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Capitulo 19:
Al llegar al campus, todavía con el aire frío de la madrugada pegado a mi piel, estacioné mi auto en el lugar habitual.
Tomé mi maleta, cerré de golpe la puerta y corrí hacia la zona deportiva.
El reloj marcaba las 6:10, apenas tenía veinte minutos para cambiarme y estar lista.
El uniforme me esperaba dentro del vestuario, perfectamente doblado, como un recordatorio de que no podía fallar.
El eco de mis pasos resonaba en los pasillos vacíos mientras pensaba:
Hoy no solo es un partido, hoy quiero demostrarme que sigo teniendo control sobre algo, aunque sea sobre un balón.
Cuando entré, algunas de mis compañeras ya se estaban ajustando las camisetas y amarrando los cordones de sus zapatos.
Poco a poco, el vestuario se llenó de voces, risas nerviosas y olor a desinfectante mezclado con perfume barato.
Para las 6:25 estábamos todas reunidas, con la adrenalina a flor de piel.
Nuestra entrenadora, una mujer de carácter fuerte, nos reunió en círculo y con una palmada llamó nuestra atención:
—Chicas, las necesito concentradas. Este es el año. —
Su mirada recorrió cada uno de nuestros rostros, como si quisiera dejar esa frase grabada en nuestras frentes—.
Los años anteriores quedamos a nada de la final, pero tengo la plena confianza de que hoy todo será distinto. Recuerden: ustedes pueden. Salgamos al campo con la frente en alto y a calentar.
—¡Sí, profe! —
respondimos todas en coro, chocando nuestras manos en un gesto de unidad que me hizo sentir parte de algo más grande.
Salimos a la cancha.
El sol todavía no despuntaba, pero las luces del estadio iluminaban el césped húmedo.
El aire estaba impregnado de ese olor a pasto recién cortado que me llenaba los pulmones y me calmaba, como si me conectara a tierra.
Empezamos a trotar alrededor de la cancha, sincronizadas, escuchando cómo nuestras zapatillas golpeaban rítmicamente contra el suelo.
Del otro lado, las chicas de Medicina hacían lo mismo, igual de concentradas, igual de decididas.
Había miradas retadoras cruzándose entre nosotras, pero también sonrisas nerviosas:
todos sabíamos lo que estaba en juego.
Luego vino el estiramiento, los movimientos que repetíamos de memoria, hasta que una sensación extraña me recorrió el cuerpo.
Un hormigueo en la nuca.
Esa alerta silenciosa que te avisa que alguien te observa.
Me detuve apenas un segundo, tratando de disimular mientras me inclinaba hacia adelante.
Mis ojos barrieron las gradas casi vacías hasta que lo vi.
Él.
El Decano López estaba allí, de pie, con su porte impecable y esa expresión seria que nunca dejaba traslucir demasiado.
Pero sus ojos…
sus ojos no se apartaban de mí.
No de nosotras como equipo.
De mí.
El corazón me dio un salto en el pecho.
No.
No puede ser.
No estés pensando tonterías.
Sacudí la cabeza, como queriendo despejar cualquier ilusión absurda, y regresé a la fila para continuar el calentamiento.
Sin embargo, cada vez que daba una vuelta por la pista o hacía un estiramiento, sentía otra vez su mirada fija, clavada como una corriente invisible que me quemaba la piel.
Y por más que intentara concentrarme en mis movimientos, en la respiración, en el balón que rodaba de un lado al otro, esa sensación me acompañaba, persiguiéndome, obligándome a preguntarme:
¿Por qué yo?
El silbato del árbitro retumbó en la cancha y la adrenalina se disparó.
Desde la banca, yo seguía cada movimiento con los músculos tensos, estirando una y otra vez como si eso me impidiera oxidarme.
Quería estar ahí dentro, sentir el balón bajo mis pies, pero mi entrenadora había decidido mantenerme como relevo inicial.
—No dejes que tu cuerpo se enfríe —
me había dicho—.
Serás el primer cambio si alguna no responde.
Asentí, pero por dentro me ardía la impaciencia.
El partido arrancó fuerte, demasiado fuerte.
Las chicas de Medicina no jugaban, embestían.
Los choques eran tan bruscos que cada golpe sonaba como un eco seco en el aire, y yo me mordía los labios desde la línea lateral, deseando entrar para responder con la misma intensidad.
Mis compañeras, en su mayoría más pequeñas de complexión, volaban al césped como muñecas de trapo.
Una tras otra caían, y el árbitro…
nada.
Ni una falta, ni una tarjeta, ni una advertencia.
Solo su silbato frío marcando las jugadas como si los golpes fueran parte natural del espectáculo.
En el minuto veinte, pasó lo inevitable:
un contraataque mal defendido, un choque brutal en el área, y el balón terminó besando nuestra red.
El grito de las chicas de Medicina se mezcló con el murmullo decepcionado de la tribuna.
—¡Vamos, no bajen los brazos! —
intentaba animar nuestra entrenadora, pero su voz tenía una nota de frustración contenida.
Yo lo veía en sus ojos:
sabía que así no llegaríamos lejos.
De pronto, me llamó con un gesto rápido de la mano.
Me levanté de un salto, el corazón me latía en las sienes.
Dos compañeras más se acercaron conmigo, sudando nerviosas.
—Chicas, necesito hacer cambios ya. —
Su voz fue firme, sin espacio para réplica—.
Sé que apenas van veinte minutos, pero si seguimos así no solo vamos a perder, vamos a terminar con medio equipo lesionado. Ustedes tres son más grandes, más fuertes. Quiero que entren y no se dejen intimidar. Concéntrense en el balón, en moverse en bloque. Que no las arrastren al juego sucio.
La miré directamente a los ojos, respirando hondo.
Ese era el momento que estaba esperando.
—Profe, no te preocupes. Yo puedo con ellas. —
Las palabras salieron más seguras de lo que realmente me sentía, pero en ese instante necesitaba convencerla…
y convencerme.
Ella asintió, y de una en una comenzó a anunciar los cambios.
Cuando finalmente levantó mi mano y me señaló para entrar, sentí una oleada de energía recorrerme el cuerpo.
Caminé hacia la línea de la cancha, lista para reemplazar a una de mis compañeras.
Mientras me ajustaba la camiseta y respiraba hondo, giré la cabeza hacia la tribuna.
Y ahí estaba.
El Decano López seguía observando, sin pestañear, con esos ojos que parecían atravesarme incluso a la distancia.
Tragué saliva, apreté los puños y pensé:
Está bien.
Entonces me vas a ver jugar.
Pero vas a ver a la mejor versión de mí.
El silbato sonó de nuevo, y crucé la línea de cal.