanna? —preguntó, sin apartar la mirada del papel. Luego, tragando duro, miró a la joven en la cama.
Cathanna arrugó el rostro, confundida.
—¿Sabes quién es ella?
—¿Tú la conoces? —La voz de Celanina sonó brusca.
—Yo… no —respondió, incorporándose—. ¿Sabes quién es?
Celanina chasqueó la lengua.
—Fue una mujer muy mala —dijo, arrojando la hoja a la cesta sin miramientos—. Una de las maldiciones del imperio. —Se levantó y caminó hacia la puerta—. Volveré en unos minutos, junto a las demás.
Y sin esperar respuestas, salió, cerrando la puerta.