Una amor cultivado desde la adolescencia. Separados por malentendidos y prejuicios. Madres y padres sobreprotectores que ven crecer a sus hijos y formar su hogar.
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Cap. 7 ¡NO HAY NADA QUE NEGOCIAR!
Una sonrisa casi imperceptible jugó en sus labios. Era la sonrisa de una leona que acababa de decidir que estos dos cachorros descarriados estaban, después de todo, bajo su protección.
—Bien, me voy, debo negociar con Alex esta situación, Diego, mantente alejado de mi esposo por las próximas 48 horas, ahora chau, esperen noticias —Bernarda se fue como vino, elegante y con la seguridad de que su negociación sería un lío.
El silencio que dejó Bernarda era, si cabía, aún más elocuente que sus palabras. La amenaza y la promesa flotaban en el aire. Diego y Belle se quedaron mirando la puerta, paralizados, hasta que la mano de él buscó la de ella de nuevo.
—"Negociar"... —murmuró Belle, el término sonando a declaración de guerra y tregua al mismo tiempo.
Mientras, Bernarda caminaba por el pasillo con la determinación de un general que se dirige al campo de batalla. Sacó su celular, uno de esos dispositivos delgados y elegantes que manejaba como un sable. Sin titubear, tecleó un mensaje directo a su amado esposo.
Bernarda: Alex, cariño. Necesito que te sientes. Ha pasado algo con Belle. Ella está bien, está a salvo y está... feliz. Pero vas a querer gritar. Prefiero que lo hagas conmigo. Estoy llegando a casa.
Sabía muy bien lo que se avecinaba. Habría pelea, gritos que harían temblar los cimientos de la casa, y un torrente de preocupación paterna convertida en furia ciega. Y luego, cuando la razón lograra abrirse paso entre el caos, muy probablemente, habría sexo de reconciliación. Era el ciclo natural de su matrimonio: la tormenta y la calma, siempre intensas, siempre apasionadas.
Pero todo, absolutamente todo, valía la pena por su querida Belle. Por esa niña de sonrisa suave a la que la vida, por fin, le estaba devolviendo un atisbo de la felicidad que se merecía. Bernarda apretó el paso. Tenía una fiera que domar.
Alexander estaba en el taller, compartiendo una cerveza tranquila con Raúl Bretón, el padre de Diego y Rodrigo, cuando el mensaje de Bernarda iluminó su celular. La paz se quebró en mil pedazos.
Lo leyó. Y luego lo volvió a leer. Un gruñido bajo, como el de un perro guardián, le salió del pecho mientras apretaba la mandíbula hasta hacerle doler los molares. Claro que lo sospechaba. Aunque había fingido estar feliz con el distanciamiento, en el fondo siempre tuvo el pésimo presentimiento de que esos dos volverían a conectar. Su cara, normalmente serena, se distorsionó en una mueca de furia contenida.
Raúl, que observaba el cambio repentino, dejó su cerveza a un lado.
—¿Alguna mala noticia, Alex? —preguntó con genuina preocupación.
Alexander se levantó de un salto, haciendo rechinar la silla contra el suelo de concreto.
—No. No para mí —espetó, clavando una mirada acerada en su amigo.
—Pero creo que sí para ti. Tal vez te quede solo un hijo. Acostúmbrate.
Y sin dar más explicaciones, salió del taller a zancadas tan largas y furiosas que parecía que el suelo se movía bajo sus pies. Su taller mecánico estaba a solo diez minutos de su casa. Iba a hacer ese recorrido en cinco. Los hijos pequeños estaban en el colegio. Así que, si el plan era asesinar a alguien, este era el momento perfecto.
Raúl Breton se quedó solo, con la cerveza a medio tomar y la boca semiabierta, tratando de procesar la bomba que acababan de arrojarle. "¿Un solo hijo?", musitó para sus adentros, un escalofrío recorriéndole la espalda. "Maldita sea, Diego... ¿qué hiciste?".
El Porsche de Alexander Ferrer llegó a la mansión con un chirrido de llantas que habría hecho llorar a su mecánico. No aparcó; se detuvo en la entrada principal, bloqueando la fuente ornamental, y salió del vehículo con la energía de un toro entrando al ruedo.
Bernarda lo esperaba en el salón principal, serena como una góndola en aguas tranquilas. Se había servido un whisky para él y lo tenía listo en la mesa de centro, junto a su propia taza de té.
—¿Dónde está? —rugió Alexander desde la entrada, sin preámbulos, su voz retumbando en el alto techo.
—¿Dónde está ese mocoso irrespetuoso que se atrevió a tocar a mi hija?
—Belle está en su departamento, a salvo, y no es un "mocoso irrespetuoso", es Diego Bretón —corrigió Bernarda con una calma deliberada, alzando la copa de whisky y ofreciéndosela.
—Toma. Vas a necesitar esto.
Alexander la ignoró, avanzando por la habitación como un huracán de overol manchado de grasa.
—¡Diego Bretón! ¡Peor aún! ¡Lo conocimos desde que tenía trece o catorce años! ¡Sabía que no podía confiar en él! ¿Dónde la tocó? ¿En el cuello? ¡Por Dios, Bernarda, la marcó como a una res!
—Alex, por favor, siéntate —dijo ella, con un hilo de acero en la voz.
—No voy a negociar contigo mientras das vueltas como un tigre enjaulado.
—¡NO HAY NADA QUE NEGOCIAR! —su puño golpeó la mesa de mármol, haciendo temblar las copas.
—¡Está muerto! Se acabó. Se va de la ciudad, o yo me encargo de que lo haga.
Bernarda tomó un sorbito de té, colocó la taza en el platillo con un clic perfecto y lo miró fijamente.
—Muy bien. Entonces, si es una guerra, hablemos en términos que entiendas —se inclinó hacia adelante.
—¿Recuerdas cuando tenías veintisiete años y te presenté a mi padre por primera vez?
Alexander se quedó quieto, una sombra de desconcierto cruzando su rostro.
—¿Qué tiene que ver eso?
—Todo —respondió ella con una sonrisa pequeña y peligrosa.
—Tú eras un mecánico brillante, pero para él eras un don nadie. Yo te elegí a ti. Contra todo y contra todos. Y mi padre, con toda su fortuna y su influencia, no pudo hacer nada para evitarlo —hizo una pausa, dejando que las palabras calaran.
—Belle acaba de hacer lo mismo. Eligió. Y es tan terca y testaruda como su padre. ¿Vas a ser el obstáculo del que ella tenga que luchar por liberarse? ¿O vas a ser el padre que recuerde que una vez también fue un joven lo suficientemente valiente para robarle el corazón a la hija de un magnate?
—Pero tú odiabas a tu padre, mi Belle me ama mucho —dijo Alex casi con un puchero.
—Exacto mi amor, pero si esto sigue así, harás que ella te odie.